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Ahora que la ultraderecha intenta apropiarse de la reivindicación de la libertad y de un cierto espíritu rebelde, he pensado mucho en cuatro mujeres que me han acompañado desde mi juventud y que encarnan esos valores con mucha más autenticidad y coraje. Me refiero a la revolucionaria polaca Rosa Luxemburg, a la pintora mexicana Frida Kahlo, a la filósofa y escritora francesa Simone de Beauvoir y a la dirigente anarcosindicalista catalana Federica Montseny.
No viene al caso la manera en que fueron cruzándose en mi vida. Lo innegable es que las cuatro representan como nadie el espíritu libertario que los Milei y las Ayuso de turno se empeñan en desnaturalizar para ponerlo al servicio de los poderosos. En la mirada de estas mujeres, la libertad no aparece como el privilegio de pocos. Se presenta como la aspiración a la igual libertad de todas las personas. O dicho al modo de otros clásicos, como un proyecto en el que el libre desarrollo de cada individuo es condición para el libre desarrollo de todas y todos.
Rosa, Frida, Simone, Federica, las cuatro a su manera, impulsaron ese ideal en un siglo XX turbulento, marcado por revoluciones inspiradoras y por furiosas contrarrevoluciones. Lo hicieron oponiéndose al clasismo, al racismo y, de manera muy singular, al poder patriarcal de su tiempo. Pagaron un precio por ello. Pero esa decisión, la de tomar partido, la de nadar a contracorriente de los poderes establecidos, las hizo honrar la vida, asumiendo sus retos de manera plena y consciente. Por eso tiene sentido que sus voces sean recuperadas hoy, también por las generaciones más jóvenes, socializadas en una noción de libertad que suele identificarse con la carta blanca para competir, consumir y acumular sin freno, con independencia del daño que eso pueda provocar en los demás.
1. Juventudes rebeldes
Toda libertad se afirma en un contexto histórico concreto, superando obstáculos físicos, psicológicos, de género, o de clase. En el caso de Rosa, de Frida, de Simone y de Federica, los condicionamientos familiares desempeñaron sin duda un papel decisivo.
Rosa Luxemburg nació Rozalia en 1871, en la Polonia controlada por el Imperio ruso. Fue la quinta hija de una familia de comerciantes judíos de madera. Tanto su padre, Eliasz Luksenburg, como su madre, Line Löewenstein eran religiosos, pero no tradicionales. Pertenecían a la haskalá o ilustración judía, y no practicaban una vida ortodoxa.
Frida Kahlo vino algunas décadas más tarde, en 1907, aunque le gustaba decir que había nacido en 1910, con la Revolución mexicana. Su padre, Wilhem Kahlo, era un alemán emigrado de Baden-Baden, que se ganó la vida como fotógrafo. Su madre, Matilde Calderón, era una mujer católica, con ascendencia indígena y española. Frida tenía dos medias hermanas del primer matrimonio de su padre, y fue la primera hija del matrimonio con su madre.
Federica Montseny nació un poco antes, en 1905. Lo hizo en Madrid, aunque sus padres eran dos editores anarquistas catalanes de origen modesto: Teresa Mañé y Juan Montseny. Perseguidos por sus ideas, ambos utilizaron alias durante momentos importantes de su vida: Soledad Gustavo y Federico Urales. Federica fue su única hija.
Simone de Beauvoir nació en París en 1908, en el seno de una familia burguesa. Su madre, Françoise Brasseur, practicaba una férrea moralidad cristiana. Su padre, Georges Bertrand de Beauvoir, era un burgués culto que se había arruinado con el estallido de la Revolución rusa, ya que había invertido en acciones en aquel país. Simone tuvo una hermana menor, llamada Helène. Ambas fueron educadas en colegios católicos.
La familia de Rosa estaba vinculada al judaísmo en un momento en que el antisemitismo se hacía sentir con fuerza
Rosa, Frida, Simone y Federica crecieron en contextos económicamente adversos. Sobre ese trasfondo, desarrollaron un espíritu crítico y rebelde. La familia de Rosa estaba vinculada al judaísmo en un momento en que el antisemitismo se hacía sentir con fuerza. Su inteligencia y el apoyo familiar le permitieron entrar, con 9 años, a un liceo femenino en Varsovia vedado a jóvenes de sus orígenes. Con 16 años, ya exhibía una llamativa independencia de criterio y una sensibilidad social que la llevó a colaborar tempranamente con un grupo clandestino llamado Proletariat, que estaba vinculado al ilegal movimiento obrero de su juventud.
A diferencia de Rosa, Frida creció bajo el impacto directo de una Revolución como la mexicana, que fue muy campesina y libertaria. En sus diarios recuerda que su madre dejaba entrar en su casa a campesinos zapatistas hambrientos. A pesar de las dificultades económicas de su familia, también pudo acceder a una de las escuelas más modernas y avanzadas de Ciudad de México: la Escuela Nacional Preparatoria. De un total de unos 2.000 alumnos, apenas 35 eran mujeres. Frida se integró rápidamente a un grupo de jóvenes románticos, de inclinaciones anarquistas, conocidos como Los Cachuchos.
En el caso de Simone de Beauvoir, la conquista de la libertad supuso una ruptura mucho más fuerte con su familia burguesa. Sobre todo, con la estricta moral católica de Françoise, su madre. Todo lo contrario de lo que ocurrió con Federica Montseny, que fue educada por sus propios padres en un entorno en el que los ideales anarquistas eran dominantes. Federica solía decir que quería a su madre, Teresa, pero que sobre todo la respetaba, porque había sido su maestra. En sus memorias también recordaba que, coherente con los principios libertarios de pedagogos como Francisco Ferrer y Guardia, no había querido enseñarle las primeras letras hasta los seis años, “dejando desarrollar mi cuerpo antes de empezar a amueblar mi espíritu”.
Simone fue sin duda la que más tuvo que enfrentarse a sus orígenes de clase. El hecho de que su padre fuera un burgués decadente pero culto, le ayudó a romper con la idea de Dios que su madre le había inculcado. Este impulso, sumado a la influencia de algunas amigas de juventud, como la célebre Zaza, que acabaría enfermando y muriendo por las presiones clasistas de sus padres, la empujaron a rechazar las convenciones sociales heredadas.
Ninguna de las cuatro tuvo fácil abrirse paso en las sociedades machistas de su tiempo. Ni el feminismo era algo consolidado, ni los derechos políticos básicos de las mujeres estaban reconocidos. Por eso, sus primeras batallas por afirmar la propia libertad estuvieron vinculadas a la complicidad de amigas mujeres y al reconocimiento como iguales por sus compañeros hombres.
Frida fue sin duda quien tuvo que atravesar una juventud más traumática. A los 18 años sufrió un grave accidente de tráfico. Su columna quedó partida en tres
Rosa terminó la educación secundaria con un buen expediente, pero se vio obligada a huir a Suiza. Con 18 años se dirigió a Zúrich para estudiar en la Universidad, la única de toda Europa que aceptaba mujeres. Se matriculó en zoología y técnica de laboratorio y microscopía. En el semestre siguiente abandonó las Ciencias Naturales y comenzó a cursar simultáneamente clases de filosofía, historia, política, economía y matemáticas. En esa época conoció a quien sería uno de sus grandes camaradas en la política y en el amor, el socialista Leo Jogiches. Con 26 años, obtuvo el doctorado en Ciencias Políticas con una tesis sobre El desarrollo industrial de Polonia, que muchos profesores elogiaron por su “altísimo nivel científico”.
Al igual que Rosa, Federica Montseny también fue una lectora precoz, aunque su formación transcurrió fuera del mundo académico formal. Con 15 años publicó su primera novela corta, Horas trágicas. Dos años más tarde ya colaboraba con las publicaciones anarquistas Solidaridad obrera y Revista Blanca, editadas por sus padres. Su primera novela larga, siempre dentro del género de la pedagogía social libertaria, fue La Victoria, que se publicó cuando tenía 19 años.
Al igual que Rosa y que Federica, Simone de Beauvoir se dedicó con aplicación a los estudios. Académicamente fue siempre brillante. Su padre llegó a decir que tenía “cerebro de hombre”. Estudió matemáticas, literatura, y luego se encomendó a la filosofía. Concluyó sus estudios universitarios con una tesina sobre Gottfried Leibniz. En su examen de agregación en filosofía, con solo 21 años, quedó segunda después de Jean-Paul Sartre, aunque sus amigos aseguraban que la “verdadera filósofa” era ella.
Frida fue sin duda quien tuvo que atravesar una juventud más traumática. Soñaba con ser médica, pero a los 18 años sufrió un grave accidente cuando el autobús en el que regresaba a casa se incrustó en un tranvía. Su columna vertebral quedó partida en tres. Sufrió fracturas en dos costillas, en la clavícula y tres en el hueso pélvico. Este golpe inesperado la obligó a someterse a más de treinta operaciones quirúrgicas y a permanecer largas temporadas de su vida postrada. También forzó su vuelco a la pintura, donde no tardó en cultivar el género del autorretrato.
Con esa marca de vida encima, conoció al dirigente comunista cubano Julio Antonio Mella. También a su compañera de entonces, la fotógrafa italiana Tina Modotti. La inmersión en este círculo la llevó a afiliarse, con poco más de veinte años, al Partido Comunista de México. También a acercarse al muralista Diego Rivera, un comunista también heterodoxo.
2. El compromiso de madurez: lo personal es político
Las primeras décadas de vida de estas cuatro mujeres marcaron su personalidad. A veces tomando distancia de las herencias familiares, a veces actualizando ese legado a los retos de su tiempo. En las cuatro, aunque de manera diferente, el paso de la juventud a la madurez también supuso un singular anudamiento de lo personal, lo sexual, y lo político.
Al acabar el bachillerato, una jovencísima Rosa Luxemburg había anotado en una fotografía suya: “Mi ideal es un orden social en el que se me permita amar a todos. En la búsqueda y en nombre de ese ideal, tal vez algún día tendré que odiar”. Ese doble impulso la acompañó a lo largo de su vida. En sus cartas con Leo Jogiches mostró un apasionado impulso amoroso. Valoraba el erotismo, la pasión sexual, la entrega al otro, como complemento lógico del compromiso político compartido.
En algún momento deseó tener hijos, pero el trabajo y el activismo, además de las reticencias de Jogiches, se interpusieron en ello. Tras su ruptura con Leo, tuvo algunos amantes, entre ellos, Kostka Zetkin, 14 años más joven que ella e hijo de su amiga, la socialista feminista Clara Zetkin.
Al igual que Frida, Simone practicó un bisexualismo activo e incluso participó en triángulos amorosos con el autor de El ser y la nada
Frida Kahlo fue tan apasionada como Rosa y más libre, aún, en el despliegue de su sexualidad. Cuando se casó con Diego Rivera, con 22 años, ya había mantenido relaciones con otras mujeres y hombres. Adelantada en su época en lo que hoy se considera género fluido, podía llevar vestidos o aparecer de repente con atuendos masculinos. A medida que pasaron los años, las relaciones sexo-afectivas de Frida se intensificaron. Intentó tener hijos, pero sus embarazos, debido a las secuelas de su accidente, acabaron siempre en abortos que pintó de manera desgarradora. A pesar de que sintió un amor perdurable por Rivera, mantuvo muchas otras relaciones apasionadas. Entre otras, con el revolucionario ruso Lev Trotsky, con el escultor Isamu Noguchi, con el dibujante catalán Josep Bartolí, y una muy especial con el fotógrafo norteamericano Nick Murray.
Tras la muerte en circunstancias trágicas de su amiga Zaza, Simone de Beauvoir abandonó definitivamente la formación cristiana que le había impuesto su madre. Como escribió en sus Memorias de una joven formal, de 1958, rompió con su clase sin saber bien a dónde se lanzaba exactamente. Su decisión de pactar libremente con Sartre un “amor absoluto”, compatible con otros “contingentes”, impresionó a toda una generación. Al igual que Frida, Simone practicó un bisexualismo activo e incluso participó en triángulos amorosos con el autor de El ser y la nada. A la luz de sus cartas y diarios, queda claro que su relación con Sartre fue sobre todo la de una amistad fraternal, intelectual y políticamente profunda, que duró toda su vida. Sin embargo, su relación más pasional fue sin duda la que la unió al escritor estadounidense Nelson Algren, con quien llegó a intercambiar más de 300 cartas. Reacia a las ataduras de la familia nuclear convencional, Simone no quiso tener hijos. Al final de su vida, sin embargo, adoptó a Sylvie Le Bon, que fue su amiga, su heredera, y que para muchos era una suerte de reencarnación de su malograda compañera Zaza.
Quizás por la moralidad popular de su tiempo, o por el peso de sus deberes como dirigente anarcosindicalista, Federica Montseny es la más convencional de las cuatro en el plano sexual. Se consideraba discípula de la avanzada anarquista catalana Teresa Claramunt y en el terreno de los principios defendió la unión libre, el derecho al aborto, y la igualdad total entre mujeres y hombres. No obstante, a diferencia de otras anarquistas, como la escritora lituana Emma Goldman, tenía una concepción más clásica de las relaciones sexuales. A los 24 años se unió a Germinal Esgleas, compañero de prisión de su padre y anarcosindicalista también. Su boda fue una ceremonia libertaria celebrada en medio de un bosque. Sería su marido de por vida, sin que se le conocieran otras relaciones relevantes. Tendrían tres hijos: Vida, Germinal y Blanca.
En algunos casos, esta base afectiva, amorosa, se prolongó en una empatía especial con animales y plantas, y en una suerte incluso, de ecologismo avant la lettre. Rosa, por ejemplo, tuvo un profundo amor por su gata, Mimí. También mostró una especial pasión por la botánica, e incluso en prisión intentó cultivar su jardín. Federica creció entre huertos y vacas, tuvo un gran cariño por los animales y siempre defendió la necesidad de una economía anarquista que recosiera los vínculos entre ciudad y campo, y entre lo industrial y lo agrícola. También Frida tuvo una sensibilidad especial en relación con la Naturaleza. Esto puede verse tanto en su pintura como en su vida personal. Tuvo un hermoso jardín en su célebre Casa Azul, en Coyoacán, que cuidó con esmero. En sus patios abundaban las cactáceas, los naranjos y los ídolos aztecas. A ello había que sumarle su amor por todo tipo de animales, desde perros, gatos, loros, ciervos, hasta monos arañas.
A diferencia de Rosa, Federica o Frida, Simone de Beauvoir fue quizás la más urbanita. Le gustaba la variedad de las ciudades: sus ruidos, sus músicas, sus bajos fondos, la marginación y las creaciones artísticas que surgían de ellas. No mostró especial interés o apego por los animales, pero se jactaba de ser una senderista entusiasta y de admirar los jardines urbanos. En este punto difería claramente con Sartre, que aborrecía literalmente el campo, las plantas y sus insectos.
Kahlo vinculó su arte a la defensa de un proyecto de liberación colectiva que ella identificó con los logros de la Revolución mexicana y rusa
Sobre estas afinidades personales se asentó el resto de las opciones políticas de estas cuatro mujeres, especialmente sensibles al impulso de la libertad personal y colectiva. Rosa Luxemburg lo hizo batallando por un socialismo de carácter democrático y libertario. Entendía que este proyecto aparecía claramente sustentado en la obra de Marx, a quien estudió con profundidad. Tras entrar al Partido Socialdemócrata alemán, mostró que la lucha por el socialismo no podía reducirse a introducir algunas reformas al capitalismo, como pretendían Eduard Bernstein y otros dirigentes socialdemócratas. Por el contrario, las reformas debían inscribirse en un horizonte revolucionario que planteara una ruptura con las formas capitalistas e imperialistas de producir.
En ese camino a un socialismo democrático y libertario, Rosa consideraba fundamental que la remoción de las formas de dominación y opresión no condujeran a una limitación, sino a la ampliación de las libertades políticas y de la democracia. Después de todo, escribió, “la libertad es siempre libertad de quien piensa diferente”.
Es verdad que Rosa, como la primera Simone de Beauvoir, como la propia Federica Montseny, no se reivindicaban fácilmente como feministas. Temían que se las confundiera con algunas sufragistas que parecían limitarse a defender el voto para mujeres burguesas. Sin embargo, la propia Rosa apoyó sin fisuras el trabajo realizado en defensa de los derechos de las mujeres obreras y campesinas por su compañera y amiga, la socialista Clara Zetkin.
Frida Kahlo también vinculó su arte a la defensa de un proyecto de liberación colectiva que ella identificó con los logros de la Revolución mexicana y de la propia Revolución rusa. Esto fue lo que la llevó a afiliarse al Partido Comunista, al que no renunciaría nunca, a pesar del celo con el que llevaba su independencia de criterio y su libertad como artista.
A diferencia del resto, Simone tuvo que verse sacudida por la experiencia de la II Guerra Mundial para que su politización experimentara un salto en un sentido socialista
Como Rosa o como la propia Simone, Frida fue una antiimperialista convencida. Un temprano viaje a Estados Unidos con Diego Rivera la convenció del carácter decadente del American Way of Life. Ello la llevó a afianzar su mexicanidad. Fueron célebres sus vestidos tehuanos y las múltiples referencias a las tradiciones indígenas y campesinas de su país en su pintura. Simultáneamente, trabó relación con revolucionarios heterodoxos, como Trotski, como el poeta André Bretón, o como Tina Modotti.
Federica Montseny vivió estos ideales con menos rupturismo en el plano personal, quizás por el arraigo que el anarcosindicalismo tenía en aquella época. Federica recorrió Catalunya y España haciendo pedagogía en descampados, teatros, plazas de toros. Su oratoria racional, directa, no tenía parangón. “¡Ahí viene la mujer que habla!”, decían en los pueblos. Su prestigio aparecía ligado al de la potentísima Confederación Nacional del Trabajo (CNT), que por ese entonces contaba con casi 800.000 afiliados. La CNT tendría un papel central en la colectivización de tierras, fábricas y transportes, que se produjo en Catalunya, sobre todo entre 1936 y 1937. Federica participó de esa experiencia, que la constituyó en un sentido profundo. A pesar de ser una mujer firme, no cedió nunca al sectarismo. Respetó a camaradas suyos que quisieron acercar al movimiento anarcosindicalista a otras fuerzas políticas de izquierdas, como Salvador Seguí o Joan Peiró. Pero también admiró y mantuvo un vínculo estrecho con los partidarios de mantener una distancia con el poder institucional, como Buenaventura Durruti, Francisco Ascasio y Juan García Oliver, conocidos como “Los Solidarios”.
El antifascismo de Federica la llevó a afrontar una decisión difícil: la de si había que entrar o no en el gobierno del Frente Popular salido de las elecciones de 1936 y presidido por el socialista Francisco Largo Caballero. Dudó, pero al final dio el paso, y se convirtió en la primera mujer ministra de la historia de España y en una de las primeras de Sanidad de toda Europa.
Simone advirtió pronto que el socialismo, y la liberación en términos de clase, no implicarían necesariamente la liberación de las mujeres
A diferencia de Rosa, de Frida o de Federica, Simone tuvo que verse sacudida por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial para que su politización experimentara un salto en un sentido socialista. Como escritora, Simone había explorado los dilemas existencialistas de la libertad, la acción, y la responsabilidad individual en novelas como La invitada, de 1943, La sangre de los otros, de 1944, o Los mandarines, de 1954, por la que recibió el Premio Goncourt. Poco a poco, sin embargo, su existencialismo individualista, que compartió con Sartre, dio paso a un existencialismo más preocupado por lo colectivo y por la necesaria superación de los obstáculos socioeconómicos que amordazan la libertad de la gran mayoría de la humanidad. Esta preocupación no solo la condujo al socialismo sino también al anticolonialismo. Fue en ese marco en el que se interesó, siempre junto a Sartre, por la Revolución cubana de 1959 o por la lucha de liberación argelina contra el dominio francés. Del mismo modo, criticó el racismo y el capitalismo estadounidense en un libro memorable, que se publicó en castellano con el título América día a día. Diario de viaje.
A partir de la década de los sesenta, tanto ella como Sartre se involucrarían en lo que se conoció como el 68 global. Participarían activamente en movilizaciones estudiantiles, obreras, contra las guerras. Como socialistas, serían “compañeros de viaje” de los regímenes soviético y chino, aunque no dejarían de criticar la falta de libertades o la represión de disidentes en esos países.
Con todo, Simone advirtió pronto que el socialismo, y la liberación en términos de clase, no implicarían necesariamente la liberación de las mujeres. Eso la empujó a publicar en 1949, con poco más de cuarenta años, El Segundo Sexo. En él, y valiéndose de un lenguaje existencialista, denunciaba cómo la mirada patriarcal sobre la mujer había naturalizado formas de opresión que tenían un origen cultural, económico, y político. Esto le permitía concluir, en una frase que se hizo célebre, que “no se nace mujer: se llega a serlo”. El libro fue un éxito de ventas y muy pronto se convirtió en una referencia emblemática del pensamiento feminista.
3. Un legado libertario que no se apaga
Cada uno a su manera, los legados de estas mujeres fueron impresionantes. Rosa y Frida murieron relativamente jóvenes, a los 48 y 47 años. Simone a los 78 y Federica, la más longeva de las cuatro, a los 89.
La muerte de Rosa se produjo en circunstancias dramáticas. En 1914, junto a compañeros como Franz Mehring y Clara Zetkin, había fundado el Grupo Internacional, en protesta por la decisión del Partido Socialdemócrata de votar los créditos de guerra. A causa de su antibelicismo, fue detenida en varias ocasiones. En 1916 fundó el Grupo Espartaco y tras la Revolución Rusa de 1917, el Partido Comunista alemán. En enero de 1919, tropas del propio gobierno socialdemócrata la detuvieron, le dispararon en la sien y arrojaron su cuerpo a las aguas del Landwehrkanal, en Berlín. El asesino fue absuelto.
La muerte de Frida no fue un producto de la brutalidad reaccionaria, pero tampoco estuvo exenta de sufrimiento
Convencida como estaba de que la revolución debía ser un hecho democratizador, protagonizado por las grandes masas, conjugó, hasta el último de sus días, investigación y elaboración colectiva, educación popular y agitación. Siempre tuvo claro que ese era su destino. En una carta dirigida a Leo Jogiches con 28 años, ya decía: “Tengo necesidad de escribir de modo tal que produzca sobre los seres humanos el efecto del rayo, que les dé un golpe en el cráneo y a buen seguro no a través del entusiasmo, sino de la amplitud de visión, del poder de convicción y la fuerza de expresión”. Así lo hizo, y hasta sus contradictores más duros, como Lenin, reconocieron que Rosa había sido “un águila” en un mundo en el que la mayoría no superaba el rasante aleteo gallináceo.
La muerte de Frida no fue un producto de la brutalidad reaccionaria, pero tampoco estuvo exenta de sufrimiento. En 1943 había comenzado a enseñar dibujo y pintura en “La Esmeralda”, una escuela de arte innovadora. Estaba feliz de trabajar con gente joven “que tenía, como yo, amor por los pobres, los trabajadores y las trabajadoras y las tradiciones y la verdadera cultura mexicana”.
Sin embargo, sus padecimientos físicos se dispararon. Tenía terribles dolores en la espalda y en las articulaciones. Los médicos le prescribieron corsés de metal y de escayola, fajas, todo tipo de analgésicos, tranquilizantes y drogas. Pasó por nuevas cirugías que empeoraron la situación. Solo la pintura, el sexo –que siguió siendo importante para ella– y la compañía de sus hermanas, amigas, y amantes, compensaban esos dolores.
En 1953, con su salud muy deteriorada, se organizó la primera gran exposición de su obra en México. Frida se llevó su cama a la galería y recibió decenas de visitas acostada, en un ambiente festivo. Poco después, con una bronconeumonía y una pierna amputada, asistió a un mitin comunista en compañía de Diego Rivera. Poco antes de morir, pintó un bellísimo bodegón de sandías maduras. En una de las rodajas pintó, con un último aliento, una leyenda que describía su trágica y hermosa figura: “¡Viva la vida!”. Con esa misma fuerza interior, anticipó en su diario su epitafio: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
Federica tuvo que atravesar su propio desierto vital tras el levantamiento franquista
Simone tuvo una marcha más plácida y en cierto modo meditada, acompañada por el director de cine y periodista Claude Lanzmann y por su hija adoptiva Sylvie. Ya en 1964, la muerte de su madre la había obligado a reflexionar sobre el fin de la vida, la eutanasia y el luto. Lo hizo en Una muerte muy dulce, un trabajo que Sartre consideró el mejor escrito de Beauvoir. Esta reflexión sobre el ocaso de la existencia se reforzó con otro gran ensayo, La vejez, compuesto con un estilo similar al de El segundo sexo. Tras la muerte de Sartre, en 1980, publicó en 1981 La ceremonia del adiós, donde relataba los últimos diez años de su compañero de vida. Las líneas finales del libro resumían luminosamente el credo existencialista que habían compartido: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Así es; ya es demasiado bello que nuestras vidas hayan podido juntarse durante tanto tiempo”. Cumpliendo su última voluntad, fue enterrada en Montparnasse junto a Sartre, aunque con el anillo de plata que le había regalado Nelson Algren.
Federica tuvo que atravesar su propio desierto vital tras el levantamiento franquista. Al abandonar su cargo como ministra del Gobierno republicano, en 1937, había llegado a la conclusión de que el único cambio social profundo posible era una revolución libertaria que implicara un cambio también de fondo en las conciencias. En el camino, tuvo que afrontar, como millones de exiliados, la persecución de las policía nazi y franquista. Vivió bajo libertad vigilada en la Francia ocupada por los alemanes hasta que pudo instalarse en Toulouse. Bajo el nombre de Fanny Germain, publicó decenas de artículos, mientras se dedicaba a reorganizar la CNT. Apenas tuvo la seguridad física para hacerlo, realizó viajes proselitistas a Suecia, Canadá, México, Inglaterra e Italia.
Las cuatro vivieron y murieron por unos ideales libertarios que no podían entenderse sin un compromiso con la justicia social y con la igual libertad de todos
Tras la muerte de Franco, Federica pudo regresar a España. Dedicó sus últimos años, ya octogenaria, a propagar los ideales anarquistas con la convicción de siempre. Volvió a llenar plazas y a justificar el calificativo de “leona” que se había ganado entre sus seguidores. Claro que el tiempo no había pasado en vano. La Federica de 1977 llevaba todavía la marca del dolor por la muerte de su madre, Teresa Mañé, abandonada en un hospital lleno de heridos, en 1939. Y sobre todo, abrigaba una enorme pena por la muerte de su hija menor, Blanca, en 1977, “una herida abierta para siempre, que doblegó su fortaleza”, según Antonina Rodrigo.
De regreso a su país, Federica fue crítica con la manera en que se llevó a cabo la Transición, pactada con los herederos del franquismo. Tampoco aprobó los llamados Pacto de la Moncloa ni el sistema político constitucional que se estaba fraguando. “Quizás mi virtud más destacada –declaró, muy consciente de su terquedad– ha sido la fidelidad que he conservado frente a las ideas de mis padres, y de la continuación de su obra. Y quizás, mi defecto más grande es que tengo un carácter un poco apasionado y autoritario, muchas veces sin darme cuenta”.
Hasta sus últimos días criticó tanto a las alternativas socialdemócratas como a los socialismos autoritarios o burocráticos. En 1994, fiel a sus convicciones socialistas libertarias, murió en Toulouse, tras una larga enfermedad. En su entierro, ignorado por los grandes medios y la clase política de su tiempo, resonaron con fuerza las estrofas del célebre himno libertario que justificó su existencia: “Hijo del pueblo, te oprimen cadenas, y esa injusticia no puede seguir, si tu existencia es un mundo de penas, antes que esclavo prefiere morir”.
Rosa, Frida, Simone, Federica. Las cuatro vivieron y murieron por unos ideales libertarios que no podían entenderse sin un compromiso explícito con la justicia social y con la igual libertad de todos los seres humanos. Es lógico, hasta cierto punto, que la ultraderecha furiosa de nuestro tiempo pretenda adulterar esos ideales para ponerlos al servicio del más fuerte, de los más poderosos. Lo que no podemos es permitírselo. Que el recuerdo y el ejemplo de estas gigantas inspire la resistencia y la construcción de alternativas. Con el amor y el entusiasmo, a veces sin esperanza, con los que ellas mismas pusieron el cuerpo, convencidas de que el único proyecto de libertad personal con sentido es el que posibilita vidas libres y plenas, no para una minoría privilegiada, sino para todas y todos.
Ahora que la ultraderecha intenta apropiarse de la reivindicación de la libertad y de un cierto espíritu rebelde, he pensado mucho en cuatro mujeres que me han acompañado desde mi juventud y que encarnan esos valores con mucha más autenticidad y coraje. Me refiero a la revolucionaria polaca Rosa Luxemburg, a la...
Autor >
Gerardo Pisarello
Diputado por Comuns. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.
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