contemporánea
Notas sobre la lectura de los clásicos en el siglo XXI
El peso y los efectos de los prejuicios
Patrick Stasny 29/09/2024
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Cuando recientemente decidí leer Moby Dick por primera vez, me acordé de la famosa cita de Borges en la que define a los clásicos como libros a los que nos acercamos con “previo fervor y misteriosa lealtad”. Comprobé con gusto que la observación, que he invocado una y otra vez al tratar con una obra maestra, seguía siendo cierta; mientras contemplaba la lectura del clásico de Melville crecían en mí ese fervor anticipado y esa misteriosa lealtad, sensaciones inevitables al verme ante una obra cumbre, una de las mayores épicas nunca escritas. Pero también notaba, paralelamente a los sentimientos que describe Borges, una cierta reserva, una sensación nueva que, como una corriente subterránea, frenaba o que al menos matizaba mi entusiasmo. ¿Qué era? ¿Qué significaba?
Lo primero que se me ocurrió fue que esa sensación tuviera algo que ver con la longitud de la novela. Es cierto que en los “tochos” –libros suficientemente pesados como para sostener una puerta– hay algo que enfría el entusiasmo de casi cualquier lector, salvo, tal vez, de ciertos ingenieros ilustrados que pasan sus tardes en compañía de grandes novelas del siglo XIX, un fenómeno extraño y digno de admiración que un día será estudiado como una de las excentricidades de nuestros tiempos. Un libro grueso implica de por sí un nivel de compromiso que puede resultar intimidante, particularmente en esta época de placeres rápidos y sencillos, en que la búsqueda de gratificaciones instantáneas coloniza cada vez más nuestra capacidad de atención. Creo que el mismo Borges dice en algún lado que la longitud de las novelas no coincide con la brevedad de la vida.
Sin embargo, esta explicación no terminaba de convencerme, y, con el origen de mis reservas sin identificar, volví a la fórmula de Borges. Tal vez lo más interesante de la expresión “fervor previo y misteriosa lealtad” sea la originalidad con la que en su momento intervino en la cuestión de lo clásico. “¿Qué es un clásico?” es una pregunta tópica (o típica) de la crítica literaria, a la que han respondido autores tan notables como Goethe, Sainte-Beuve o T. S. Eliot, pero Borges logró renovar el debate al enfocarse no tanto en lo que un clásico es en sí, sino en cómo nos interpela antes de leerlo. En otras palabras, él fue el primero en interesarse en el fenómeno “meta” de lo concerniente a nuestra predisposición respecto a los libros clásicos, de cómo los prejuicios (inevitables) condicionan la lectura antes de que ésta pueda justificarse por sí misma. Un clásico, según Borges, no es más que un libro para el que reservamos una actitud especial.
Un clásico, según Borges, no es más que un libro para el que reservamos una actitud especial
La definición de Borges, pensé, coincidía con mi experiencia de lectura a lo largo de los años. Durante mucho tiempo he sentido que los clásicos son los libros más agradecidos de leer, no tanto porque sean intrínsecamente mejores, sino porque la tradición y el murmullo de fondo de la cultura nos predisponen favorablemente a su lectura. A un clásico vamos, en cierto modo, en calidad de aprendices o vasallos (esa “misteriosa lealtad”), porque reconocemos de antemano su grandeza y su importancia en la historia de la literatura, o sus aportaciones a la tradición. Nuestros ojos son también más receptivos (el “fervor previo”) porque intuimos que tienen algo importante que aportarnos, que contienen el potencial de conmovernos profundamente, ya sea emocional, intelectual o moralmente. Los libros contemporáneos, en cambio, deben ganarse el favor del lector página a página, frase a frase. Si un clásico no nos gusta, frecuentemente justificamos el disgusto con un “no es para mí”, “me ha costado leerlo”, o “no lo he entendido”; con un contemporáneo, en cambio, tendemos a ser menos compasivos: la sentencia “es un mal libro” es a menudo todo lo que obtienen de nuestra parte.
Recientemente, sin embargo, he sentido modificarse esta postura mía. A medida que he ido incluyendo dimensiones políticas e históricas a mi reflexión sobre la experiencia de lectura, y que he ido exponiéndome más a ciertos circuitos de la cultura contemporánea, se me ha ido haciendo más difícil sostener ese “previo fervor y misteriosa lealtad” que solía anunciar la presencia de un clásico en mi lista de lectura. En la antesala de Moby Dick, noté que eran estas reticencias las que volvían a anunciarse: ¿Por qué entregarme al fervor y la lealtad? ¿No estaría romantizando, de forma injustificada, la literatura clásica? ¿Qué había hecho ese libro para ganarse mi favor? ¿Por qué le confería a la tradición la autoridad de asegurarme su importancia? ¿No es toda autoridad infundada? ¿Acaso la palabra lealtad no parece algo anticuada y principesca, e incluso sospechosa?
Es posible, pensé entonces, que la frase de Borges pertenezca a otra época, a unos tiempos más favorablemente dispuestos a la tradición, con una estima más alta del pasado y con una opinión generalmente menos crítica de lo que constituye la alta cultura. Al fin y al cabo, Borges escribió su ensayo Sobre los clásicos en 1965, y desde entonces las cosas han cambiado bastante. En 2024, ser intelectualmente respetable pasa menos por haber adquirido un alto nivel de erudición que por cultivar una sospecha crítica hacia todo lo que suene a clásico, tradicional o canónico. Paralelamente, las evoluciones tecnológicas de medios como el cine, la televisión y sobre todo internet han hecho de la literatura en general algo demodé, y de la literatura clásica en particular una ruina fosilizada. Incluso aquellos a quienes nos gusta leer no somos extraños a la sombra de esnobismo que inevitablemente se proyecta sobre quienes leen un libro antiguo. ¿Por qué dedicarle tantas horas a la lectura de una narración de un ballenero norteamericano del siglo XIX? ¿No deberías consumir cultura con tu móvil? Y, de querer leer, ¿no deberías estar leyendo sobre cuestiones relacionadas con el cambio climático, con el movimiento queer o las redes sociales?
La lectura de clásicos, en su concepción renacentista original, tenía que ver con la práctica de un tipo de amistad atemporal
La lectura de clásicos, en su concepción renacentista original (y antes, a través de Petrarca), tenía que ver con la práctica de un cierto tipo de amistad atemporal. Uno podía hacerse amigo de Platón o Séneca al involucrarse en la lectura de sus textos. La idea era que se podía “escuchar con los ojos a los muertos”, y no sólo escuchar: a los muertos podía respondérseles con la escritura, como capturó el poeta Jean Paul con su expresión “los libros son cartas gruesas a amigos”. La amistad se entendía en esta tradición como una relación con potencial para trascender las épocas, indiferente al cambio y al paso de los años. Nietzsche añadió un nivel de complejidad a todo esto al hablar de “escribir para mis amigos, a pesar de no tener amigos aún”; las conversaciones con amigos, apunta Nietzsche, no tienen por qué tener interlocutor existente: se puede hablar tanto con los muertos como con aquellos por venir. Es muy posible, sin embargo, que hoy ya no creamos en estas amistades atemporales. Es posible que nos veamos tan desconectados del pasado, y tan condenados en el futuro, que ya no sintamos la necesidad de tener conversaciones a través del tiempo y el espacio. Es posible que en nuestra sociedad de masas, con nuestra tecnología y nuestra especie al borde del colapso, pensemos que esos amigos ya no tengan nada que decirnos, y que sus cartas (¿quién, en definitiva, lee o escribe cartas hoy en día?) no sean más que registros caducos de tiempos obsoletos.
Es posible que pensemos que esos amigos ya no tienen nada que decirnos, y que sus cartas no son más que registros caducos de tiempos obsoletos
Es por este motivo por el que hoy la lectura de dichas cartas es a menudo percibida como un excéntrico placer de anticuario o como un tic pretencioso, algo así como estudiar latín: una actividad inútil de exhibicionismo elitista. En realidad, la lectura de clásicos siempre ha estado recubierta de un barniz elitista, pero si antes aún podía creerse que los clásicos elevaban y que su amistad “humanizaba”, ahora esa presunción solo puede presentarse con numerosas matizaciones y capas de ironía. En general, los clásicos son hoy ante todo antiguallas, objetos extemporáneos, memorabilia, recuerdos, glorias que han visto mejores días.
He estado hablando en general –algo que “generalmente” no debería hacerse– porque considero que Borges tenía razón al subrayar la importancia de nuestros prejuicios en la experiencia de lectura. No hace falta decir que los prejuicios son personales, pero también tienen mucho de las dinámicas culturales –generales– de una época. Si en la época de Borges uno podía aún navegar en aguas favorables a su entusiasmo previo, en la nuestra las corrientes van todas en contra: desde el escepticismo académico respecto al canon y la tradición, hasta la creciente irrelevancia de la literatura, pasando por el presentismo de la cultura de masas y la pérdida de fe en la amistad humanista, las pocas defensas que quedan de los clásicos son o bien personales, o sentimentales, o intensamente subjetivas.
¿Qué hacer con esta información? Hacernos conscientes del clima que rodea a los libros que amamos; hacernos conscientes de que este clima será una de las voces que nos hablarán cada vez que contemplemos abordar la lectura de un libro como Moby Dick, aunque seamos una de aquellas personas que, como Borges, todavía consiguen sentir ese “fervor previo y misteriosa lealtad” que tanto endulzan la lectura. Hay una superstición que afirma que la tarea del pensamiento crítico es destruir los prejuicios; tal vez los dioses sean capaces de esto, pero me parece que los humanos podemos aspirar, como mucho, a notarlos.
No todo, sin embargo, es negativo. Es posible que la adversidad de la corriente nos haya proporcionado un nuevo tipo de placer, consistente en notar los prejuicios como prejuicios. Cuando esto sucede conectamos con lo maravilloso; nos damos cuenta de que algo que nos parecía tan evidente y necesario no lo es, descubrimos que lo que creíamos una obviedad es en realidad un misterio. Esto es lo que me sucedió a mí leyendo Moby Dick. Comencé la novela sintiendo todas las objeciones del clima actual, preparado para tratar con una antigualla, para esforzarme en rescatar todo lo que hubiera aún de vivo como quien busca a través de un naufragio, y de pronto descubrí que los argumentos eran prejuicios, los prejuicios rumores, y los rumores, ecos de fondo. Esperaba una obra de estudio anticuario y me encontré con una novela libre, absurda, graciosa, grandilocuente, con cambios de temperamento, es decir, viva, tan viva que hacía palidecer a los vivos. Pasaron pocas páginas y ya estaba navegando con el Pequod, como si lo estuviese viviendo en mi propia carne, con todas las corrientes a favor, y Melville, muerto y enterrado en la última década del siglo XIX, era ahora mi amigo inmortal.
Cuando recientemente decidí leer Moby Dick por primera vez, me acordé de la famosa cita de Borges en la que define a los clásicos como libros a los que nos acercamos con “previo fervor y misteriosa lealtad”. Comprobé con gusto que la observación, que he invocado una y otra vez al tratar con una obra...
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