COMO LOS GRIEGOS
El erizo
Este fruto del mar es uno de los alimentos que provocaron, hace chorrocientos miles de años, un chute de proteína que fue directamente al cerebro, modificando nuestra cabeza, mientras las especies homo se desplazaban buscando su destino
Guillem Martínez 1/03/2024
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-ET IN ARCADIA EGO. Uno envejece solo después que sus paisajes. En ese sentido, un paisaje básico de mi infancia era la Cala dels Ocellets, cuando ese paisaje era como yo, algo no muy alejado de su primer aspecto, al nacer. Cuando llegabas, por la mañana, te encontrabas sobre la arena los restos que los adolescentes habían dejado durante el intenso turno de noche. Se trataba de esqueletos de hogueras y conchas de docenas de ostras sacrificadas, que aquellos chicos y chicas, intrépidos y desnudos, habían capturado e ingerido hasta la madrugada, en aquellas horas en las que eran inmortales y todo lo podían. Yo observaba aquellos residuos divertidos como un mensaje secreto, que solo comprendía en parte y que, a pesar de ello, reproduje lo más pronto que pude, como todo el mundo. Pero la cala no solo nos abastecía de proyectos carnales para el futuro, sino de carnalidad para el entonces presente. Desde 1977, el año en el que en Cannes se presentó el walkman y el topless –sin ningún tipo de presentación, sino tan solo a través del uso, como señaló Martin Amis, que vio todo ello a tiempo real–, la cala nos proveyó de los senos franceses –esféricos, diminutos, simpáticos, tal y como los describió Amis–, que nos produjeron un nuevo tipo de sonrisa, que, aún siendo inocente, ya era diferente. Pero la generosidad de la cala no acababa aquí, sino que también nos regalaba, en unos islotes cercanos, mejillones –los mejores que he probado en mi vida; a veces los comíamos crudos, rociados solo con limón–. El único inconveniente de aquel paraíso dadivoso –hasta cierto punto, su serpiente y su espada de fuego– eran las rocas sumergidas y afiladas como cuchillos, aún nuevas y angulosas tras millones de años, que nos hacían sangrar pies y manos, y los erizos, un manjar inaudito en invierno, pero una tortura rigurosa en verano. Poblaban absolutamente, con densidad, todo el suelo rocoso de la cala, que era así negro y violeta. Era imposible acceder al agua y al baño sin que los erizos se nos clavaran. Mamá nos quitaba las púas de erizos por la noche, poniendo una gota de aceite sobre cada una de sus perforaciones. A la mañana siguiente, las púas ya habían salido de nuestra piel, o querían hacerlo. Y volvíamos a por más. La Cala dels Ocellets –es decir, de los Pajaritos– no era, claro, el nombre de la cala, pero era así como la llamábamos, porque eran dos calas pequeñas, minúsculas y, aún así, siempre medio vacías, divididas por una montaña diminuta sobre la que había cuatro árboles y, en ellos, docenas de jilgueros que, como su nombre indica, cantaban. Ahora que lo pienso, mi infancia, como todas las infancias desde hacía miles de años, tuvo como banda sonora la de cientos de pájaros, empezando por los canarios y las palomas de casa, pasando por las rapaces nocturnas, a las que oíamos realizar su trabajo –matar– por las noches, hasta las bandadas infinitas de pájaros que, a la salida del cole, buscaban y gritaban, presas de un terror casi humano, un lugar para dormir. Hoy, y lo pienso ahora también por primera vez, no se escuchan los pájaros. O, al menos, no tan fácilmente. De la misma manera que, al escarbar el suelo, no aparecen cientos de lombrices, o el parabrisas de un viaje largo en el verano no está repleto de miles y miles de cadáveres de insectos. Sencillamente, todos esos animales han muerto. Como los erizos de la Cala dels Ocellets. Tanto ellos, como los mejillones, como las ostras, como las rocas afiladas han desaparecido, dando paso a una arena extraña, muerta. Todo ello ha sido posible gracias a una erosión humana, que también ha acabado con aquella pequeña montañita, sus cuatro árboles y sus pájaros. Esta sección se ha encontrado –y ahora caigo en ello– con un imprevisto, mientras iba creciendo e intensificando su mirada. El calentamiento y, más aún, su casa y causante, el Antropoceno. Que en ocasiones mata alimentos y, en otras, los hiere de muerte. Como es el caso de hoy, uno de los platos más buenos y sencillos del mundo, al punto que no precisa ser cocinado: el erizo, un ser que resultó tener las púas menos profundas y dolorosas que las nuestras. Hola. Bienvenidos a Como los griegos. Ya saben, cocinar con las manos lo que nos ha dejado la mala cabeza de nuestros gobernantes y fabricantes.
-SABOR A TI. Los erizos son uno de los alimentos que provocaron, hace chorrocientos miles de años, un chute de proteína que fue directamente al cerebro, modificando nuestra cabeza, mientras las especies homo se desplazaban, al tún-tún, por la tierra, buscando su destino, que en su santa inocencia creían, supongo, que consistía en ponerse las botas de frutos de mar. De hecho, hoy exterminamos erizos gracias a la inteligencia que nos donaron, con absoluto desinterés, los erizos. En todo caso los erizos no son moluscos –como las ostras, como los mejillones–, sino, como todos los niños y niñas saben, equinodermos, invertebrados marinos con cuerpos sumamente singulares, como la estrella de mar, o el fascinante pepino, o cagarru, de mar, un animal rarísimo, sin boca, sin ojos, sin extremidades o apéndices, sin forma alguna –salvo, lo dicho, la de un, ejem, truño–, y que, no obstante, guarda en su interior, como un tesoro, uno de los alimentos marinos más deliciosos: l’espardenya –que no es más que sus intestinos, pura casquería marina, y que se come, únicamente, que yo sepa, en el Empordà; hummmmm, un día tenemos que hablar de todo eso–. Dentro del mundo marino, el erizo es la esencia más depurada de lo que el mar da de sí. Es, sin duda alguna, el animal que concentra, en mayor proporción y perplejidad, el mayor sabor a mar posible, en un grado tan alto y turbador que posee ecos humanos. Los humanos, sus líquidos íntimos ofrendados en intimidad, devoción y entrega, tienen, si se fijan, gusto a erizo. Este milagro convierte al erizo en un animal mítico. El erizo, en fin, tiene un sabor absolutamente sexual, por lo que el placer de degustarlo no deja de ser, también, un abanico de matices profundamente sexualizados. El erizo, esa cita de una cita anhelada, existe como alimento en Asia, en América –en Chile, donde todo lo que viene del mar es un prodigio de sabor, los erizos, en contrapartida, tienden a carecer de todo sabor, posiblemente para compensar– y en Europa. En Francia, esa inteligencia sexual, es un producto mágico. Por aquí abajo se comen, me dicen, en Galicia y en Asturias. Me consta que se comen en Cádiz, donde forman parte de la iconografía y la escenografía de sus carnavales. Y también se comen, y mucho, en ese otro misterio, denominado Empordà, una comarca catalana en la que, de manera asombrosa, se comen muchos cacharros marinos que también, y únicamente, se comen en Cádiz. Como, lo dicho, los erizos, o las anémonas /ortiguillas / fideus de mar. En mi modesto punto de vista, los mejores erizos son los mediterráneos, ese mar que no puede competir con otros mares, salvo por su olor, fruto de su alta concentración salina, y sus langostas, sus gambas y algunas otras pocas especies que el Atlántico y el Pacífico, que lo tienen todo, también poseen, si bien con menor perfume. Pero el Mediterráneo, ese mar pequeño y, por lo tanto, aún más frágil, parece no poder garantizar no solo el sabor único de sus erizos, sino su existencia. La razón: el aumento de la temperatura marina, consecuencia del aumento de la temperatura global. Los erizos –y esto, siendo otra cuestión, es la misma– tan solo se comen en el momento más álgido del invierno, sobre estos días de febrero, tal vez unos pocos días de marzo, cuando se daba un frío que hoy empezamos a no poder recordar.
-MOJARSE EL CULO. Del erizo tan solo se comen las gónadas, que es el órgano reproductor de los erizos, y que solo adquieren su gusto peculiar gracias al frío. Sí, se pueden cocinar los erizos. Hay platos de erizos cocinados, pero suelen ser muy cursis. La absoluta delicadeza del animal, además, no admite mucho tocamiento ni calor. Los erizos dan el pego, así, cuando son tratados con discreción, y se depositan esas gónadas sobre el arroz y la paella, justo cuando se deja reposar el arroz y la paella bajo un trapo. También molan depositados sobre la pasta caliente, suprimiendo entonces el queso o la bottarga. Pero como más lucen los erizos es como nosotros: a pelo, crudos. Para comerlos crudos, si bien a la empordanesa, necesitarán, a saber: a) un tenedor, b) unas tijeras, c) una barra de pan, d) una butifarra negra –un manjar catalán, sumamente delicado, que, en lo que empieza a ser incomprensible, no se puede encontrar en la Península– y e) vino tinto, joven, a poder ser vino del año –en este caso, de 2023, la última cosecha; si es de maceración carbónica, a bodas me convidas–. También deberán seguir estas instrucciones. Ahí van. Tengan uno o, preferiblemente, muchos hijos. En invierno, los domingos, vayan con ellos a la playa rocosa y déjenlos en bolas de cintura para abajo. Denles un tenedor a cada uno, e indíquenles que se vayan con él a arrancar erizos de las rocas. Al principio se quejarán, pero luego se lo pasarán pipa, hasta los primeros síntomas de congelamiento. Mientras, extienda un mantel sobre la arena, disponga vasos, rellénenlos de vino tinto –no sé por qué, pero en el Empordà se bebe vino tinto en el trance de saborear al animal marino más frágil– y vaya cortando rebanadas de pan y cachos de butifarra negra. Al poco vendrá la prole, con el culo mojado, las piernas violetas y, cada uno, con una bolsa repleta de erizos. Jurarán en arameo mientras tiritan. No les haga caso, que eso refuerza el carácter –me dijeron–, y abra, con unas tijeras, los erizos, de manera que parezcan vasos para una ceremonia satánica, repletos de gónadas, que si uno no sabe lo que es, también parece algo del pack satánico. Entonces, empieza el festival. Coman el interior del erizo con ayuda del pan. Intercalen esos muerdos de pan con gónada con muerdos de butifarra negra, y todo ello con buchitos de vino tinto. Saborearán la esencia de la infancia, aunque no sea la suya.
-ADAPTACIONES. También puede ir al mercado y adquirir erizos –salvo en Catalunya, me dicen, el grueso viene de Galicia–. Van a 20-30 el kilo. Con un kilo hay de sobra para un par de personas. Si optan por esta vía al conocimiento, abran los erizos en casa, con unas tijeras, y cómanlos con una cucharita. Pueden utilizar un vino blanco divertido pero discreto, que la fiesta la ponen los erizos, no el vino. Yo, en ocasiones, utilizo un vinho verde, que es muy pop, esa escuela cultural que solo da mensajes positivos. No transcurran su vida sin comer erizos al menos una sola vez, pues cada invierno puede ser el último invierno de los erizos. O, glups, el último nuestro. Yo los comí la semana pasada –ahí arriba les endiño una foto–. Fueron, otra vez, espectaculares, si bien un pálido reflejo de lo que eran en mi infancia, cuando había pajaritos, rocas, erizos. Y frío.
-ET IN ARCADIA EGO. Uno envejece solo después que sus paisajes. En ese sentido, un paisaje básico de mi infancia era la Cala dels Ocellets, cuando ese paisaje era como yo, algo no muy alejado de su primer aspecto, al nacer. Cuando llegabas, por la mañana, te encontrabas sobre la arena los restos...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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