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COMO LOS GRIEGOS

‘Puntarelle’

Estos hierbajos se comen a destajo en Roma. Es una locura ciudadana y un consuelo y una excusa para sobrevivir al mes de febrero, ese tráiler de la muerte, el domingo de los meses

Guillem Martínez 25/02/2025

<p><em>Puntarelle</em>. / <strong>G. M.</strong></p>

Puntarelle. / G. M.

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-“… COMIENDO LOTO, SIN ACORDARSE DE VOLVER A LA PATRIA”. Recuerdo, con los colores atenuados y sin rostros del pasado, que éramos extraordinariamente torpes y pequeños, y que jugábamos alrededor de una fuente de peces rojos e inmóviles, en un rincón de sombra, humedad y verdor. Uno de nosotros, andaluz, como prácticamente toda la clase, de pronto interrumpió el juego y exclamó una palabra que nunca había escuchado. Panivino. Y arrancó un trébol del suelo y comió de él, con voracidad, su raíz blanca y roja. El resto nos aplicamos el cuento en 3, 2, 1, y empezamos a comer raíces de panivino como posesos. Recuerdo que eran crujientes y dulces y, a la vez, saladas. Según el niño, se podía vivir solo de panivino y eso era verdad porque se lo había dicho su padre. Como sucede siempre en la edad adulta, nunca jamás he vuelto a ver ni a probar panivinos, ese prodigio infantil, un vegetal que, hasta que he escrito esa vivencia, podría haber sido tan solo un recuerdo dudoso y falso, producido solo parcialmente. Pero el haberlo escrito me refuerza lo vivido, de manera que vuelvo a tener tres, cuatro años y a estar con mis amigos, eternamente niños y eternamente comiendo hierbajos. Unos hierbajos míticos, en tanto que, desde la niñez, cuando en ocasiones veo un trébol y lo escarbo, no encuentro nunca raíz alguna, sino el bulbo ese, pequeño y simpático, del que salen los tréboles. Aquellos niños no lo sabíamos, en fin, pero aquel manjar que comimos aquel día único y mágico es muy posible que no fuera otra cosa que alguno de los subtipos del milenario Tripolium, tal vez zapaticos de la virgen –Lotus corniculatis–, o tal vez trébol retamal –Medicado arborea–, tréboles integrados en la docena y pico de vegetales candidatos para ser, o no, el mítico loto, la flor de loto que comían los lotófagos, aquellos hombres sin memoria de los que Odiseo habla en el Canto IX de La Odisea. El loto en La Odisea es, recuerden, una planta silvestre que provocaba, a quien lo come, el olvido de la patria, es decir, la felicidad absoluta –que a su vez es la fuente, los peces, la infancia, el único fragmento sin memoria y sin patria de la vida–. Hola. Bienvenidos a Como los griegos. Hoy hablaremos del loto. Es decir, de hierbas silvestres que crecen, como la amistad y el amor, sin cultivo alguno y sin patria ninguna, tan solo a través de su propia voluntad vegetal, imparable e innegociable. Un regalo de los dioses con el que llenaron el mundo para que pudiéramos pisarlo o comerlo, indistintamente y según el día, y así nunca olvidar, nunca jamás, que el mundo es nuestro. Un alimento que nos recuerda nuestra Edad de Oro, cuando cazábamos y, más aún –en tanto que mucho más del 50% de nuestra dieta consistía en ello–, recolectábamos. Recolectábamos continuamente, con una facilidad y felicidad tal que es imposible no suponer que, mientras recolectábamos, inventamos el silbido, las canciones, los chistes verdes.

Cada zona tiene su/s hierba/s, innegociables en la dieta de la zona

-“… E DEL BEL PIEDE ALCUM VESTIGIO SERBE”. Comemos infinidad de hierbas. Y las comemos, mayormente, porque las comimos en la infancia y nos gustaron. Por León y Castilla comen pamplinas –uno de los mejores nombres del mundo para una hierba, un bebé o un perrito, si bien su apellido es más de señora de orden: Stellaria media–, con las que se hacen ensaladas –ensaladas, además, muy apreciadas por los esquimales, pues la pamplina es expectorante–. En el Pirineo catalán se come xicoia, o pixacà, es decir, meaperro, un nombre que indica que esa hierba debe ser lavada con vehemencia antes de su ingesta. Xicoia o pixacà, o, en castellano, diente de león, atienden, en el Registro Civil, por el nombre de Taraxacum officinalis. Se trata de una hierba silvestre que está en su esplendor dietético cuando hace frío. Se come en ensalada de ella misma en su mismidad. Con aceite y vinagre es deliciosa. Un no parar, una maravilla incomprensible. La sequía –esto es, el calentamiento global– está acabando con ella, me dicen. Cada zona tiene su/s hierba/s, innegociables en la dieta de la zona. Y, quizás, la metáfora de todas ellas, por el hecho de que es silvestre, buenísima e imparable –es decir, un hierbajo–, es la menta. Nos gusta porque tiene el sabor del primer beso. Bueno, del primer millón de besos, que se dan, por primera vez, en los primeros cinco o diez minutos del amor, pues saben, precisamente, a menta. Sobre la naturaleza hierbaja de la menta: mi casa, por ejemplo, olía a menta, si bien mi madre estaba negra de tanta hierba invasiva en el jardín, de manera que, cuando le daba el siroco, nos ponía a arrancar menta del suelo, en modo presidiarios que cantan blues. Era un trabajo imposible, si bien al contrario de otros trabajos también infinitos, como el de basurero, el de policía antidisturbios o el de director del DOGE estadounidense, olía muy bien. El culto peninsular a las hierbas se acrecienta conforme tiramos al este. En Catalunya es radical. Se comprende si pensamos que la cocina catalana consiste, básicamente, y para resumirla en un plis plas a un marciano, en cocinar con hierbas. Pero la cocina catalana es pálida en cuanto al uso de hierbas silvestres si la comparamos con la italiana, donde se comen, directamente en entrante, como aderezo, o como acompañamiento / contorno, hierbas que aquí, en el mejor de los casos, pisamos. Quizás de ahí viene el culto italiano a la hierba, tan profundo, intenso y lejano. Y sensual. Verbigracia: Petrarca. Petrarca, en su canción CLXII, va y arranca a lo bestia con un “Alegres flores, venturosas hierbas / que mi señora vagamente toca” y aquí, en este primer cuarteto, donde tendría que estar currándose discretamente los andamios para un terceto final que tire de espaldas, Petrarca lo da todo y hace con Laura lo que tendría que hacer en la conclusión del soneto. Dejarte a cuadros, liarla: “Prado, que voz escuchas de su boca / y estampa aún de su pie bello preservas”. Es decir, el prado, agradecido por la presencia y el sonido de Laura, hace crecer la hierba en la forma de su huella cuando su huella lo toca. El amor, la amada, sus pies, la hierba silvestre, la rúcula, la albahaca… las puntarelle, ese hierbajo perplejo en el exilio, es decir, que hoy ha dejado de ser un hierbajo silvestre, de manera que se ha desplazado hasta los campos de cultivo, donde se produce a lo bestia, sin olvidar que un día, hace siglos, fue pisado por Laura, esa ausencia de peso.

-‘PUNTARELLE’. La puntarella, en plural puntarelle, tiene varios nombres artísticos. Como Cicoria Catalogna, o como Cicoria Asparago. Es de la familia de las achicorias, plantas herbáceas que, a su vez, son primas de las asteráceas, esas golfas, por decir algo que les llame la atención, de manera que lean otra línea y otra y otra. Las asteráceas integran bichos como la escarola, que Lineo describió ya en el XVIII como habitual en los campos y en los márgenes de los caminos, como esos otros hierbajos que son, espiritualmente, los caracoles o los espárragos. Vamos, que uno iba al campo y, ya en el camino, se ponía las botas de puntarelle. La puntarella es un regalo del invierno a sus usuarios, que con el tiempo aprendieron a cultivarlo, algo fundamental si te vuelves yonki de puntarelle, estadio de la posesión absoluta del alma para el que es suficiente, en este caso, con una sola dosis. Las puntarelle las comen a destajo en Roma. Es una locura ciudadana y un consuelo y una excusa para sobrevivir al mes de febrero, ese tráiler de la muerte, el domingo de los meses, esos días y semanas en los que no sucede nada o, peor, nada bueno. Su sabor es amargo, el más sofisticado de los sabores, aquel que precisa cierta doma, cierta iniciación para ser conducido a él y a su paraíso. En los mercados se venden como planta completa y sin mutilar –una planta verde, hermosa, rara, con tallos, en cuyo centro se encuentra la parte sexi, la que se ingiere–, o ya domesticada y recortada y seleccionada por el verdulero, que también les dedica cierto tiempo a su formación pedagógica, de manera que las puntarelle pueden decir y entender palabras sencillas, como sí, no, agua o la-culpa-es-del-inmigrante. Van a un euro o euro y pico el etto / hectogramo / 100 gramos. La manera de hacerlos no solo es sencilla, sino que conforma uno de los pocos alimentos que se cocinan –es decir, se transforman a través de la manipulación de la temperatura– con hielo. No se vayan.

El objetivo de ese enfriamiento súbito y prolongado de las puntarelle es endurecerlas y convencerlas de que lo suyo es la turgencia

-LA RICETTA. Se va al mercado –romano–, se compran puntarelle ya urbanizadas por el señor que las vende. De vuelta a casa –en el caso de vivir en Roma, claro– se disponen en agua con abundante hielo. Se dejan en remojo unos 30 minutos en esa tesitura, si bien cambiando el agua en, al menos, tres ocasiones. Si no tienen claro ese concepto, repasen Barrio Sésamo, en su polémico capítulo en el que Gustavo enseñaba, desafiante, a contar hasta las tres unidades. El objetivo de ese enfriamiento súbito y prolongado de las puntarelle es endurecerlas y convencerlas de que lo suyo es la turgencia, cosa que comprenden, lo dicho, en media hora. Después, colar y escurrir y secar de aquella manera, y disponer en cada plato junto con la salsa. Qué salsa, se estarán preguntando, con toda la razón del mundo. Pues la que se sirve con las puntarelle y que, sin duda, es el mejor acompañamiento inventado para lo amargo, de forma colectiva y anónima, en la cultura que más ha apostado por el sabor amargo. Es una salsa tan importante que se merece un apartado propio.

-UNA HABITACIÓN PROPIA PARA LA SALSA DE LAS ‘PUNTARELLE’. Esta salsa, que carece de nombre –hasta ahora, momento en el que le he puesto, solemnemente, Laura Antonelli; porque le pega–, es sencillísima de hacer. Mortero. Agregar un diente de ajo al que –recuerden, esto es, epistemológicamente, Italia–, se le arranca su germen, para que no resulte ofensivo. Se le agrega uno o dos filetes de anchoa. Para ello tengan siempre en casa un bote de cristal con anchoas en sal. Le hacen mucha compañía, además, al limón partido que siempre hay en la nevera. Se maja todo ello y, posteriormente, se agrega aceite de oliva virgen y, tachán tachán, vinagre –yo le agrego, además del vinagre, un poco de aceto–. Recuerden, no se pasen con el vinagre, que seguimos en Italia, por lo que rechazamos las desproporciones hispanas. Y ya está. Solo hay un problema, y no menor.

-EL PROBLEMA. SU SOLUCIÓN PRODIGIOSA. En la Península Ibérica no hay, como su nombre indica, puntarelle. Lo que ha hecho que dude en empezar a escribir este artículo. Es como chungo dar recetas con productos que no existen. Por eso, brrrr, me corto y no les paso un articulazo sobre, por ejemplo, la botifarra dolça / butifarra dulce, una especialidad empordanesa, una butifarra hecha con azúcar, la única butifarra del mundo que produce caries, si bien también resulta una experiencia religiosa, imposible de degustar en España, donde ni siquiera hay butifarras normales, sin azúcar. Y no, en España, lo dicho, no hay tampoco –como en el grueso de Italia, salvo en Roma– puntarelle. Pero hay amargura. También de la que se come. Por ejemplo, escarola. Y, mejor aún, escarola fina, o frissé, una escarola más estilizada y fina de la habitual, divertida y con un amargor delicado, a la que le sienta de película la salsa de las puntarelle. Fabriquen en dos o tres minutos esa salsa prodigiosa y viértanla encima de la escarola, frissé o genérica. Comprobarán que es la mejor salsa del mundo para resaltar los amargos de las hierbas amargas. Y disfruten de un febrero en Roma, sin febrero ni Roma.

-“… COMIENDO LOTO, SIN ACORDARSE DE VOLVER A LA PATRIA”. Recuerdo, con los colores atenuados y sin rostros del pasado, que éramos extraordinariamente torpes y pequeños, y que jugábamos alrededor de una fuente de peces rojos e inmóviles, en un rincón de sombra, humedad y verdor. Uno de nosotros,...

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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