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Recuerdo que, cuando era muy pequeño, entre las visitas que venían a casa, había una mujer anciana, pero vivaracha. Ágil, rápida, con el pelo corto y completamente blanco, tenía los ojos –y esa era la única particularidad física que me llamaba la atención– absolutamente diminutos. Vestía de negro. Como todas las mujeres de mi familia, cuando traspasaban cierta edad. Hoy, todas ellas han desaparecido. Todos éramos primos, y nos llamábamos así. Lo que no era cierto. En ocasiones ni siquiera había consanguinidad alguna entre nosotros, lo que nos permite ser, aún en este instante, una familia extensa y, a la vez, extinta. Aquella mujer venía agarrada de la mano de su hermana, que también vestía de negro, si bien su comportamiento y actitud eran diferentes. Parecía mayor que ella, y se quedaba a hablar con los adultos. Su hermana pequeña, por lo contrario, apenas les saludaba, sino que venía directamente con nosotros, con el ansia del juego en la mirada, aquel lenguaje mudo de los niños, que evita protocolos, tiempo y palabras ante el juego. La recuerdo jugando con nosotros toda la tarde, apasionada, si bien inventándose y cambiando las reglas de los juegos en cada momento. Cuando veía un tebeo que le gustaba de una manera particular, lo escondía debajo de su falda, como si no viéramos lo que hacía. Solo años después, ya adulto, un día que hablaba con mi madre de esos recuerdos incompletos y en blanco y negro, mi madre me explicó que se trataba de una prima con síndrome de Down. Me sorprendió, y a la vez me complació, que nunca se me hubiera comunicado ese u otro dato sobre ella en la niñez. Tampoco se lo habían comunicado, lo comprendía en ese momento, a ella. Por su ropa –negra, como la de todas ellas– se veía que había sido tratada con igualdad. Por los tebeos robados, sabía que carecía de especial control, acecho o vigilancia. Por sus ganas imparables de jugar, sabía que era feliz, de manera innegociable. Por el hecho mismo de su dominio del lenguaje, de que pudiera hacer trampas, inventarse reglas nuevas en los juegos, sabía que había sido educada y dotada del tesoro de la palabra, supongo que en su propia casa, algo poco común en su generación. Por todo ello, supe que aquella mujer era algo más profundo que, incluso, ella misma. Era, tal vez, un mensaje antiguo.
Por entonces, había visto mensajes parecidos en puntos lejanos de Sudamérica y Asia. Hombres, mujeres, nacidos diferentes, y cuidados con deferencia y predilección, en ocasiones con un tratamiento divino. A veces, desconocidos se arrodillaban ante ellos, a su paso, y les besaban las manos, suplicantes, pidiéndoles algo intangible, que parecían recibir. De alguna manera, esas personas eran una muestra, un mensaje de los dioses con el que nos explicaban algo sobre nosotros mismos, que se cuidaron muy mucho de comunicárnoslo de manera diáfana y con palabras. Las primeras tumbas encontradas de Sapiens con más cromosomas de lo habitual no son muy antiguas. Unos 5.000 años. Se trata de niños de pocos meses, tratados con consideración y respeto, como es perceptible en sus enterramientos, diferenciados y más detallistas de lo común. Los restos más antiguos del género Homo no son de nuestra especie, sino neandertales. Recientemente se ha comunicado el hallazgo de los restos, de entre 146.000 y 250.000 años, de un niño neandertal con síndrome de Down, que llegó a alcanzar los seis años de edad –algo sorprendente; hasta inicios del siglo XX la media de edad de un individuo con síndrome de Down era de nueve años–. Se trata de un niño cuyos huesos hablan de una vida de imposible autonomía, que tuvo que ser cuidado por todo el grupo. Se podría pensar, por tanto, que cuidar de la persona sin autonomía es una seña de nuestro género, los humanos. Pero parece ser una huella anterior. En 2014 se documentó otro caso de entrega, que antecede a nuestra especie de manera más rigurosa. Se trata de un chimpancé con síndrome de Down, que no fue rechazado por su grupo –los chimpancés, que pueden matar, sorpresivamente y con acopio de violencia, a cualquiera de sus miembros, respetaron y aceptaron a aquel pequeño chimpancé–. Su madre, además, dejó de ser cuadrúpeda, para pasar a ser trípode, con el fin de transportar asida, todo el rato, a su cría, que no podía aprehenderse por sí sola. Esa postura, antinatural y continuada, impidió a la madre alimentarse de manera razonable. Solo pudo hacerlo gracias a otra hija, que –nunca se había documentado eso– tutelaba a su hermana, mientras su madre se alimentaba. La cría llegó a vivir 23 meses, algo inusitado. Se podría pensar, por todo ello, que hay un hilo incuestionable de piedad, de empatía, que nos recorre desde mucho antes de ser bípedos. O no, tal vez solo disponemos, desde tiempos inmemoriales, de la posibilidad de ese fabuloso compromiso con el débil. Llegados a la eventualidad de un contacto con alguien que, en ese sentido, es diferente a nosotros, tendemos a reconocer al diferente como humano, de manera que tan solo observamos que tiene, por ejemplo, los ojos más pequeños. Y no tomamos la decisión de cuidarle, sino que, simplemente, lo hacemos. La ternura no sería, entonces, una decisión, un compromiso, un innegociable feroz, sino tan sólo la probabilidad más habitual y menos estridente, una suerte de hábito milenario. La comprensión de un mensaje antiguo, que por lo que sea nos caló y copó, antes ya de la palabra. La decisión, la apuesta, lo sorprendente, sería más bien lo contrario, la negación de la ayuda y del cuidado, el desprecio del mensaje antiguo. He empezado a escribir estas líneas para, precisamente, recordar la importancia de este comportamiento carente de épica, poco espectacular, que otorga, por sí mismo, la épica y la espectacularidad a su contrario, a su aplazamiento: al hecho de negar la ayuda y el juego al otro.
Eso, extraordinariamente singular y excepcional, es precisamente lo que pasó hace cuatro años, cuando, en una pandemia, dos gobiernos europeos negaron, por escrito, la asistencia al débil. Hannah Arendt hablaba de la muerte de la empatía humana como uno de los primeros y más reveladores signos de una cultura a punto de caer en la barbarie. Y eso es lo que pasó hace cuatro años. Lo que es algo sumamente importante, al punto que he utilizado fósiles y los fósiles de mi propia memoria, para visualizar la excepcionalidad de lo ocurrido. Cuatro años después de aquella excepcionalidad, están pasando cosas en Europa y en el mundo, ya no excepcionales, sino que explican lo cotidiano. Y creo, y tengo fósiles para ver esa evolución, que todo ello ya es la barbarie de la que habla Arendt.
Recuerdo que, cuando era muy pequeño, entre las visitas que venían a casa, había una mujer anciana, pero vivaracha. Ágil, rápida, con el pelo corto y completamente blanco, tenía los ojos –y esa era la única particularidad física que me llamaba la atención– absolutamente diminutos. Vestía de negro. Como todas las...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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