
Donald Trump, durante un acto de campaña, el pasado 2 de noviembre. / Cuenta de TW de D. Trump
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Dentro de la compleja, agitada y convulsa historia de la Revolución soviética, el fuerte debate y la dura controversia a que dio lugar la discusión acerca de “el socialismo en un solo país” ocupa un lugar de enorme relieve. Entre otras consecuencias, el resultado a favor de esa tesis iba a marcar el futuro de la revolución, al suponer el triunfo, en el interior de la dirección bolchevique, del punto de vista compartido –aunque desde perspectivas desiguales– por Bujarin y Stalin, y la derrota de las posiciones defendidas por Zinoviev y Kamenev. Una victoria que, conviene recordar, acabaría siendo decisiva para el crecimiento del poder y ascendencia de Stalin dentro de aquel PCUS en marcha hacia ese “socialismo en un solo país” que no habían contemplado como posibilidad ni Marx ni Engels, y que Lenin solo parecía haber aceptado como paso “provisional” a la espera de las deseadas revoluciones que habrían de tener lugar en el ámbito de las economías desarrolladas. Una esperanza defraudada, que daría ocasión precisamente a duros enfrentamientos entre los saturnales “hijos de la revolución”.
Todavía hoy, pasados más de treinta años de la caída del Muro de Berlín, interpretada como expresión de la derrota/fracaso del horizonte que la revolución bolchevique había puesto en marcha en 1917, no faltan lecturas que ven en aquella elección del camino hacia el socialismo en un solo país las razones últimas de ese vencimiento.
Viene esto a cuento del actual proceso político made in USA, que en mi opinión pudiera estar dando lugar a una novedosa y curiosa orientación económica que bien podría permitirnos hablar de los intentos de Trump por instaurar, a modo de contracara de aquella estrategia soviética, su propio camino hacia el capitalismo radical prometido por Friedrich Hayek y Milton Friedman.
No se trataría en este caso –aunque también– de una mera cuestión de aranceles y balanza de pagos. Cierto que el importe del déficit comercial de Estados Unidos con China, México y Canadá asciende a una cifra bien respetable de 270.000 millones de dólares, mientras que en la relación comercial UE-EEUU, una de las más significativas del mundo (30% del comercio global), el déficit se disparó un 12,9%, a los 235.600 millones de dólares. Pero no todo, ni acaso lo más importante, sean las cifras, sino el lenguaje que las acompaña.
Días antes de su toma de posesión, Trump declaraba que el bloque de los 27 maltrataba al país norteamericano y, más recientemente, al hablar de nuevo del déficit, afirmaba que “Europa ha abusado de Estados Unidos durante años”, que “nos están estafando mucho y Estados Unidos está cansado de que le estafen”, y amenazaba con no seguir subvencionando las economía de esos países con los que se producía déficit. Entiendo que expresiones como “maltrato” o “estafa” incorporan una lectura moral, con su carga política correspondiente, mientras que el uso del término “subvención” como categoría comercial no deja de transmitir una autodescripción paternalista propia del amo o patrón que se siente dolido a pesar de su pretendida generosidad. Papá, vendría a decirnos Trump, se ha enfadado, y esto se va a acabar porque el capitalismo bien entendido empieza por uno mismo. Es decir, que lo que se va a acabar es la generosa política de “subvenciones” que –según la lectura de Trump– ha venido desempeñando Estados Unidos dentro del sistema global capitalista imperante desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Lo que se va a acabar es la generosa política de “subvenciones” que –según la lectura de Trump– ha venido desempeñando Estados Unidos dentro del sistema global capitalista
Para comprender este delirio económico, entre la paranoia mercantil y la esquizofrenia imperialista (el imperio como generosidad), lo menos indicado es caer en ese vicio histórico tan extendido de achacar problemas psicológicos a los autores que dan nombre a los hechos históricos. El delirio, la paranoia y la esquizofrenia no son de Donald Trump y su equipo de consejeros, secretarios y celebrantes, que no dejan de cumplir el necesario y obligado papel de protagonista, secundarios y figurantes. Mejor pensar en un delirio capitalista, una paranoia razonable y una esquizofrenia imperialista que no dejan de tener su fundamento histórico, y que el propio capitalismo lleva como seña de identidad.
La Historia contemporánea en sentido estricto, es decir, aquella en la que han venido transcurriendo nuestras vidas y circunstancias, es hija de la Segunda Guerra Mundial. Somos, o éramos hasta hace poco, herederos y deudores de una posguerra donde el llamado Plan Marshall contribuyó a impulsar unas economías europeas que apenas lograban salir del estado de ruina. Es entonces cuando Estados Unidos, cuyo territorio había permanecido ajeno a la ola de destrucción, se presenta como el único país capacitado para suministrar bienes y recursos de producción, empezando por el más obvio: el capital, mediante la aportación de unas ayudas financieras (origen semántico sin duda de la perversa “subvención”) de más de 13.000 millones de dólares de la época. Un hecho histórico innegable que sin duda facilitó la creación, en el bloque occidental, de una economía política de corte keynesiano sobre la que, al menos hasta la crisis del petróleo de 1973, descansaba, con autosatisfacción, el sistema económico global. El Plan Marshall y demás ayudas USA para la reconstrucción de Europa son entendidas como “caridad económica” por parte del “buen americano” y como argumento para que el bueno de Trump pueda hablar de desagradecimiento por parte de la Unión Europea y demás países beneficiados.
Ni qué decir tiene que esa generosidad que pretende atribuírsele al Plan Marshall, al tiempo que ayudaba a poner en marcha las economías occidentales, favoreciendo los intercambios comerciales y creando los acuerdos e instituciones del sistema económico global de la postguerra, beneficiaba directa y extraordinariamente a la propia economía norteamericana, necesitada para su expansión de encontrar fiables mercados para sus exportaciones y privilegios de todo tipo para la localización y actividad de sus empresas. Al fin y al cabo y como dice el poeta Vladimir Holan: “La avaricia comienza en el dar”. Y avaricia fue también la imposición del dólar como férrea herramienta monetaria para el intercambio comercial, o la firma de toda una red de acuerdos comerciales que venían garantizando a su moneda la última palabra en el juego económico a escala mundial desde que la caída de la Unión Soviética eliminó la posibilidad de una competencia alternativa que hasta ese momento venía representando.
Trump, aun sin haber leído a Bujarín o Stalin, ha decidido apostar por una paradójica versión de aquel “socialismo en un solo país”
Ahora bien, ¿qué ha venido sucediendo para que Trump decida que el capitalismo bien entendido empieza por uno mismo, rompa la baraja del comercio internacional y ponga en marcha toda una serie de medidas supuestamente necesarias para crear “una nación que sea orgullosa, próspera y libre”, una nación cuya soberanía sea “restablecida” y que se haga de nuevo “rica”? Tales medidas conducen a sospechar que Trump, aun sin haber leído a Bujarín o Stalin, ha decidido apostar por una paradójica versión de aquel “socialismo en un solo país” desde el que la recién nacida República Soviética necesitó enfrentarse a sus enemigos. A eso suenan al menos las palabras del Trump triunfante: “Pondremos impuestos a otros países para enriquecernos”. Un capitalismo contra todos los demás capitalismos. ¿La consecuencia lógica de un imperio al que le ha entrado el miedo?
Sobre la decadencia del imperio USA se lleva hablando mucho tiempo. Lo que es nuevo es que sean los propios norteamericanos los que la reconozcan. Y sin embargo eso fue, creo, la clave del mensaje exitoso de Trump, su catarsis. Si su consigna era “hacer otra vez grande nuestro país”, lo que en realidad les estaba descubriendo a sus votantes era que ese empequeñecimiento era algo real y temible, al mismo tiempo que se ofrecía como única solución frente a la catástrofe. Contra la decadencia, Trump propuso a los votantes el poder imperial: acabar con quien nos está estafando. Un proyecto económico –el equilibrio en la balanza de pagos– que se entrelaza con su provocador y narcisista mensaje político: somos el poder.
Es curioso que, al hablar de las primeras medidas adoptadas por Trump, la atención se haya centrado sobre todo en la cuestión de los aranceles, mientras que el verdadero gesto de poder imperial –la imposición a Panamá de la expulsión de China de su rol en el canal– apenas haya dado lugar a comentarios. Porque lo que Trump pretende es dejar claro que el capitalismo es él, mientras que los demás lo son sólo con su venia. Lo dicho: un capitalismo contra todos los demás capitalismos.
No deja de resultar contradictorio exhibir poder –y Trump es el rey del exhibicionismo– al mismo tiempo que se proclama la propia debilidad. ¿A que tiene miedo ese rey que se reviste con los ropajes grandilocuentes del poder? A estar desnudo, diríamos los amantes de la literatura. Pero la literatura, lo sabemos, no siempre procura la metáfora más adecuada.
En los mentideros mediáticos y las cátedras del análisis político, a ese miedo se le pone un nombre: China. Y, efectivamente, si como recordaba Rafael Poch recientemente, el 41% de los semiconductores utilizados por el complejo militar-industrial americano proceden de China, ¿cómo no tener miedo a que te estén desnudando? Si en las últimas reuniones de los BRICS empieza a vislumbrarse el cuestionamiento de ese gran misil económico que sigue siendo el dólar como moneda y valor de cambio ¿cómo el Imperio puede no temer su asalto y derrocamiento?
Trump y sus votantes sin duda sienten una enfurecida nostalgia de aquella nación que recién terminada la Segunda Guerra Mundial, en unos tiempos en los que el resto de los países de Occidente, heridos por los destrozos de la guerra, trataban de reconstruir sus maltrechos capitalismos, era el paladín del capitalismo. Hoy Trump quiere pasarnos la factura incluso de aquella leche en polvo y esos quesos enlatados que fueron enviados a la España franquista, y todo parece indicar que la Unión Europea estará dispuesta a pagarle y, si es necesario, dejarle Groenlandia o la Franja de Gaza de propina. Pero el chantaje que todo poder representa también provoca malestar y resentimiento, y el capitalismo financiero requiere ante todo confianza. Al capitalismo en un solo país pudiera sucederle lo mismo que a aquel socialismo en un solo país: gastar demasiadas fuerzas en defenderse. Vivir en continuo estado de guerra comercial, por muy incruenta que esta sea, no es una buena cosa para los negocios. El capitalismo bien entendido empieza por uno mismo, pero puede acabar en el mismo sitio. Lo malo es que entre tanto nos coja en el medio, y sin alternativas, la batalla del capitalismo contra el capitalismo.
Dentro de la compleja, agitada y convulsa historia de la Revolución soviética, el fuerte debate y la dura controversia a que dio lugar la discusión acerca de “el socialismo en un solo país” ocupa un lugar de enorme relieve. Entre otras consecuencias, el resultado a favor de esa tesis iba a marcar el futuro de la...
Autor >
Constantino Bértolo
(Navia de Suarna, 1946) ha sido editor de Debate y de Caballo de Troya y ha ejercido como crítico y agitador cultural en diferentes medios. Es autor, entre otros libros, de 'La cena de los notables' (Periférica) y de '¿Quiénes somos? 55 libros de literatura del siglo XX' (Periférica). Ha publicado sendas antologías de Karl Marx ('Llamando a las puertas de la revolución', Debolsillo) y de Lenin ('El revolucionario que sabía demasiado', Catarata). Es militante del Partido Comunista de España.
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