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MADRÍ, ZONA DE OBRAS

PM

La plaza Mayor comenzó a ahormarse en el siglo XVI. Se la conocía entonces como plaza del Arrabal, o sea, que quedaba fuera de la villa medieval. Así de pequeño era Madrid

Ricardo Aguilera 20/04/2024

<p>La plaza Mayor, o plaza Multiusos, en Madrid. / <strong>R. A. </strong></p>

La plaza Mayor, o plaza Multiusos, en Madrid. / R. A. 

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PM: un acrónimo. Hay muchos, cada vez más. Una moda. Puede significar cualquier cosa: Policía Militar, ¡firmes!; Palma de Mallorca, en la matrículas antiguas; prometio, elemento número 61 de la tabla periódica; puta madre, lo cual puede ser bueno o malo, según se mire; puta mierda, lo que es malo hasta para los coprófagos; primer ministro en cualquier gabinete caga y vete… y así podríamos seguir indefinidamente. Pero lo que toca hoy es la PM de Madrid, esa plaza Mayor eternamente condenada a ser una plaza Multiusos. O sea, otra PM.

La plaza Mayor comenzó a ahormarse en el siglo XVI, en la confluencia de los caminos de Atocha y Toledo. Se la conocía entonces como plaza del Arrabal, o sea, que quedaba fuera de la villa medieval. Así de pequeño era Madrid. En ese cruce de caminos las carretas iban y venían con pepinos, tomates o huevos, y los vecinos se arremolinaban alrededor tintineando sus maravedíes. En 1560, Felipe II le hizo a esta ciudad la putada de designarla Villa y Corte, así que hubo que adecentar el lugar. Juan de Herrera fue el encargado de la remodelación, convirtiéndola en plaza porticada y diseñando su primer edificio con mucha miga: la Casa de la Panadería. 

Con el paso y el peso del tiempo, la plaza ha sufrido numerosos contratiempos, incendios y restauraciones. Eso sí, siempre ha sido fiel a su condición multiusos. Ha servido de mercado de abastos, escenario de autos de fe, marco infame de ejecuciones públicas y beatificaciones, lugar de cita de motines, mascaradas de carnaval, coso taurino, teatro popular, cabecera de líneas de tranvía, parking al aire libre, rastrillo filatélico-dominguero o mercadillo navideño para que se pierda Chencho una vez al año. La última novedad en su condición de plaza para todo la ha aportado el monosabio consistorial: cancha de tenis a cargo de una empresa privada, por supuesto. Creíamos que no se podía caer más bajo que aquel “relaxing café con leche” servido en botella, y resulta que desde el Ayuntamiento siguen excavando para reducir su talla física y moral. Ellos verán.

Pese a su aspecto de decorado, todavía hay vida en la PM. Muchos de sus 237 balcones son de viviendas particulares. Hubo un tiempo en que era un lujo; hoy es una tortura. La plaza es escenario recurrente del envenenamiento masivo de turistas en régimen de “paellador” o fritanga. En sus muchas terrazas no se ve un solo madrileño: peligro. También es lugar de cita de las hinchadas extranjerizantes, que disfrutan tirando monedas a las gitanas rumanas para que hagan el mono. El fútbol, ya se sabe, enseña en valores. Por el lado sur de la plaza abundan los retratistas veloces, los caricaturistas sañudos y los músicos a pie de adoquín. En medio de la plaza, rodeado de turistas persiguiendo un paraguas, encontramos a Felipe III en bronce, obra de Pietro de Tacca y Juan de Bolonia (1616). Tuvo que esperar a que Isabel II (1848), muy aficionada a las estatuas, le colocase a él y a su caballo en medio del cuadrilátero. Durante la II República, el rojerío le puso un petardo al noble bruto. Explotó y por un buraco de la tripa salieron multitud de huesecillos de gorriones. Restauraron la pieza y sellaron la boca del animal. El caballo ya no dice ni pío.

No todo fueron destrozos en la PM durante la república efímera. Fue entonces cuando la plaza se convirtió en un jardín público, lleno de parterres, árboles y fuentes: un lugar para el disfrute gratuito del personal. O sea, una aberración desde el punto de vista municipal vigente. El verde aguantó hasta el advenimiento del gris Wehrmacht del Conde de Mayalde y la Gestapo, que llegó con la motosierra, como Milei. En 1966 se completó la infamia poniendo la plaza patas arriba para construir el consabido parking subterráneo. La entrada peatonal a ese averno está en la puerta del Arco del Triunfo, que pese a lo rimbombante de su nombre es un pasadizo lóbrego donde pernoctan los muchos homeless que produce el sistema imperante en la capital del Reino. Penuria, peste, orines y un cajero automático para los tiques. Visítenlo. 

Ya que hablamos de las puertas de la PM, hagamos un recuento. Hay diez, pero solo unas pocas son notables. La más castiza es la del Arco de Cuchilleros, obra de Juan de Villanueva. Al pie de sus escalinatas de vértigo encontramos el restaurante Las Cuevas, eternamente custodiado por un propio disfrazado de bandolero. Un poco más adelante, otro restaurante, haciendo el pareado: Botín. Abierto al público desde 1725. Cochinillo, cordero y una placa que recuerda su paso por las páginas de Fortunata y Jacinta. Es caro. Si no se tienen perras, mejor la tasca de enfrente: Bodegas Ricla, vermú y variantes. La siguiente puerta a mano izquierda es la del Arco de Cofreros, que da a la calle Toledo. Por ahí vamos directos hacia Casa Herranz: cientos de alpargatas de todos los colores y una cola de turistas esperando para pisar sobre esparto. Un poco más adelante, Calzados Toledo: botos camperos, chirucas y pisacacas. Comercios a ras de suelo.  

Saliendo de la PM por el oeste, Puerta Ciudad Rodrigo. Nada más cruzarla, Casa Rua, un clásico del bocata de calamares. Más adelante, el Mercado de San Miguel: bellísimo con sus columnas de forja y sus cristaleras. Sin embargo, sufre el mal de la época: es un fake-mercado, amigo. No esperen encontrar pescaderías, carnicerías, ni verdulerías, sino docenas de gastro-bares abochinchados de guiris. Otro acrónimo: NPG, ni puta gracia. Al otro lado de la plaza, la Puerta de la Sal. Haciendo esquina, el Gato Negro, comercio histórico de lanas, y a su vera Casa Yustas: gorras, banderas nacionalcatólicas, ferralla militar y abanicos. Que corra el aire. Más allá de la puerta, la Posada del Peine, antaño castiza y cutre, hoy con cuatro estrellas. Otra puerta del lado este: Gerona. Por ahí damos a una plazuela con fuente, la de Orfeo. La original era de 1617, pero se fue a hacer puñetas en el siglo XIX. La de hoy es una reproducción encargada por la folclórica del Manzano para así poder tirar una fuente que había puesto ahí Tierno. La derecha española y sus miserias. Frente a Orfeo, el Palacio de Santa Ana, siglo XVII, obra de Juan Gómez de Mora. Ha sido cárcel (allí penó Lope de Vega), Sala de Alcaldes, Palacio de Justicia, Ministerio de Ultramar y hoy es una de las sedes del Ministerio de Exteriores. Desde allí salen los embajadores muy peripuestos para pasearse en carroza y enseñarle al reyecito unos papelotes que certifican que son, en efecto, embajadores, y no señores haciendo el ridículo con trajes de época. No conviene meter la pata en el concierto internacional: te quedas sin aplausos y bises.

Toda la PM y su entorno tiene la belleza de la historia, recovecos con encanto, rincones de sabor añejo y estampas de casticismo antiguo. Sin embargo, nada es real. Todo está bañado en oro falso, como los Trolex. El deterioro ya no es físico, el revoco no se viene abajo, sino de orden espiritual. La ley no escrita con tinta de papel moneda impera. La ciudad al servicio del negocio, no de sus habitantes. El tiempo de la gran substitución ha llegado: fuera vecinos, dentro turistas. Eso sí, el Ayuntamiento volcado en favor de un grupo no siempre bien visto: el colectivo de HDLGP. Otro acrónimo.

PM: un acrónimo. Hay muchos, cada vez más. Una moda. Puede significar cualquier cosa: Policía Militar, ¡firmes!; Palma de Mallorca, en la matrículas antiguas; prometio, elemento número 61 de la tabla periódica; puta madre, lo cual puede ser bueno o malo, según se mire; puta mierda, lo que es malo hasta...

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Autor >

Ricardo Aguilera

Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.

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1 comentario(s)

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  1. Marcoafrika

    Como de costumbre, fascinante descripción de la decadente PM, de la decadente capital del decadente reino. Un acrónimo, mas bien número nD, infinita acumulación histórica de infamia y decadencias. Muchas veces pienso como debe doler Madrid a los madrileños y con pocas esperanza de que llegue un cambio de verdad y entre aire y arte respirable en esa decadente villa y corte. Incluso a los no madrileños nos duele esa descripción tan exacta, realista y maldita. Genial, señor Aguilera.

    Hace 7 meses 1 horas 34 minutos

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