Madrí, zona de obras
Santa Ana Mártir
En 1925 se convirtió en la primera plaza peatonal de la capital, bendecida con unos jardines a cargo de Cecilio Rodríguez, artista de la verdura. A partir de ahí, la lucha contra la naturaleza urbana fue implacable
Ricardo Aguilera 23/07/2024
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La dendrofobia –del griego dendron, árbol; y fobia, pánico– es un trastorno psicótico extremadamente raro. Bueno, raro a menos que se sea miembro del consistorio madrileño, donde hace estragos. La noticia está en los mentideros: el renacuajo va ahora a por los escasos árboles que le quedan a la plaza de Santa Ana, madre de la Virgen y mártir por las ramas. ¿Qué le habrá hecho la vegetación a este hombrecillo?
La plaza de Santa Ana se abrió hueco en el callejero de la ciudad, en 1810, sobre los terrenos del monasterio, los jardines y los huertos de las Carmelitas Descalzas de San José y Santa Ana. En seguida se convirtió en lugar preferente del personal a pie de barra. Mesonero Romanos la bautizó como “paraíso de las tascas”, y remató llamándola “cementerio de las gambas”, por la cantidad de cáscaras de este crustáceo que alfombraban la solería de los bares. En 1925 se convirtió en la primera plaza peatonal de la capital, y además fue bendecida con el diseño de unos jardines a cargo de Cecilio Rodríguez, artista de la verdura. Ese fue su cenit. A partir de ahí, la lucha contra la naturaleza urbana fue implacable. Con el advenimiento de los bárbaros, se produjo la primera exfoliación. Herrero de Palacios, por entonces director municipal de parques y jardines, desenfundó la motosierra y taló buena parte de los árboles, delineando dos amplios pasillos para que el personal desfilara prietas las filas entre los jardines mutilados de Don Cecilio. En 1967, bajo la mirada sanguinolenta de Arias Navarro, se construyó el consabido parking subterráneo, y con él cayó el último cedro que quedaba en pie. En 2001, con Álvarez del Manzano en la alcaldía, se volvió a remodelar la plaza, royendo los restos de jardín que quedaban y convirtiéndola en un solar. Poco después fueron plantados unos raquíticos plátanos y cuatro cipreses simbólicos. Esos supervivientes son los que van a caer bajo las dentelladas asimétricas del enano arboricida. Para esta gente todo lo verde sobra, a menos que sea verde caqui.
En esos cacareados años 80, la plaza se convirtió en mercadillo espontáneo de artesanos. Ángel Matanzo los echó a fuerza de cargas policiales
Pasear hoy por la plaza de Santa Ana es llorar un poco. A la ristra de bares que ya había en la zona, se han sumado otras docenas más para cumplimentar la mutación de Madrid en parque temático del turismo dipsómano. Continúa la Cervecería Alemana, con cerveza bien tirada, pero hay que hacer cola para sentarse dentro, fuera o incluso para quedarse de pie. Uno de los beneficios de vivir en libertad. También permanece el tablao por excelencia, Villa Rosa, aunque reconvertido empresarialmente en una franquicia flamenca, dos términos que uno jamás hubiera pensado que pudieran casar. En la fachada se mantienen los paneles de azulejería sevillana, obra de Alonso Romero Mesa. Menos mal. Antes de ser el tablao que han pisado todos los grandes del flamenco, Villa Rosa no era más que una tasca. El tablao fetén era Los Gabrieles, muy cercano, en la calle Echegaray. Allí compadreaban terratenientes y toreros, políticos y flamencos. También era la oficina nocturna de Primo de Rivera y el garito predilecto de un tal Alfonso que hacía el número trece. En su sótano se organizaban saraos de “desnudos toreros”: meretrices enseñando los pitones a lo más rijoso de la aristocracia a cambio de una perrillas. Poco hemos avanzado en este sentido. Un buen día, Don Antonio Chacón, patriarca del cante, se fue de Los Gabrieles a Villa Rosa, y tras él marchó la afición como ratones tras el flautista de Hamelín. Olé. Durante los 80, el local estuvo cerrado y con futuro incierto. Almodóvar aprovechó el impasse para rodar allí unas escenas de Tacones Lejanos, con un Miguel Bosé y una Victoria Abril que todavía no presentaban síntomas claros de locura dextrógira. Menos olé.
En esos cacareados años 80, la plaza se convirtió en mercadillo espontáneo de artesanos. Todo tipo de quincalla retro-hippie se vendía en mesitas plegables atendidas por gente de luengas cabelleras. Aquel mercadeo ajeno a las leyes del mercado llamó la atención del sheriff de Madrid, a la sazón Ángel Matanzo, concejal del distrito centro por la gracia de Dios. Populista, ultraderechista y amo de la pista, Matanzo echó a los feriantes a fuerza de cargas policiales. Una vez despejada la plaza de piojosos, los bares de la zona consiguieron licencia municipal para ampliar sus terrazas, previo pago de la correspondiente tasa. El negocio volvía a manos de la gente de bien. Hoy día apenas hay bancos públicos en toda la plaza. Y sin sombra. Si quieres sentarte en condiciones hay que abonar la consumición. La libertad, otra vez.
El edificio principal del lugar es el Teatro Español, en el fondo este de la plaza. Como ha ardido varias veces, y otras tantas ha sido reconstruido bajo distintas manos, referiremos solo el último arquitecto: Román Guerrero. Y fue una suerte, porque este caballero se hizo, además, con la concesión municipal para la gestión del teatro, al que era muy aficionado. Tanto es así, que luego le pasó los trastos a su hija, la actriz María Guerrero, empezando así una tradición de directores íntimamente ligados al mundo de las tablas que llega hasta nuestros días. Como la cultura no hace buenas migas con el fascismo, el teatro siempre estuvo en el punto de mira del régimen. Un ejemplo. Cuando Marsillach estrenó “Marat Sade” en el Español, lo tuvo que hacer bajo un fuerte cordón policial, que estaba allí únicamente para asustar a los asistentes como si fueran el Coco. Lo eran.
Mirando de frente al teatro encontramos a Lorca, de pie y en bronce, obra de Julio López Hernández (1986). El poeta ofrece a las tablas una alondra que parece remontar el vuelo desde sus manos. Desgraciadamente, el pajarito original voló, en efecto, pero para caer en las garras de alguno de los muchos cazurros de nuestras extremas derechas, que ya no se sabe ni cuantas son. La estatua de Lorca sigue siendo vandalizada cíclicamente por el odio incontenible de la parte bestial de esta España mía, esta España nuestra. En el extremo oeste de la plaza encontramos otro literato, Calderón de la Barca, sedente entre las volutas dóricas de su sólido monumento de mármol. Nadie se mete con él, lo que demuestra las pocas lecturas de los hooligans de la banderita. Cuando Franco, Franco, Franco tomó Madrid, en el Teatro Español se representaba una obra de Calderón: “El alcalde de Zalamea”, cuyo libreto va de la necesaria preeminencia del poder civil sobre el militar para el buen funcionamiento de la cosa pública. Hubo que cortar las funciones inmediatamente. ¡Ar!
La otra pieza singular de la plaza de Santa Ana es el estilizado edificio Simeón, que recibe su nombre por haber albergado durante décadas esa empresa pionera de los grandes almacenes. Se trata de una obra de Jesús Carrasco Muñoz de la Encina, y se inauguró en 1923. Su blanquísima fachada sugiere un estilo ecléctico que, sin embargo, acaba decantándose por un modernismo de mirada gótica. En la esquina con la Plaza del Ángel, luce un remate astifino en forma de pináculo revestido de pizarra. Sus grandes miradores acristalados eran antaño escaparates de los susodichos almacenes. Hoy son el gozo de los turistas que se solazan en el reconvertido Hotel Victoria. Antes de que llegasen los guiris al por mayor, allí se vestían los toreros que iban camino de las Ventas, y el único acento extranjerizante que se oía era el de Hemingway, cliente habitual. Hoy, pasear por la plaza es lo más parecido a hacer un curso acelerado de idiomas: “por favour, ¿puide osted desirme dounde es miuseou del prrradou?”.
La dendrofobia –del griego dendron, árbol; y fobia, pánico– es un trastorno psicótico extremadamente raro. Bueno, raro a menos que se sea miembro del consistorio madrileño, donde hace estragos. La noticia está en los mentideros: el renacuajo va ahora a por los escasos árboles que le quedan a la plaza de Santa...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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