Madrí, zona de obras
Tribulete
Lavapiés fue un pozo de miseria hasta ayer por la tarde. Comenzó como judería y siguió como matadero desde donde se deslizaban las vísceras hasta el Manzanares
Ricardo Aguilera 6/04/2024
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Tribulete 7: viñeta del tebeo nacional-católico de siempre, estampa fija de los malandrines saliéndose con la suya, docenas de carpantas de vuelta a vivir bajo un puente, historieta española que nunca acaba bien, según sentenció Gil de Biedma… Y mamporros a tutiplén para los que se resistan. ¡Catacrock!
Suponemos al lector al tanto: un fondo carroñero compra un edificio añoso y goloso. Está en pleno centro, en un barrio más que humilde. Los buitres están encabezados por un primo de Esperanza. ¿Qué les pasa a las familias de esta gente? Los vecinos, ancianos, inmigrantes, currelantes, parados, abono humano para las aves de mal agüero, son lanzados al décimo infierno que se le olvidó a Dante: el de la gentrificación. Nada nuevo bajo el cara al sol permanente. Todo ocurre en un marco incomparable: Lavapiés, barrio-barrio por excelencia de Madrid. Visitémoslo.
Lavapiés fue un pozo de miseria hasta ayer por la tarde. Comenzó como judería y siguió como matadero desde donde se deslizaban las vísceras hasta el Manzanares. Llegado el siglo XX, parió Manolas y Manolos zarzueleros que habitaban corralas galdosianas. La endeble industrialización nacional colocó allí algunas factorías como la Tabacalera. A su estela, surgió un movimiento sindicalista y bronco. Llegada la guerra ardieron las Escuelas Pías, donde zurraban a gusto al niño Arturo Barea. La afrenta fue recordada por los vencedores. La post-guerra fue especialmente larga en Lavapiés. Las escuelas calcinadas no se rehabilitaron, calles con poca luz, aguas negras saliendo del balcón en cascada maloliente, casas misérrimas sin retrete. El abandono era tal, que sobrevivió una fuente con inscripción de la República. Signo evidente de que ningún munícipe franquista puso jamás los pies en el barrio. Ni para que se los lavasen. Eso que salimos ganando. La fuente sigue en su sitio.
Tuve la suerte de vivir en Lavapiés algunos de los mejores años que recuerdo. Conozco el paño. Corrían los primeros 80 y en mi corrala tenía por vecinos a los gitanos de la cabra, excelentes profesionales que ensayaban pasodobles con su Farfisa todas las tardes. La cabra habitaba en el patio, donde había una fuente para surtir las casas sin agua, y un retrete para las casas sin baño. Digo casas y debería decir zulos. La mía tenía 20 metros y ¡cuatro habitaciones! Era de las grandes. En aquella época, los gitanos formaban la clase pudiente. Muchos regentaban comercios de antigüedades en el Rastro. Tenían sus propios bares. Había uno en Cabestreros con Embajadores de donde me echaron sin miramientos. ¿Qué hace este payo aquí? Afortunadamente, estaba el Candela, lugar de encuentro sin restricciones, con una cueva donde se estaba pariendo el mejor flamenco. Ya no está. El resto del vecindario era de derribo: viejos de hambre antigua, jóvenes sin posibles, obreros sin cualificación, yonkis buscando a su hombre y la primera morería de antes de las pateras. A mucha gente le daba miedo el barrio. No era para tanto.
Mi casa tenía 20 metros y ¡cuatro habitaciones! Era de las grandes
Con el tiempo la cosa se fue animando. La juventud tomó la zona y se abrieron tropecientos mil bares. Argumosa era una fiesta. La inmigración trajo todos los colores, todos los aromas, todas las músicas. En la metamorfosis se perdieron muchas señas de identidad. Daños colaterales: las señoras ya no sacaban su silla de enea a las aceras para pasar la tarde; los locales de entresijos y gallinejas dejaron de ahumar al personal con su suculenta peste; las meretrices viejunas que ejercían en la calle de la Espada se jubilaron al compás del fallecimiento de sus clientes; las fiestas del barrio ya no eran para los vecinos, sino para todo Madrid: demasiada gente. También se fueron al garete muchos comercios minúsculos, suplantados por almacenes chinos que abastecían a los manteros. Más tarde los chinos marcharon a Usera y fueron reemplazados por indios y pakis: intenso olor a curry sustituyendo al de las gallinejas. No sé si salimos ganando.
Lavapiés se transformaba. El solar baldío de Cabestreros fue acicalado para convertirlo en plaza de Nelson Mandela. Allí hubo fiestas de negritud intensa con las mejores vestimentas y danzarines. La plaza de Agustín Lara se la endosaron a Arturo Barea, y fue urbanizada con malos modos para hacer el enésimo parking subterráneo. Los pocos árboles que había fueron a tomar por culo y la estatua de Lara apartada de su peana. Aún resiste en un lateral. Fue inaugurada en el año de gloria de 1975 por García Lomas, alcalde capitalino y procurador en las Cortes franquistas, que aprovechó su mandato para dinamitar el Mercado de Olavide. Pero esa es otra historia. La estatua de Lara es obra de un paisano suyo, Humberto Peraza, que no perdonó en el retrato el chirlo que marcaba la cara del compositor mexicano, recuerdo de un mal de amores. Era de ley que Lara tuviese un detalle en Madrid, porque tuvo el acierto de componer su chotis emblemático sin necesidad de haber pisado jamás la capital. Pa’ chulo, él.
El mapa de Lavapiés es como el juego de la oca: cada casilla es un sobresalto de colores y sensaciones
El mapa de Lavapiés es como el juego de la oca: cada casilla es un sobresalto de colores y sensaciones. En la calle que da nombre al barrio, los bares psicodélicos de los 80 donde pillar algo de algo, se han reconvertido en un carrusel de restaurantes indios. En calle Zurita ha arraigado la escena de combate del Teatro del Barrio. En la Travesía de Primavera oficia sus misas traviesas el gran Leo Bassi, santo pontífice de la minúscula Iglesia Patólica: una gozada. En Ave María aguantan dos locales históricos: el café Barbieri y el bar Melo’s. Ambos se han adaptado a los tiempos: hay menos mugre, pero menos alegría. Un poco más arriba debuta Garibaldi. Veremos si puede…
Volvamos al lugar del crimen: Tribulete. En la margen izquierda se abre el Mercado de San Fernando, reconvertido en un zorretero de gastro-degustaciones alternativas. Un poco más adelante, las Escuelas Pías han dado lugar a la UNED. Del sótano que albergaba el Molino Rojo nadie guarda recuerdo, y eso que allí actuó Christa Leem, stripper escuálida, turbadora, intelectual y chic. Si seguimos, vemos de refilón la Corrala por antonomasia, que muestra la desnudez de sus vergüenzas porque tiraron la casa de al lado. A sus pies, turistas atendiendo la lección de casticismo falso que imparte el guía de turno. Y por fin, cruzando Mesón de Paredes, llegamos a Tribulete 7, fachada dominada por la tienda El Coleccionista, que alberga los tebeos necesarios para nutrir mil infancias. Todo ello se perderá como las lágrimas en la lluvia del androide de Blade Runner. Hoy toca otra cosa: gentrificación, turistificación, Airbnb, reconversión del barrio en un parque temático donde los guiris que quieren ver Madrid solo se encuentren a sí mismos. Los vecinos andarán lejos: en Alpha Centauri, como poco.
Tribulete 7: viñeta del tebeo nacional-católico de siempre, estampa fija de los malandrines saliéndose con la suya, docenas de carpantas de vuelta a vivir bajo un puente, historieta española que nunca acaba bien, según sentenció Gil de Biedma… Y mamporros a tutiplén para los que se resistan. ¡Catacrock!
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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