Dominación
Nuestra tarea de cariño
Sobre nuestra parte de responsabilidad en los abusos y absurdos laborales
Mario Amadas 30/06/2024
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Continuamente el poder nos amedrenta, pero tenemos que ser capaces de pasarle por encima. Deshacer, matar ese abuso de autoridad.
Lupe Gómez, Tus dedos en mi braga con regla
Siempre responsabilizo a la empresa de los males de este mundo. Y creo que tengo razón, francamente, entre otras cosas porque es una estructura de poder que impone sus decisiones sin justificar nunca nada, porque determina procedimientos ineficaces, radicalmente absurdos, y porque es capaz de enchufar –aunque esto ya sea algo menor y secundario– al amigo del amigo de su primo segundo en plantilla, y, sobre todo, porque consigue salir siempre impune de esas prácticas abusivas que tanto adora. Así que sí: la empresa, como inmensa organización paramilitar que es, tiene el peso de la responsabilidad, lo que Chomsky llama siempre “the burden of proof”, el peso de la responsabilidad de demostrar que lo que hace está bien y es justo. Que no se impone por la fuerza ni se regodea en la arbitrariedad de sus decisiones. Y ante ese reto moral siempre falla.
Esto no debería ser ninguna sorpresa.
Pero por aquí revolotea otro pájaro cantor para recordarnos que nosotros también tenemos nuestra parte de responsabilidad. Nada, absolutamente nada, comparado con la que tienen las empresas, pero igualmente hay algo que decir sobre todo esto, por algo se acerca ese pájaro al oído: quiere avisarnos de que la crítica unidireccional, la que no tiene en cuenta nuestra parte de responsabilidad, está coja y no ayuda a ver los detalles de lo que se critica. ¿De qué estoy hablando? Bueno. Pondré un ejemplo inventado pero real. Cuando se incorporó a la empresa, a principios de año, el nuevo personal, unos compañeros se dieron cuenta de que, por una de esas cosas de la vida que a veces pasan, a uno de los recién llegados le faltaba la almohadilla para el ratón del ordenador. Nada grave, ¿no? Pero quienes se dieron cuenta no se atrevieron a preguntar, no quisieron ir a quien toma las decisiones a pedirle una alfombrilla, o a decirle, simplemente, que a una de las nuevas incorporaciones le faltaba esa pieza (no fundamental) del trabajo, por algo que explicaron sin que nadie les preguntase, supongo que conscientes de lo significativo y revelador de su actitud: no quiero ser yo el que pregunte. No quiero que me miren mal por pedir algo. No me atrevo a preguntar.
Qué fácil es imponer chorradas cuando quien está delante no me preguntará por agua cuando tenga sed
Todos sabemos que esto pasa y que es normal que pase. El trabajo no es un espacio amable que te invite a preguntar; es un entorno carnicero en el que si preguntas no digo ya más de la cuenta sino si preguntas algo sólo porque no lo sabes, puedes recibir, como excepción, una respuesta cortés, informativa, o, lo que es más probable, el tan conocido ‘esto ya lo tendrías que saber’. Que va acompañado de un suspiro de impaciencia y decepción que te hace sentir mal por preguntar. Que te hace sentir culpable. Y la consecuencia es: no preguntaré más. ¿Para qué? Y entonces llega la autocensura, el mutismo y la represión de mi palabra, y por tanto la responsabilidad de nuestro silencio recae, como un ouroboros de culpa laboral, en la empresa.
Pero aunque eso sea así y la reacción se entienda y sea, en última instancia, todo culpa de la empresa (porque nuestra negativa a hablar es reacción a una idiosincrasia dictatorial), nosotros, como dice la poeta Lupe Gómez, tenemos nuestra parte de responsabilidad. Tenemos que atrevernos a pedir lo que necesitamos, como Oliver Twist cuando se levanta a pedir un poco más de sopa en el comedor. Porque con actitudes serviles, de mascotas amaestradas, como la de no pedir una pieza oficinesca para alguien que acaba de llegar, estamos facilitando la tarea de la jefatura, le estamos allanando el camino de la autoridad total. Qué fácil es imponer absurdos y chorradas cuando quien está delante no me preguntará por agua cuando tenga sed.
¿Dónde está la solución? A ver. Esto no es sencillo. Lo primero sería crear un clima y un ambiente distendido en el que pudiésemos hablar, en el que pedir una almohadilla para el ratón del ordenador no se viera como un acto temerario sino sólo como el pedacito de sentido común que se necesita para poder crear un sistema nervioso de diálogo horizontal, creativo. Donde todo sea fácil y sencillo. Y para eso se necesita la colaboración de la empresa, también, cosa difícil, como sabemos, entre otras cosas porque, en todos los sitios, olvidables y cutres, en los que he trabajado, jamás he visto que las estructuras de poder tengan una voluntad real de escuchar, de ceder la palabra a la multitud trabajadora y de que al cederla acepten que la palabra del otro, de los otros, también pueda ser creativa, igual que la suya. No hay nada de esto. Sólo intimidación, ordenancismo e impunidad. Se necesitaría crear una red de complicidad y diálogo horizontal que hiciese sentir cómoda a la gente, abierta a hablar y preguntar.
Y como esa colaboración que menciono no creo que pase ni haya pasado más que como lamentable excepción, nos tendremos que armar de valor. Cansados ya y faltos de esperanza, nos tendremos que atrever a preguntar o a pedir lo que es justo, como Oliver Twist cuando se quedó con hambre aquel día en el comedor del orfanato. Exigir. Porque nuestro silencio es culpa de la empresa, cierto, ya está todo bien orquestado para que callemos, pero, aunque eso sea así, nuestro silencio también es cómplice de los abusos. Los incita. Y por eso, si alguien te sale con malas palabras, tocará ir a la puerta de RRHH, que para algo está, y ver qué se puede hacer con el cargo que te ha afeado el gesto de hablar o pedir lo que es justo. No sé si esto es la solución. Pero nuestra parte de responsabilidad es darnos cuenta de lo necesaria que es la palabra, armarse de valor, aceptar el paro como consecuencia o, en el mejor de los casos, el ninguneo y la burla, y aun así decir. Algo. Aunque sea poco.
Continuamente el poder nos amedrenta, pero tenemos que ser capaces de pasarle por encima. Deshacer, matar ese abuso de autoridad.
Lupe Gómez, Tus dedos en mi braga con regla
Siempre responsabilizo a la empresa de los males de este mundo. Y creo que...
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Mario Amadas
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