En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Pax era hija de Júpiter y de Justicia, hermana de Concordia y de Disciplina, y sus atributos eran su propia belleza, una cornucopia, y un rhyton, un vaso peculiar con el que beber en las ceremonias. Su paralelo en Grecia era Irene, la bella hija de Zeus y de Tenis, diosa antigua, preolímpica, mucho más vieja que Zeus, que fue adorada como diosa de la Justicia, pero también como diosa de algo que no siempre viene de la mano de la Justicia, y que no emana de ninguna ley o código, sino de la voluntad de las personas: la Equidad. Al contrario que Irene, Pax era una diosa sumamente menor, casi desconocida, sin templo o lugar de culto. En tiempos de paz, nadie en Roma adoraba o nombraba a Pax, sino que, simplemente, se cerraban las puertas del templo de Jano, ese dios de dos caras absolutamente romano, sin paralelismos helenos, inventor del dinero, la negociación, la agricultura, y que solía tutelar los buenos finales. Las puertas del templo de Jano, quizás por todo ello, se abrían solo en tiempo de guerra. Por eso resultó sorprendente, tal vez radical, revolucionario, que, de pronto, Augusto, el primer emperador, ordenara construir un altar a Pax, el Ara Pacis, en el lado oeste de la Vía Flaminia, en el Campo de Marte, donde en algún momento había habido un altar a Marte, el dios de la guerra cuya espada nunca se cansa. El Ara Pacis, el Altar de la Paz, tuvo que ser construido sobre el 10 aC. Como se puede observar hoy, posee dos entradas. Una para las personas, otra, detrás, para los animales vivos, que avanzarían hacia el sacrificio con esos ojos de los animales previos a la muerte, cuando la intuyen y ganan una expresión de inteligencia dramática. La entrada para personas quedaba copada, cada año, coincidiendo con la onomástica de Augusto, por la sombra alargada de un monolito próximo. En las paredes del Ara Pacis están esculpidos Eneas, Gea –la Tierra–, genios y frutos y animales que hacen alusión a la prosperidad que, comúnmente, se asocia a la paz. En uno de sus laterales aparece la familia imperial. Toda. Aún cercana, aún reconocible, caminando de manera formalmente informal en un acto religioso y cuidando, en ese trance, a sus hijos pequeños. En el centro, ataviado como sacerdote, aparece, sin más diferenciación, el propio Augusto. Inspirados en Fidias, se ha llegado a decir que los bajorrelieves del Ara Pacis son la culminación del arte de los relieves. Y, en efecto, cuando observas esa obra es imposible no quedar impresionado por la suavidad de su rotundidad. La sensación, cuando uno ve ese monumento, es que está en el centro de algo, en un punto, en un eje del mundo, importantísimo, pero hoy olvidado. Y, en efecto, es literalmente así.
Ese monumento fue la construcción que señaló, de manera solemne, el inicio de la Pax Romana, como la llamó Augusto, si bien su inicio formal fue una década antes, al finalizar las campañas contra los cántabros y los astures, en Hispania. La Pax Romana duraría dos siglos. En ese periodo no hubo grandes conflictos internos y sí que hubo una cierta estabilidad política. Pero lo que no hubo, de ninguna manera, fue paz, al punto de que las puertas del templo de Jano tan solo se cerraron, en todo ese periodo, en tres ocasiones. Poco, muy poco, nada. La prueba de que la paz tan solo fue una palabra y un monumento, la prueba de que el conflicto fue precisamente intenso, desmesurado, sangriento, sin precedentes en la historia del mundo, somos nosotros. De Portugal a Rumanía hablamos una suerte de latín, lo que es la confirmación de que la violencia romana fue feroz y llegó a acabar con casi todas las lenguas de esa gran extensión de territorio. Tanta violencia otorga al Ara Pacis una doble originalidad turbadora. No solo se trata de un gran mentira, sino que esa gran mentira transcurrió, precisamente, en nuestra lengua, al punto que nuestra lengua nació para transportar en su interior esa gran mentira, hoy olvidada. El Ara Pacis, a su vez, fue olvidado con el cristianismo, si bien fue redescubierto a principios del siglo XX y reconstruido en los años 30. Por Mussolini. Mussolini, en fin, ya conocía por entonces el Gran Secreto: que en el interior de la lengua hay una mentira grande y colosal y antigua, fosilizada, lo que es la prueba de que las lenguas pueden albergar muchas mentiras más. Tal vez, todas. Hoy, el secreto ha trascendido. La mentira, sin altares, sin citas de Fidias, sin el esfuerzo de crear belleza, es el centro, un punto, un eje. Es, otra vez, el mundo y la lengua.
Pax era hija de Júpiter y de Justicia, hermana de Concordia y de Disciplina, y sus atributos eran su propia belleza, una cornucopia, y un rhyton, un vaso peculiar con el que beber en las ceremonias. Su paralelo en Grecia era Irene, la bella hija de Zeus y de Tenis, diosa antigua, preolímpica, mucho más vieja que...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí