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I.
No sin esfuerzos, mis padres comenzaron a construir casa propia. Una casa de piedra. Mi padre trazó los planos en la mesa del comedor. No eran los planos de una casa cualquiera.
La obra avanzaba lentamente: se afanaban en ella un maestro albañil, Don Lupe, y Pedro, su peón. Se decidió sumariamente que mi hermano y yo fuéramos cada tarde, después del colegio y hasta el caer de la noche, a ayudar.
Al palear cascajo, al tratar la madera con pentaclorofenol, al dar de beber al concreto en fragua, mi hermano y yo, fantaseando con fugarnos al parque o escaparnos al cine, maldecíamos nuestra perra suerte.
Más de treinta años hace de aquello. Hoy, de salirme al paso el olor del cemento fresco -olor de arroyos subterráneos-, me asalta un memorioso haz de sensaciones y agradezco se brindara a mis manos infantiles el privilegio de construir la que fuera mi casa.
II.
Invierno. Rompe el alba en un punto de las desangeladas y confusas márgenes de miseria donde la Ciudad de México termina o comienza. Una cámara de vídeo justifica -o eso quiero creer- mi presencia ahí. Hay ante mí una larga hilera de seres opacos, lado a lado en las lindes del páramo. Largas sombras untadas en el lodo. Apago la cámara y solamente miro. La imagen se quema en mi retina, imborrable como una gota de alquitrán.
Tras despertar ateridos, hombres y mujeres salen de sus endebles casuchas de lámina picada, llantas, cartones creosotados, tablas mal claveteadas y —las parduscas cobijas aún sobre los hombros— se alinean ante los primeros rayos, oblicuos, del sol. Se friccionan los brazos. Hálitos y palabras danzan frente a los cansados rostros.
El sol, por calentarlos, hace lo que puede.
La línea se disgrega y cada silueta reemprende su lucha por la vida.
III.
El pasajero a mi derecha en el avión de línea copia con aplicación, en un cuaderno, caracteres chinos. Miro los trazos de reojo, intrigado por tanta hermosura indescifrable. Termina por entablarse el diálogo y mi vecino elige, para ilustrarme, un signo entre muchos. El que designa al hogar o a la familia.
Lo componen dos elementos: un techo sobre un puerco. Elocuente síntesis de la prosperidad.
IV.
Mediodía en la ladera de una barranca: la policía ordena el desalojo de un asentamiento irregular. Macanas, escudos transparentes, cascos, anteojos oscuros, armas largas, chalecos antibalas, voces que crepitan por radio -arba’ hamesh, arba’ hamesh- en una lengua rasposa. Un aguerrido despliegue de poderío, inmóvil, impecable.
Frente a éste, un hormiguero variopinto se atarea a desmontar barracas. Arriba, en la distancia bajo el sol a plomo, las calizas murallas de Jerusalén.
Una mujer reúne apresurada, en una tina de plástico, descascaradas ollas de peltre. Aparta un gran bidón de aceite, anuda bultos de ropa. Un hombre de cerrada barba desclava, amontona y amarra tablas, láminas acanaladas. Tres pequeños corretean. Pegan jubilosos brincos en el tambor de una cama, a cielo abierto. Los negros ojos ríen.
Echando bufidos de humo, una prognata hilera de cinco bulldozers enseña los dientes. Come ansias: aguarda la carraspienta orden de arrollarlo todo.
Entre el armario de pobre de espejo pringoso y las cubetas coloridas, bulliciosos y chispeantes los niños juegan: procurarse un nuevo techo no es problema suyo.
V.
La tierra es roja, rojos también los tablones de madera de palma, sofocante el calor y fétidos los efluvios del albañal. En un palmar de Coyuca de Benítez, Guerrero, México, una jovencísima colonia de invasores de tierras. Un laberinto de casitas. Todo es tan nuevo como improvisado. Hileras de botes de hojalata con minúsculas flores delimitan los predios. Polluelos se apartan a la carrera ante mis pasos.
-La finca tenía años de estar abandonada. Nos organizamos, y una noche, ¡jálate!, que nos metemos todos de putazo. Quinientas familias.
Me explica lo anterior, prieto y optimista, un sonriente joven en camiseta y sandalias. Lleva vendas en ambas manos.
-No es nada; me quemé gacho poniendo un diablito pa’colgarme a la luz. Ya voy de salida.
Quinientas familias conjugan colectivamente un verbo y a tientas se funda una ciudad.
VI.
París. Un domingo de primavera al caer la tarde. Paseo, con mi mujer de entonces, por las avenidas vacías del 14ème arrondissement. Tomados del brazo, conversamos. Recogemos alguna semilla de arce, comentamos una fachada, miramos juntos los aparadores. De las vitrinas, las de agencia inmobiliaria son las que con más vigor imantan su mirada. Se demora delante. Pondera los volúmenes de un loft, compara, acuciosa, las molduras de dos cielos rasos, desaprueba los acabados de una escalera en espiral, se encariña con tal o cual atelier d’artiste.
No tenemos dinero -eso sí que lo sé- para ensanchar nuestro espacio de vida. Mi resignado, pragmático fatalismo pone cualquier ensueño fuera de mi alcance. Las fotos y las pomposas descripciones no me atizan el menor interés y la ristra de redondas cifras me resulta abstracta, inasible. Guardo silencio. Un silencio que crece en torno a nosotros como una enredadera.
Examinados todos los anuncios, mi mujer echa a andar. No tenemos dinero, eso bien lo sabe. Pero espera otra cosa. La vitrina de la agencia inmobiliaria abre una ventana a su anhelo de una vida mejor.
VII.
La Gombé es uno de los raros barrios de Kinshasa -la caótica y exaltada capital de la República Democrática del Congo- que un mundele, un blanco, puede recorrer solo y a pie. Doscientos metros, si acaso, separan la puerta del hotel del instituto cultural en el que imparto mi taller. Los remonto y los bajo varias veces al día. El ojo los recorre en un vistazo: un despejado cruce de avenidas sin aceras, un puentecillo sobre un turbio canal a cielo abierto, polvorientos rastros de obras de vialidad o drenaje con traza de haber comenzado un día de optimismo y nunca concluidas. Tras las bardas ornadas de tropicales manchones de humedad y alambre de púas, el esplendoroso incendio de unos flamboyanes en flor. Cuando el sol abrasa, la luz es cegadora, sofocante el bochorno, mi sombra nítida; bajo los henchidos nubarrones de la tarde, la caminata resulta más llevadera.
Suelo ser el único peatón. Aunque no la única presencia: una negra indigente vive bajo la cornisa de una bodega. Allí se pasa el día, protegida de lluvia y de sol por una saliente de cincuenta centímetros de concreto armado. Descalza, singularmente aseada para alguien cabalmente zafado del mundo, no parece poseer más que los pardos harapos que lleva encima. Me apasionaría escuchar su historia, pero sé que demasiado nos separa. Así que nada más la miro, con pudor, al pasar. Ella hace lo mismo. Una vez -guardo la impresión, aunque no lo sé de cierto- intercambiamos un ligerísimo y mutuo asentimiento, una muda mirada.
Hoy, durante mi curso en el instituto, se desató un chubasco. Tal fue el estruendo en la vasta techumbre metálica que acalló, largo rato, todo diálogo. Luego, los vientos soplaron.
Cuando emprendo el camino hacia el hotel vuelve a brillar el día. Diviso en la distancia a la indigente: está como postrada en el suelo, al borde de la calzada. Podría estar orando, me digo. De inmediato me corrijo. No. No es, el Congo, país musulmán.
De rodillas en el suelo, la mujer bebe.
En las aguas del charco.
Bebe como un venadito.
Hay en los charcos, que voy brincando por no llenarme los zapatos de barro, esplendorosas flores de flamboyán. Tras las rojas flores se refleja el limpio y vasto cielo.
I.
No sin esfuerzos, mis padres comenzaron a construir casa propia. Una casa de piedra. Mi padre trazó los planos en la mesa del comedor. No eran los planos de una casa cualquiera.
La obra avanzaba lentamente: se afanaban en ella un maestro albañil,...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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