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“Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte
en hechos, publica la leyenda”
John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance, 1962.
Durante años la obra de un local comercial en la calle Jorge Juan fue un mito, y su arquitecto alcanzó la categoría de héroe. Escondido detrás de unos tablones de madera se ocultaba un tesoro que poca gente había podido conocer, lo que aumentaba su misterio y magnificaba sus virtudes. Una generación de arquitectos de la Escuela de Arquitectura de Madrid tomó ese proyecto dentro de su imaginario y elevó a su autor a la posición de maestro. El cofre de madera custodiaba las leyes de la arquitectura que su autor desgranaba con cuentagotas en sus clases de proyectos. Sus alumnos, una suerte de discípulos congregados en torno a las mesas de “la nevera”, el aula que corona el ala norte de la Escuela de Arquitectura, recibían la sabiduría del maestro en forma de aforismos que ayudarían a entender la arquitectura como disciplina superior.
Cuando el cofre se abrió, los resultados estaban a la altura de las expectativas. Grandes piezas monolíticas de mármoles de distintas procedencias y colores creaban un umbral que dirigía a un territorio sagrado. Esa portada ya justificaba el genio del autor, oculto durante décadas. Pero el portento no se quedaba ahí. A través de los perfectos vidrios extraclaros, sin contenido de hierro, templados y dispuestos sin carpintería gracias al tallado de sus cantos, se nos concedía una mirada al interior. Un espacio fascinante, con piezas de mármol encajadas gracias al exquisito corte de la piedra, sin material de agarre, conseguido por el empeño perfeccionista del arquitecto que había dedicado tres años de su vida a construir esa obra maestra. Los suelos estaban recubiertos de tacos cúbicos de una madera tropical especialmente elegida por el maestro. Tres enormes mesas circulares conformadas por delicadas pletinas de bronce colonizaban el espacio. La luz del patio interior del edificio histórico en el que se ubicaba entraba a través de exquisitas piezas de alabastro que la convertían en sólida, y generaban la atmósfera propia del milagro de materia que allí ocurría. Hasta los lavabos eran una pieza tallada de mármol negro que era acariciada por el agua que se vertía en ellos. Si se dejara pasar el tiempo suficiente se podría apreciar la huella que el líquido imprimirá sobre su superficie. Los yesos de diversos tonos habían sido aplicados por expertos artesanos y conseguían, como decía Nietzsche, una suerte de pan que neutralizara la impresión causada por la exigente sucesión de materiales, colores y texturas y permitiera que su alimento estético fuera beneficioso para el hombre que las contemplara. Desde Brunelleschi no se había concebido el acto de construir con tal intensidad.
¿Quién nos privó de esta maravilla ocultándola tras unos toscos tablones de madera? ¿Quién impidió que la caja de maravillas que alojaba el interior de un edificio anodino del ensanche de Madrid fuera el templo en el que conocer la arquitectura verdadera?
Esta es la leyenda, que viene transmitiéndose, primero de forma oral y después impresa, desde que el local de Jorge Juan 55 quedó a la vista de todos en el año 2016. Un objeto idealizado que parece pertenecer al arquitecto que decidió cómo debería presentarse y al que ahora se le niega su posesión. Todo se conjura para que el autor de esta obra –alabada incluso antes de ser conocida y, como veremos, después de conocerse realmente– no pueda decidir cómo tiene que continuar su vida construida. Si Rafael Moneo nos explicaba cómo las transformaciones en la mezquita de Córdoba formaban parte de su esencia como edificio vivo, nos encontramos en un caso en el que el arquitecto prefiere mantener intacto un conjunto de piedras preciosas para ser admiradas como una creación artística antes que ser disfrutados como un espacio para ser vivido y utilizado. La pregunta, que todo héroe debe responder, es a quién sirve. La respuesta suele ser, si nos fiamos de Joseph Campbell, que a sí mismo.
Sin embargo, en toda leyenda, si esta ha de trascender, hay un villano. En todo camino del héroe, el de nuestro maestro, por ejemplo, hay una ordalía. Una oposición. Un conjunto de circunstancias exteriores que desafían al protagonista, que someten su voluntad a una serie de pruebas de las que, en caso de cumplir con su destino, retornará siempre triunfante. Transformado. Mejor. El maestro de ambos mundos: el ordinario, que le tienta y le desafía, –banal, monetario, interesado y pedestre– y el extraordinario –trascendente, inalcanzable, sublime– donde reina absoluto. ¿Quién es, de nuevo, la némesis de nuestro héroe?
Francisco Alonso de Santos recibió de Manuel Losada el encargo, en 1987, para reformar un local y convertirlo en una tienda y exposición de zapatos exclusivos. Se preveía que la adecuación del espacio, que ocupaba 100 metros cuadrados en planta baja y la mitad en planta sótano, duraría en torno a seis meses, con un presupuesto de doce millones de pesetas (72.000 euros). Tres años después, las obras no habían terminado y el coste se había multiplicado casi por cinco, con una estimación de unos 55 millones de pesetas. Manuel Losada asegura que nunca pudo disponer de un proyecto arquitectónico para la realización de los trabajos, ni firmó ningún plano de la actuación. Las intervenciones se fueron ejecutando mediante instrucciones, directas e in situ, del arquitecto a los operarios que este había elegido. En 1987 se obtuvo autorización para la modificación de la portada del local, pero esta se ejecutó de un modo que no se correspondía con la planimetría aportada por Francisco Alonso. El único croquis que existe de esta actuación se encuentra bajo tutela notarial.
La importancia que Manuel Losada daba a este movimiento comercial puede leerse no solo a través de su muy selecta localización –en pleno corazón del distrito de Salamanca– sino también por el hecho de que su intención era convertirlo en el domicilio social de su empresa. Las obras, sin embargo, no llegaron a obtener una licencia municipal que amparase la actividad.
Existe una documentación gráfica y escrita de la obra realizada a posteriori, en el año 1989 (supuestamente), que detalla las actuaciones realizadas en el local, con una prolija enumeración de todos y cada uno de sus elementos. Este inventario gráfico está, no obstante, lejos del talento que se le presupone a Francisco Alonso, autor de alguno de los dibujos más sugerentes de la arquitectura contemporánea española. La memoria recoge varias de las ideas que el arquitecto ha desarrollado de forma recurrente y cada vez más oscura en conferencias y algún artículo a lo largo de las tres últimas décadas. No hace referencia al uso real al que estaba destinado el proyecto, sino a un afán personal de crear una obra que trascienda las necesidades del cliente y se postule como ejemplo de arquitectura verdadera. Alonso, en palabras de Alejandro Zaera Polo, pretende reconstruir el mundo, devolverlo a un estado perfeccionado a través de su arquitectura. Esa, y no otra, es la ambición que parece leerse en sus textos.
Estancias en las dos primeras crujías del local. JME - DGA
Así. los materiales que se utilizaron para crear el espacio destinado a esta zapatería de lujo parecían acordes a la exclusividad con la que se planteaba la tienda. Mármol negro de Calatorao, travertino rojo de Almería, ónix verde de Irán, mármol dolomítico blanco yugoslavo, alabastros de Aragón, madera de iroko de Costa de Marfil, pletinas de bronce y cobre. El alarde puramente material se completaba con un exceso constructivo: la piedra se disponía en grandes piezas ciclópeas cuyo peso y condiciones de ejecución aumentaban de forma exponencial el coste y la complejidad de la obra. La singularidad de los trabajos requería de viajes a las canteras para vigilar la extracción seleccionada de bloques, controles continuos en obra y, sobre todo, la repetición una y otra vez de las operaciones de ensamblaje de las piezas para que no hubiera la más mínima imperfección. Cano Lasso señaló una vez sobre las Torres KIO, concurso al que se presentó y en el que también compitió Alonso, que hacer dos torres inclinadas era una dificultad absurda: ¿por qué ir a la pata coja, cuando nada nos impide andar? En esta misma línea el sensato arquitecto madrileño, uno de los que mejor ha tratado los materiales de construcción entre los de su generación, señalaba siempre que no había materiales malos ni buenos sino materiales bien y mal utilizados.
Juegos de espejos en el interior del local. JME - DGA
Este andar a la pata coja hizo que la excesiva duración de los trabajos y el desproporcionado aumento del presupuesto de la obra, superior al que podía afrontar de modo viable la empresa, costaran a Manuel Losada toda una serie de trastornos de salud que le llevaron a evitar a toda costa la visión del local. Decidió tapiarlo con tablones de madera para ocultar su presencia y procuraba no pasar por ese tramo de calle para dirigirse a otro de los locales de su propiedad.
En la fábula construida por Alonso, no obstante, el arquitecto ha llegado a afirmar que el precio no fue un problema para el cliente, y que fue él quien arrostró problemas económicos por su dedicación al proyecto. En esta narrativa idealizada, el cegado de la fachada tendría su origen en la identificación de la propiedad con la obra creada por él, con el deseo de proteger una joya que al ocultarse alcanzaría el estatus de mito. Diversas conversaciones mantenidas por los autores con fuentes cercanas a Manuel Losada desmienten estas afirmaciones del arquitecto, que, sin embargo, como leyenda que son, se imprimen y se transmiten de forma acrítica, sin plantearse siquiera la versión alternativa de los hechos. El villano solo existe para dar color al héroe, para engrandecer el mito.
El local cambió de propietario en julio de 2023, momento en el que saltaron las noticias sobre su posible destrucción. Ya se habían iniciado los trámites para la preservación del local, que permitieran salvaguardar sus valores al tiempo que se autorizasen ciertas actividades que hicieran viable su funcionamiento y su uso como establecimiento comercial, y la nueva propiedad los impulsó junto a la administración.
El jueves 29 de febrero, un día que no existe habitualmente, se pudo visitar el local al que rara vez se había podido acceder, y se comprobó que, pese a lo publicado, permanece intacto. Las obras de adaptación que alarmaban a los admiradores y discípulos de Francisco Alonso de Santos se habían limitado a la colocación de algunos muebles, luminarias y adaptación de mecanismos eléctricos e hidráulicos para la correcta utilización del local. Todas las actuaciones son reversibles y en absoluto alteran la naturaleza de la obra realizada por el arquitecto y, sobre todo, pagada por el cliente y de su absoluta propiedad.
La visita al lugar también permite entender una obra de la que apenas hay información gráfica y de la que se tenía referencia por los múltiples reportajes fotográficos que se habían realizado de la misma. El actual propietario del local explica, frente a las noticias que siguen dando voz a Alonso, que el proceso de protección del inmueble ha sido también apoyado por él. A través de su protección se trata de poner fin a una situación que se había convertido en insostenible: la de que el local, carente de licencia que amparase las obras y en un edificio protegido, podía llegar a tener que revertirse al estado original, esto es, antes de las obras de Alonso. Su protección, pese al incumplimiento de ciertos aspectos normativos, permitiría el uso actual de forma lógica.
Alabastro y mármol en el interior del local. JME - DGA
Se ha explicado el proyecto desde su sucesión de crujías paralelas a la fachada, conformadas por las grandes piezas pétreas que crean un entorno cálido y agradable, aunque oscuro, que precisa de luz artificial para poder habitarlo. La posición de los huecos de paso entre estas estancias permite la continuidad visual hacia el fondo del local, pero solo en el interior se puede apreciar que el espacio se expande en su eje transversal gracias a dos espejos enfrentados en el centro de cada sala. Aquí surgen las preguntas que Cano Lasso, sin duda, se haría.
¿Es necesario emplear piezas de mármol ciclópeas en una zapatería de lujo? ¿Podría ser el resultado espacial similar si se hubiera realizado de otro modo? Frente a la exuberancia de los mármoles y travertinos, el suelo de madera podría funcionar del mismo modo con una madera común. ¿Podemos entender una vez visitado el local y analizados sus elementos que nadie había tenido un reto constructivo así desde que Brunelleschi cubriera con una cúpula la catedral de Florencia?
El italiano Carlo Scarpa diseñó locales expositivos de gran calidad formal y constructiva, con la diferencia de que estaban proyectados para la empresa Olivetti, una multinacional en su momento de mayor esplendor. Como señala Pier Vittorio Aureli al hablarnos de la enseñanza de la historia de la arquitectura y del arte, el componente económico es una pieza perdida y fundamental para un conocimiento no amputado de la realidad. Parece en cualquier caso extraño que desde la profesión se describa una obra que ha multiplicado su coste por cinco en estos términos: “Hablamos del significado verdadero de la palabra trabajo. No más macroproyectos desdibujados por ambiciones mal digeridas, exijamos altura intelectual y artística a la arquitectura y no experiencia medida a peso de presupuesto.”. En definitiva, ¿Puede un arquitecto convertir a su cliente en el mecenas involuntario de un objeto que no es ya un proyecto para otro sino una obra de arte personal?
Desde esta concepción artística de lo que nunca dejó para Manuel Losada de ser un local comercial, la destrucción, esa destrucción que se publica con terror, con miedo y con adoración por el maestro y su obra, no es solo la de un objeto material. Es la destrucción del mito. La percepción o quizá el descubrimiento de una falla en una superficie perfecta; el encuentro con la verdad que necesariamente da origen a toda leyenda y que, oculta muchos años, se hace presente. El miedo a la destrucción es, en parte, el miedo a la pérdida de un referente que hemos construido y en el que hemos depositado parte de nosotros mismos.
Jorge Juan 55 es un animal bifronte, una quimera
Las voces de alarma, no obstante, dibujan un panorama muy distinto. Lo hacen además desde el exterior, desde las jambas de mármol que dan acceso al local. En general, demuestran ser conocedoras de la leyenda –de una de las versiones de la leyenda que, con los años, circulan entre los arquitectos españoles, especialmente los de Madrid– y no tanto de unos hechos, los que aquí tratamos de aclarar, cuya ocultación o, al menos, cuya dilución, se ha usado para alimentar la mística misteriosa del mito oculto, conocido solo por unos pocos. En peligro, peligra, amenazada… los términos empleados reflejan la peculiar relación de los profesionales españoles –no empleamos esta palabra de forma casual– con una intervención que, según todos los datos, excedió su presupuesto, alargó hasta extremos insospechados la duración de la obras, parece carecer de proyecto técnico (una condición esta que suele ser obligatoria cuando hay responsabilidades civiles de por medio) y produjo algo que, independientemente de otras consideraciones, no daba cumplimiento a lo que Losada había solicitado: un local para venta de zapatos, funcionando y con licencia.
De forma sistemática, las encendidas defensas de la obra legendaria refieren a esta como “la zapatería de Paco Alonso” a pesar de que nunca lo fue y de que, en puridad, Alonso no es su dueño. Losada esperaba recibir una zapatería y, en realidad, lo que recibió fue una obra de autor que no había pedido.
¿Tiene sentido que una profesión que tiene un deber ante la sociedad defienda ciegamente, sin contemplar otras versiones, una actuación en la que el cliente ha quedado desprotegido? ¿Se puede entender que se transmita una información sobre unos hechos que no han sido contrastados por las dos partes que intervienen en el proceso? ¿Es razonable que se legitime el discurso de un arquitecto con una exageración sobre el alcance de una obra que para nada favorece la comprensión de los logros reales de esta? ¿Es defendible desde la profesión la actuación de un técnico que se extralimita en el alcance de sus atribuciones profesionales? ¿Hasta qué punto puede el arquitecto apoderarse de la obra para que se finalice tal y como él entiende que quedaría perfecta, haciendo que de este modo el edificio no se pueda usar?
A primeros de los noventa Enric Miralles proyectó, ya en solitario, su única obra en Madrid, la sede social del Círculo de Lectores en la calle O’Donnell, a escasas manzanas de la zapatería Losada. Una intervención en un edificio existente en la que el arquitecto catalán investigaba sobre la ocupación de un espacio con diversas piezas que generaban nuevos planos de suelo y techo. Enlazaba con sus proyectos anteriores y aportaba una gran cantidad de información previa para que la propiedad examinara el alcance de los trabajos y su materialización formal. Con el paso de los años, se han modificado detalles del interior del espacio, debido a las nuevas necesidades funcionales y también con motivo del cambio de propietario, que ha respetado en gran parte sus rasgos característicos.
Tres décadas después, el restaurante Rómola abrió sus puertas en la calle Hermosilla, cerca también del local de Jorge Juan. La investigación de la Oficina de Innovación Política, comandada por Andrés Jaque, recibió galardones y fue ampliamente difundida en los medios de comunicación, tanto en los especializados como en los generalistas. Proponía una recuperación de los oficios artesanales que habían permitido la creación y mantenimiento de muchos locales de restauración en Madrid, y planteaba una nueva aproximación al tratamiento de los materiales como el mármol, los metales y los tapizados desde una visión contemporánea y tecnológica. Poco tiempo después, por circunstancias del mercado, el restaurante cerró y sus instalaciones fueron desmanteladas, pese a la posible reutilización del espacio para distintos usos manteniendo su acabado material que proponía Jaque.
No somos artistas libres sino profesionales que hicimos una elección común. Si asumimos esa realidad, Jorge Juan 55 es un proyecto fallido
Convendría señalar las cualidades reales de una obra, indudables en este caso, y no recurrir a la hipérbole para defender las virtudes de un espacio; deberíamos proteger la disciplina de aquellos profesionales que no entienden los límites entre la investigación personal y los intereses de los clientes que costean sus actuaciones. La arquitectura es una práctica que se ejerce de manera colectiva y la figura del maestro se debería postergar, o al menos tratar de no categorizar en estos términos a quien ha mostrado un claro desdén, siempre que ha encontrado el lugar, por los profesionales con los que ha trabajado; por los que le han acogido, apropiándose en algunos casos de los logros de obras fruto del trabajo en común; y por los que eran sus compañeros, situándose un peldaño por encima de ellos y menospreciando una aportación que ha conseguido llevar a buen puerto complejos proyectos de arquitectura. Sobre todo, deberíamos ser capaces de estudiar los hechos, contrastar la información y esperar a analizar las circunstancias de un proceso antes de lanzarnos a emitir una opinión categórica.
Coderch señalaba en su día que no eran genios lo que necesitábamos. Tampoco mitos, nos permitimos añadir. Jorge Juan 55 es un animal bifronte, una quimera. Es por un lado la obra personal(ista) de un arquitecto, y como tal podemos apreciar la belleza descontextualizada de los materiales, la precisión milimétrica de su colocación, la sutileza de los encuentros y del espacio, el exceso manierista. Sin embargo, no somos artistas libres sino profesionales que hicimos hace muchos años una elección común y disciplinar. Si asumimos esa realidad, insoslayable, Jorge Juan 55 es un proyecto fallido. No usamos esta palabra en balde, sino cargada con todas sus muy profundas implicaciones disciplinares, técnicas, normativas y profesionales. Apelar a la obra de arte eterna e incuestionable es un truco ya conocido. Se empleó, durante la segunda burbuja inmobiliaria, para justificar obras faraónicas encargadas de forma directa por la administración contra toda razón. Si la excusa no servía entonces, no debería servir ahora, por mucho que el mito la haga más dulce, por mucho que el maestro pretenda transformarnos para ser él.
“Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte
en hechos, publica la leyenda”
John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance, 1962.
Durante años la obra de un local...
Autor >
José María Echarte / David García-Asenjo
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