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Elfriede Jelinek. / YouTube (Festival Cine por Mujeres Madrid)
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En los albores del siglo XXI, el director Michael Haneke consolidaba una trayectoria vertiginosamente ascendente con La pianista (2001). Galardonada con el Gran Premio del Festival de Cannes, que también reconoció el trabajo de su actriz y actor principales, la película convirtió a Haneke en un realizador esencial por el modo gélido y austero con que presentaba historias repletas de violencia física y psicológica: asfixiante vuelta de tuerca a los ángulos más punzantes de la tradición del cine de autor europeo, sus obras lograron sublimar y canalizar una suerte de angustia con cierto componente epocal que permeó de forma muy honda la cultura de su tiempo.
Además de revalidar a su director, La pianista fue, para la mayor parte del público, la puerta de entrada a Elfriede Jelinek, cuya novela homónima de 1983 adaptaba con una fidelidad casi absoluta. Aún hoy la obra más popular de su autora, La pianista se publicó por primera vez en castellano en 1993 (Random House; traducción de Pablo Diener), junto con El ansia (1989; Cátedra, 1993, traducción de Carlos Fortea), y solo un año después de que Jelinek entrara en el ámbito hispanoparlante con Los excluidos (1980; Random House, 1992, traducción de Carmen Vázquez de Castro), la otra novela suya actualmente disponible en castellano, lo que testimonia una magra presencia en librerías. Un dato este último que a finales de 2024 la editorial independiente Temporal contribuyó a remediar con el vertiginoso coro de voces de Declaración de persona física (2022; Temporal, 2024, traducción de José Aníbal Campos) y el estilizado e incisivo discurso Al margen (2004; Temporal, 2024, traducción de Adan Kovacsics, que también firma Cita, el informado y esclarecedor ensayo que le sirve de epílogo), que Jelinek escribió con motivo de la concesión del Premio Nobel de Literatura.
Ambientada en el ámbito opresivo de los conservatorios de Viena, La pianista la protagoniza la profesora de piano Erika Kohut, un personaje en el que Jelinek proyecta algunos de sus traumas esenciales (su relación con una madre dominante y castradora, el internamiento y posterior muerte de su padre, aquejado de una frágil salud mental), y en la conformación de cuya identidad la música juega un papel parecido al que desempeña en la voz narrativa de varias obras de Thomas Bernhard, entre las que podría destacarse El malogrado.[1] Mezcla de convención social, rito de paso y riguroso modelo de comportamiento empapado de adherencias morales, tanto Erika Kohut (en la que es fácil entrever a Jelinek, que también estudió en el conservatorio por imposición de su madre) como los narradores de Bernhard (identificables con el propio Bernhard en sus obras más estrictamente autobiográficas) muestran una reverencia hacia la música en la que el goce casi nunca se impone al deber, y en la que la frustración acaba tiñéndolo todo: frustración por los sacrificios realizados en su nombre, en La pianista, y por la certidumbre de carecer de un verdadero talento para ella, en Bernhard. Reverencia y frustración, pues, se entretejen en el estilo lingüístico de ambos autores, que buscan replicar con los procedimientos de la vocación elegida (la escritura) la naturaleza sonora de la vocación abandonada y antes impuesta (la música): un abandono que puede ser liberación, pero también derrota, y que nunca empaña la conciencia de la inalcanzable grandeza de esa forma de arte, a la que tanto Jelinek como Bernhard parecen querer dedicarse indirectamente, recurriendo para ello a los medios que más dominan.
La pianista cuenta la historia de Erika, una concertista frustrada reconvertida en profesora
La pianista cuenta, pues, la historia de Erika, una concertista frustrada reconvertida en profesora. Su madre, con la que convive, ha escogido su ocupación por ella, y le prohíbe tener vida privada. Entregada a las exigencias de su trabajo, sus únicos desahogos (visitar peep shows, espiar a amantes que practican sexo en público, lacerarse con cuchillas) son los mórbidos respiraderos de una psique encarcelada, que verá la posibilidad del amor en Walter Kremmer, uno de sus jóvenes estudiantes. Haneke recorre los extremos más virulentos de esta historia (en la que el deseo de amor se viste con los ropajes de la dominación por miedo, y en la que el encaprichamiento deriva en violencia, abandono y daño) con una sobriedad inalterable: su estilo visual es limpio, nunca invasivo, y no hay música extradiegética que proporcione énfasis dramático alguno. La voz narrativa de la novela de Jelinek, en cambio, también mantiene a los personajes a distancia, pero a una muy distinta: es la voz de un demiurgo que de sus personajes lo sabe todo y todo lo cuenta, reemplazando a sabiendas la complejidad psicológica por un determinismo fatalista y un sarcasmo permanente, capaz de coagular en momentos de una comicidad negrísima, pero también, y a pesar de todo, de alcanzar una humanidad conmovedora en su crudo, tristísimo final.[2]
La pianista, narrada en un presente nervioso (el tiempo verbal preferido por la autora), es una novela brutal y explícita, que ignora olímpicamente el famoso mandato “Show, don’t tell”: Jelinek lo explica todo, y hace avanzar a bruscos tirones una narración discontinua, seca, con predilección por las set pieces y, en su buscada elementalidad, cierto aire de cuento macabro (perceptible, por ejemplo, en el énfasis paródico con el que se usan los signos de exclamación); un relato que aborda con fisicidad hiriente las tensiones entre cuerpo y espíritu, y dedica su mejor vitriolo a las convenciones sociales y las dinámicas de clase.
Por su parte, Los excluidos aborda la crisis de valores que asoló la Austria de posguerra, donde los hijos de los antiguos SS y los de los antiguos militantes socialistas convergían en una misma desafección ideológica (tenuemente disfrazada de diletantismo intelectual) que sirvió como caldo de cultivo de nuevas formas de violencia. La ceguera voluntaria ante la herencia del nazismo, uno de los temas medulares de la obra de Jelinek, se retrata aquí sirviéndose de un esqueleto argumental aún más exiguo que el de La pianista, en línea con el desinterés de la autora por el conflicto y la trama: Los excluidos es, meridianamente, una novela de ideas, repleta de alusiones intertextuales, con personajes en ocasiones convertidos en monigotes tan inquietantes como grotescos (véase así el señor Witkowski, exoficial nazi afecto a la fotografía erótica y a violar a su mujer, retratado con una lente deformante más cercana al feísmo tremendista de un Ulrich Seidl que al clínico despojamiento de Haneke).
Los excluidos aborda la crisis de valores que asoló la Austria de posguerra
Entre 2004 y 2008, la bibliografía de Jelinek en español se amplió con títulos ahora descatalogados o de difícil acceso: las novelas Las amantes (1975; El Aleph, 2004), Deseo (1989; Destino, 2005, en realidad una reedición con nuevo título de El ansia) y Obsesión (2000; El Aleph, 2005) y las piezas dramáticas La muerte y la doncella I-V (2002; Pre-Textos, 2008) y Bambilandia: Babel (2003; Destino, 2006). A estas publicaciones siguió un largo silencio de dieciséis años solo interrumpido por el volumen de su Poesía que editó Amargord en 2018.
En esta década y media larga solo se han publicado algunas obras nuevas de Jelinek, con cuentagotas, en catalán. De entrada se vertió a esa lengua su primera y más célebre pieza escénica (ya antes traducida al gallego), la metateatral Què va passar quan Nora va deixar el seu home o Els pilars de les societats (1979; Arola Editors, 2008, traducción de Theres Moser y Ramon Farrés) una secuela posible de Casa de muñecas de Ibsen cuyo ideario, repleto de lemas y máximas de un feminismo combativo (y salpimentado de incursiones bdsm que anticipaban obras posteriores), no logra imponerse, en la obra, al mundo hostil en el que pugna por subsistir: el de la Alemania de los años veinte, donde creció el germen del nazismo. Años después llegaron otras muestras de su producción en ese terreno, que iluminaban tanto su faceta más políticamente comprometida (la excelente El desemparats, 2014; Tigre de Paper, 2017, traducción de Àngel Ferrero) como sus experimentos posdramáticos: el irregular Viatge d’hivern (2011; Biblioteca Sala Beckett, traducción y prólogo de Marc Villanueva Mir) funcionaba a modo de retablo, reuniendo cuadros en apariencia inconexos que le servían a Jelinek para reflexionar sobre el tiempo, el estancamiento vital o su pérdida de consideración e influencia pública como autora; para dar una vuelta de tuerca a episodios personales ya trasmutados en novelas (la relación con su madre, o el avance del alzhéimer de su padre, que comparecían en La pianista, regresan aquí en proporciones invertidas), y para acometer una crítica elíptica y frontal a un tiempo a los poderes económicos de Austria y los prejuicios de sus clases bienestantes: la atmósfera invernal del texto cristaliza en figuras como la del esquiador, encarnación nacional del deporte, que aparece aquí despojado de sus falsas asociaciones positivas y entendido como ostentoso fetiche de clase, capaz de generar en la autora un desprecio análogo al que se percibe en algunos textos sobre el tema de Rafael Sánchez Ferlosio.
La recuperación de Jelinek emprendida por el sello Temporal, muy atento a la mejor literatura centroeuropea, nos permite ahora reconectar con la autora mediante títulos que exhiben y explican algunas de sus mejores virtudes. Al margen, su discurso de aceptación del Premio Nobel, sirve muy bien como puerta de entrada a su obra: trasciende su condición potencialmente circunstancial para desplegarse como una pieza literaria por derecho propio, que se lee a la vez como declaración de intenciones, poética y muestra condensada de un estilo en plenitud. La escritura de Jelinek, se dice en él, brota de un espacio apartado, lateral (que permite la observación independiente y proporciona refugio, pero trae consigo el riesgo del apartamiento y la irrelevancia) y es fruto de una pugna constante con la lengua, escindida entre la tentación de la complacencia y el deber de decir la verdad: “[la lengua] es adicta a las caricias. Lo cual le evita seguir con la mirada a los muertos por los que yo, en cambio, he de mirar. […] Ahí viene alguien que ha muerto y me habla a pesar de que no estaba previsto. Puede permitírselo, pues son muchos los muertos que hablan ahora con sus voces ahogadas, ahora se atreven porque mi propia lengua no me vigila”.
Su discurso de aceptación del Premio Nobel sirve muy bien como puerta de entrada a su obra
En Jelinek, el sintagma recurrente “los muertos” designa a las distintas víctimas propiciatorias que han ido jalonado, con el correr del tiempo, la convulsa historia de los países germánicos: en Els desemparats son los refugiados, y en Declaración de persona física, los judíos: “Unos judíos a los que pertenecerían muchas más cosas si alguna vez esas cosas les fueran devueltas, aunque para eso habría que abrir a martillazos las amartilladas cajas fuertes”. Es probablemente esta última la obra más radical, ambiciosa y formalmente deslumbrante de Jelinek disponible en castellano: aquella donde su estilo (hecho de bucles y recurrencias, pero también de dudas, titubeos, errores y reformulaciones, que dotan de una energía inquieta, ambivalente, su torrencialidad acusatoria) se despliega y expande en busca de sus límites, aupada a un encadenamiento de juegos de palabras que en sus mejores, muy abundantes, momentos consigue evitar el riesgo del retruécano y el chascarrillo para proponer un despliegue de posibilidades de sentido que funcionan mediante asociaciones inesperadas.
Como en Els desemparats, de explícita inspiración griega, Declaración de persona física es un coro de voces. Al frente, la voz principal impugna el pasado vergonzante de Alemania (la colaboración de las estructuras estatales con la maquinaria de destrucción del fascismo) y delata los sesgos que aún hoy lo perpetúan, en forma de algunas de las bestias negras de la autora: la hipocresía y el doble rasero, que alejan al emigrante pobre pero abrazan (a veces con muy generosas exenciones fiscales) a la celebridad millonaria: “Por desgracia no estamos ocupados, pero tampoco podemos recibir a nadie, a menos que sea a cambio de dinero y oro, que a su debido tiempo aseguraron la libertad de fijar domicilio en Suiza”. Al lado de esa voz, se filtran en ella, sin cesuras aparentes, otras que sirven de contrapunto cuestionador, y aún otras más que encarnan todo aquello a lo que la voz principal se opone: al dejarlas hablar sin filtros, en toda su furibunda contundencia, se habilita una lectura irónica capaz de revelar su absurdo destructivo, convirtiendo a Jelinek en la “juez de quienes se delatan por su lengua. ¡Son sus propias palabras las que se delatan! No se necesita nada más”, como dice, refiriéndose a Karl Kraus, Adan Kovacsics en Cita.
Motivada por el kafkiano registro domiciliario al que la Hacienda alemana la sometió tras una denuncia falsa por fraude fiscal, el pliego de cargos de Jelinek funde lo histórico con lo biográfico (la persecución de sus antepasados judíos) e, impulsado por su voluntad explícita de intervención, también con lo mediático: repleta de alusiones a escándalos económicos y episodios de la crónica negra alemana solo inmediatamente comprensibles para un público informado, Jelinek no teme a la inmediatez ni al localismo, amparada en una tradición de examen del discurso público a través de la prensa que se remonta a Karl Kraus de nuevo. Y por si la motivación para establecer los atrevidos paralelismos que articulan el texto (donde una inspección fiscal lleva a perseguir el origen del nazismo hasta los mecanismos burocráticos) pudiera arrojar una sombra de autocomplacencia, Jelinek atempera su indignación con vislumbres autocríticos, cuestionándose su legitimidad para hablar en nombre de unas víctimas cuyo lugar no puede ser ocupado, y a las que incluso teme estar acudiendo una y otra vez en busca de legitimidad moral, incurriendo así en un riesgo, el de la ostentación vanidosa, que solo cabría combatir con el silencio.
Una síntesis voluntariamente maximalista, en suma, de experimentalismo lingüístico y manifiesto político, cuyos objetivos múltiples no se excluyen sino retroalimentan, devolviéndonos a una autora apartada durante un tiempo demasiado largo, quién sabe si porque, como dice la propia Jelinek en Declaración de persona física, “yo siempre lo digo todo, y eso es demasiado”.
[1] La transparente influencia de Bernhard sobre Jelinek, fácilmente rastreable en el tejido lingüístico y el tono furibundo de sus obras, alcanza incluso a su posición civil como escritora en Austria, donde parece haber heredado el papel de incómodo azote de las vergüenzas nacionales que durante tanto tiempo, y con tanta rabia, dio en encarnar su predecesor: “¿Quién aparte del señor Bernhard se quedaría por elección propia en un lugar donde todo le resulta odioso y donde es odiado por todos?” (Declaración de persona física). Dicho sea de paso, recordar ahora la firme oposición de Jelinek a la agresiva xenofobia del líder ultraderechista Jörg Haider, que tantos sinsabores le trajo en su país hace unos veinte años, es constatar que los peores males de la Europa de hoy tienen un origen lejano.
[2] El control de Jelinek sobre los pensamientos y motivaciones de sus personajes permite, en la novela, identificar la doblez del depredador Walter Klemmer mucho antes, y hace que su tramo final se lea como un escalofriante despliegue de sádica misoginia edadista que amplifica y extrema la que tan desoladoramente retrata, en una clave muy distinta, Calle mayor, de Juan Antonio Bardem.
En los albores del siglo XXI, el director Michael Haneke consolidaba una trayectoria vertiginosamente ascendente con La pianista (2001). Galardonada con el Gran Premio del Festival de Cannes, que también reconoció el trabajo de su actriz y actor principales, la película convirtió a Haneke en un...
Autor >
Marc García García
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