VISIONES CHAMÁNICAS (I)
Houllebecq y la ayahuasca
La experiencia alucinógena de la ayahuasca es la principal fuente de inspiración de numerosos pueblos de la Amazonia y de sus prodigiosos conocimientos botánicos
Alba E. Nivas 3/06/2024
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El chamán está sentado en postura de meditación. Canta. Alrededor todavía flota el humo del tabaco que ha exhalado sobre mi coronilla. Por unos momentos, el espacio se oscurece. Luego empiezo a percibir multitud de puntos de luz que se mueven desde todos los ángulos posibles. Hilos luminosos que atraviesan el espacio con creciente fluidez. Innumerables serpientes reticulares sincronizadas a su rítmico canturreo de abuelo. De pronto alza el mentón y su cabeza se transforma en la de una gigantesca anaconda que en un abrir y cerrar de ojos me engulle hacia el interior de su cuerpo. Desciendo vertiginosamente envuelta en una rosada luz tenue. Estoy rodeada de arañas e insectos que se mueven sin cesar en una coreografía fosforescente con la voz del chamán como único punto de referencia. Continúo descendiendo al tiempo que las visiones aumentan de tamaño. Convertida en un punto infinitesimal, me veo constantemente propulsada en un viaje celular por el interior de un cuerpo inconmensurable. Al cabo de unos instantes desemboco en una especie de aire líquido poblado de multitud de presencias azuladas, filamentos de plancton o huevos de peces, quién sabe, soy incapaz de fijar la vista. Me acerco a toda velocidad hacia un fondo sobre el que se adivina una figura mucho mayor que las otras. Un inmenso pájaro fosforescente. Soy imantada hacia su ojo y atravieso su pupila, caigo hacia un fondo negro y brillante que de pronto se transforma en una inmensa sala. Ahora estoy en una especie de edificio, una descomunal catedral hacia cuya bóveda asciendo muy rápidamente. En pocos segundos me veo proyectada fuera de la cúpula, luego flotando en la infinitud del espacio. A lo lejos se adivinan innumerables luces de espléndidos colores fríos, semejantes a estrellas o a cristales de nieve. Puras formas geométricas girando sobre sí mismas en un baile sin fin ni principio.
–Mamá, tengo hambre. Vámonos ya.
La voz de mi hijo me arranca los cascos de realidad virtual. Dejo de oír el canturreo del chamán. En la pantalla empiezan a desfilar los créditos. Por lo menos, he podido verlo hasta el final. Recojo la chaqueta y el bolso del suelo. Estoy ligeramente mareada.
Me fastidia el sucedáneo tecnológico, esa constante reducción de los sentidos a la experiencia puramente visual
Salimos de la exposición (Visions chamaniques. Arts de l'Ayahuasca en Amazonie péruvienne, comisariada por David Dupuis) y descendemos por la rampa interior del Museo Quai-Branly. En el suelo, multitud de palabras en lenguas desconocidas se arremolinan en una especie de riachuelo luminoso que nos acompaña hacia la salida. El diseño del pasillo es tan sofisticado que no acierto a localizar los proyectores. Mi hijo va dando saltos de un lado a otro jugando a esquivar las palabras. Está de buen humor, se ha salido con la suya. Mi irritación, en cambio, crece por momentos. Se nos ha hecho tarde, no me queda otro remedio que llevarle al restaurante chic del museo con la esperanza de que haya algo baratito que le calme el hambre para que no desfallezca en la bicicleta en el largo camino de vuelta. A mí la experiencia de inmersión virtual (1) me ha revuelto el estómago. Al artista no le faltan méritos. Las imágenes de síntesis son hermosas y sugerentes, la voz del chamán es cálida, su letanía misteriosa y a la vez reconfortante. Basada en su propia experiencia de ayahuasca, la recreación es plausible y bien ejecutada. Pero me fastidia el sucedáneo tecnológico, esa constante reducción de los sentidos a la experiencia puramente visual. En este caso el sonido tampoco arregla las cosas, más bien agudiza la mezcla de claustrofobia y melancolía que me provoca la realidad confinada tras el cristal líquido de las pantallas. A medida que desaparecen las especies vegetales y animales aumentan los fotógrafos de Naturaleza, constatación deprimente.
El jardín del museo etnográfico, salpicado de gramíneas y helechos, consigue desviar el rumbo de mis pensamientos. Con sus inmensas columnas metálicas, el edificio de Jean Nouvel es como una nave espacial que acabara de aterrizar, repleta de tesoros cosmológicos, en el páramo turístico que rodea a la Tour Eiffel. Dedicado a la conservación y la promoción de las artes extraeuropeas, el museo es además un importante centro de investigación antropológica. Alberga una “universidad popular” en la que se debaten los temas más candentes de la actualidad desde una perspectiva multicultural. Cada visita a este museo es un poderoso antídoto al etnocentrismo.
No deja de ser paradójico que mientras turistas de todo el mundo surcan los cielos para contemplar las obras de las vanguardias europeas del siglo XX, deglutidas y excretadas en millones de imanes de nevera, affiches y otros objetos decorativos amontonados en las boutiques de los museos aledaños, actualmente la intelligentsia parisina se precipita a visitar todo tipo de exposiciones sobre ecología, botánica y arte de los pueblos originarios (les peuples-racine, ‘pueblos raíz’, la expresión lo dice todo). En la penumbra de las salas, abarrotadas de felices y robustas jubiladas escandinavas y jóvenes norteamericanos encantados de haberse conocido, los rostros de Picasso, Duchamp o Max Ernst, iluminados por los focos, resultan de un candor desarmante.
El restaurante está repleto. Sondeo con la mirada si hay alguna posibilidad de self-service para comer algo barato pero no, hay que esperar a que el camarero nos atribuya una mesa. Nos toca hacer cola. Todavía indecisa, le pregunto al camarero si cree que tenemos para mucho rato. Con un rictus de desprecio, me responde en un tono tan educadamente agresivo que me quedo atónita. Pierdo la paciencia e intercambiamos unas palabritas. Mientras conduce a la mesa a los clientes que nos preceden, empiezo a criticarle en español subiendo progresivamente el tono. Temeroso de mis arrebatos ibéricos, mi hijo me mira con sonrojo suplicante. A medida que se acerca, cuento con que haya veraneado lo suficiente en España como para adivinar que lo estoy vilipendiando. “Entra al baño rápidamente que aquí no nos quedamos”, le digo a mi hijo. En ese momento siento la energía de una mirada a mi derecha. Me giro. Bon Dieu! La bestia negra de las letras francesas.
Elegir las lecturas es tan excitante como trazar el rumbo de una travesía marítima
Michel Houllebecq está sentado frente a la cristalera, en la imposibilidad de su isla. La última novela suya que leí fue Sumisión, al poco de instalarme en París. La seguí con interés, esquivando deportivamente las misoginadas, como en otras ocasiones. Al verle en persona, me las explico. No lo debe de haber tenido fácil con las mujeres, al menos hasta hacerse famoso. He leído alguna otra de sus novelas, pero hace ya mucho tiempo. Las he olvidado por completo. Solo recuerdo que las tramas estaban bien urdidas y de vez en cuando me provocaban una risa metálica y algo turbia. Tras la última decidí no volver a leer nada suyo, por falta de tiempo más que otra cosa. Lo encerré en el cajón de los escritores after-hours.
Pocas libertades tan secretas, satisfactorias y despóticas como la del lector o lectora. En un mundo que nos acosa con estimulaciones constantes, repleto de entes que buscan fagocitar nuestra atención con fines casi siempre mercantiles, leer es como echarse a la mar. Elegir las lecturas es tan excitante como trazar el rumbo de una travesía marítima. El destino final no tiene tanta importancia como esbozar un periplo, decidir los lugares en los que se está dispuesto a recalar y buscar el favor del viento. La inspiración que guía la singladura es crucial. Habrá quien se contente con navegar por navegar, aunque sea en crucero o en esos portaviones que se están poniendo de moda. No es mi caso. A medida que avanzo en años y las obligaciones se multiplican, la falta de tiempo me ha vuelto expeditiva. Si por alguna razón, arbitrariedad o impaciencia, un autor ha ido a parar al casillero de los after-hours, es prácticamente imposible que salga de ahí.
La cosa viene de lejos. Tengo en mi haber numerosas horas de danza extática en discotecas de la costa mediterránea y algunos clubs europeos. “Bailar es pensar con el cuerpo”, decía Nicanor Parra. La frase me gusta pero no sé si es cierta. En el pensamiento siempre hay algún tipo de limitación. Bailar en cambio expande la conciencia, o más bien facilita su desdoblamiento. Si son lo suficientemente intensos y sostenidos, el movimiento y la respiración consiguen que perdamos todo punto de referencia. El cuerpo sigue la pulsación del ritmo pero la mente accede a un espacio de dicha estable e impersonal que presentimos como nuestra identidad verdadera. Tal constatación es el privilegio de la juventud. Recuerdo aferrarme a aquella especie de estado de trance hasta que la luz del sol comenzaba a filtrarse por las cortinas plastificadas del recinto de baile. El amanecer era el destino final de aquella alucinación colectiva, de aquella pantomima del carnet de identidad a la que, no obstante, tocaba regresar. Era el momento de recibir al sol dándose un baño en el mar antes de regresar a casa de puntillas. En el interior, sin embargo, solían quedar unos cuantos contumaces after-hours. Deambulaban con la tez ligeramente verde y el rostro desencajado, desvariando entre vasos rotos. Me parecía incomprensible que se obstinaran en prolongar algo que no tenía futuro. Algunos pocos seguían bailando ensimismados frente a los focos pese a que ya no sonaba la música.
En una de las salas está expuesta la Dreamachine, una lámpara estroboscópica diseñada por el artista Bryan Gsin en los años 60 para inducir estados alterados de conciencia. Mirando la luz con los ojos cerrados, el cilindro gira a la misma frecuencia que el cerebro en las ondas alpha y supuestamente se ven patrones de colores que provocan una alucinación hipnagógica. Al parecer William Burroughs la utilizaba compulsivamente. Parte del recorrido de la exposición sigue los pasos del escritor en su búsqueda psicodélica, para quien la ayahuasca representaba the ultim fix, el subidón máximo. Las vitrinas exponen algunas de sus cartas a Allen Ginsberg, correspondencia que años más tarde terminaría reunida en el libro “Cartas de la ayahuasca”. Mezcla de literatura de viajes, epístolas y técnicas experimentales, el libro será un referente de la contracultura y de la literatura psicodélica. En las vitrinas aparecen citadas un par de frases –bastante decepcionantes– junto a una fotografía en blanco y negro de Burroughs posando en la selva amazónica con camisa blanca y casco colonial en la mano. Probablemente a su pesar, el autor será uno de los precursores del turismo chamánico contemporáneo.
Pese a que los protagonistas de Houllebecq me desagradan, en su mirada capto el brillo de curiosidad sistemática que tanto aprecio en los franceses. Sentado de espaldas a la gente, mirando el jardín con esa soledad ruidosa e inerme de los escritores, incluso me despierta simpatía. Ha venido por la dimetilriptamina –DMT–, deduzco, recordando que una de sus novelas se titula Serotonina. A lo mejor tiene tendencia a la depresión. A mí también me vendría bien un poco de serotonina. Y melatonina, oxitocina, progesterona, FSH o LH, a saber cuál de todas ellas tengo en niveles bajos, seguramente varias. Aunque trato de disimularlo, mis reacciones se debaten entre el sosiego y la furia. El lunático dictado hormonal es una de las más desconcertantes humillaciones femeninas.
Aunque trato de disimularlo, mis reacciones se debaten entre el sosiego y la furia
La bebida psicotrópica conocida como ayahuasca (Banisteriopsis Caapi) es una decocción de corteza de liana mezclada con otras hojas. Uno de sus principales componentes es la molécula alucinógena denominada DMT, una hormona que también es segregada de forma natural por el cerebro humano. Desde que el DMT fuera sintetizada en 1931 por el científico Richard Maske, la ciencia tiende a identificar ayahuasca y DMT, obviando otros alcaloides presentes en la bebida denominados harmala que son sumamente beneficiosos para la salud, pues estimulan la formación de nuevas neuronas y poseen efectos antiinflamatorios, antivirales, antitumorales y antifúngicos. Según un estudio, los muestrarios de ayahuasca preparados por los pueblos autóctonos contienen más alcaloides de este último tipo que los preparados en los centros de retiro chamánico destinados a la clientela occidental, cuyas preferencias se decantan por la mayor concentración alucinógena del DMT. Los gringos prefieren la televisión de la selva.
La ayahuasca vertebra la vida social de numerosos pueblos de la Amazonia no sólo como parte de la vida ceremonial relacionada con las iniciaciones chamánicas y guerreras, prácticas terapéuticas y relación con los ancestros y los muertos. Conforme reivindican ellos mismos, la experiencia alucinógena de la ayahuasca es la principal fuente de inspiración de sus creaciones artísticas y de sus prodigiosos conocimientos botánicos.
En unos paneles exteriores, me detengo a observar las fotografías en blanco y negro de los shipibo-konipo posando con dignidad ancestral para la cámara de David Díaz Gonzales. En sus miradas, teñidas de desconfianza, percibo la insondable distancia que nos separa. Pese a que desde los gabinetes de curiosidades del siglo XVII la mirada europea sobre los pueblos originarios ha evolucionado notablemente, mucho me temo que la suficiencia nos impida descifrar el enigma que representan. En nuestra sociedad secular, decía Roberto Calasso, la imaginación se ha amputado a sí misma. Ha dejado de buscar significados más allá de su propio interior y por ello se ha condenado a la superstición de sí misma, la más difícil de percibir y de superar.
Salimos del recinto del museo y nos dirigimos hacia el párking de las bicicletas. Al quitar el candado me viene a la cabeza la escena del restaurante. Me arrepiento de no haberme acercado a preguntarle a Houllebecq: “Michel, mon frère, ¿qué te ha parecido la serpiente?”.
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Notas:
(1) Recreación aproximada de la experiencia de inmersión virtual “Ayahuasca (Kosmik Journey)”, de Jan Kounen, 2019.
El chamán está sentado en postura de meditación. Canta. Alrededor todavía flota el humo del tabaco que ha exhalado sobre mi coronilla. Por unos momentos, el espacio se oscurece. Luego empiezo a percibir multitud de puntos de luz que se mueven desde todos los ángulos posibles. Hilos luminosos que atraviesan el...
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Alba E. Nivas
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