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‘Una mina de oro’ se emplea, las más de las veces, como frase figurada.
No esta vez: vengo de visitar una, una verdadera: el descomunal Tajo Vincuntaya de la Operación Minera Kori Chaka, a espaldas -por así decirlo- de la ciudad de Oruro, en la provincia del mismo nombre, Estado Plurinacional de Bolivia.
Quien busca oro -nos advierte con claridad hiriente Heráclito el Oscuro- remueve mucha tierra. Y sí. Extraer oro por el proceso de lixiviación consiste en mover montañas. Moverlas, literalmente, de un sitio a otro. No sé si la fe aún logre tales hazañas; el oro, sí. La Operación Minera, propósito puro, transforma día con día brutalmente el paisaje. Deshacer las mismas montañas tomaría a la erosión tiempos geológicos, millones de años, tantos como tardó la cordillera en formarse.
En esa sima en espiral cavada a cielo abierto por los estruendos coordinados de la dinamita, por rugientes máquinas del tamaño de un edificio, me siento y sé insignificante…
Ansioso por un cambio de perspectiva, miro al límpido cielo del Altiplano y me pregunto: "Todo esto, ¿cómo se verá desde el aire?".
Cae la tarde. Vamos ya de vuelta. Un rodeo al Cerro Pata de gallo -en cuyas faldas se afana la ciudad minera- y el chófer e ingeniero me devolverá al hotel. Le pido mejor me deposite ante las verjas del Jardín Zoológico que él mismo me mostrara, muy de mañana, al inquirir yo por la incongruente avenida de oscuros árboles en la ladera del cerro.
Y es que en el Altiplano boliviano, que se alza por encima de la línea de la madera, un árbol es siempre un acontecimiento para los sentidos, un motivo de júbilo. Señala, además, el triunfo de voluntades obcecadas en mantenerlo vivo. En el modesto parque del zoológico hay un empinado paseo bordeado de cedros. Algo grises y ralos, sí, pero suficientemente altos y viejos como para -ahí y entonces- resultar majestuosos. Después de tantas aristas de mineral desgajado, de tanto polvo muerto, ansío el bálsamo reconfortante de la savia, las hojas, la corteza.
Nos despedimos. Cierro la portezuela. La empolvada Nissan de la compañía minera se aleja calle abajo por Capitán Barriga.
En la vetusta taquilla me sugieren que, si quiero verlo todo, no me demore mucho: casi están por cerrar. Mi boleto dice ’Zoológico Municipal Andino’.
Pues sí, el orureño es, casi exclusivamente, un zoológico de fauna andina. No siempre lo fue; durante el siglo XX albergaba animales exóticos. Paulatinamente, con el declive de la ciudad misma, el zoo de Oruro se fue viniendo a menos, sus inquilinos, tornándose melancólicos. Hubo incluso, hecho una calamidad, un león africano oriundo de La Paz. Su afrentoso nombre -Fido-, harto elocuente de las que fueran sus deprimentes condiciones… Varias voces compasivas se alzaron para cerrar de una vez por todas el gris moridero de animales. La campaña algo logró: en un intento de concederle sentido, se transformó el jardín zoológico de Oruro en un zoológico andino y se iniciaron traslados y reformas que, a juzgar por los polines y los montones de grava en las jaulas abiertas, están -quiero creer- todavía en proceso.
El parque, en una parcela rectangular, asciende por veredas y escalinatas sobre la empinada ladera del Pata de gallo. El destartalado circuito sube y sube para volver a bajar. Un aire de inacabamiento flota en el jardín. Las más de las jaulas y corrales están vacíos. O albergan costrosas carretillas e inamovibles sacos de cemento, ya fraguados. En Bolivia, me he percatado, resulta a veces trabajoso terminar las cosas.
Un dorado quirquincho (Chaetophractus nationi), el redondo y velludo armadillo de los Andes, hurga en la arena dorada de su encierro. Animal acorazado, el simpático quirquincho horada rascando con las uñas intrincadas galerías subterráneas. Es un minero. Y sirve por ello de símbolo de la ciudad.
Más adelante están los monos capuchinos -no hay monos en los Andes-; éstos vienen de Los Yungas, vertiente amazónica de la cordillera. Debieron ser repatriados, pero aguardan todavía un albergue en su tierra. La familia de Cebus albifrons se entretiene mordiendo cáscaras de fruta. Van y vienen, se mecen en la techumbre, se corretean, se espulgan. Uno acude presto a mostrarme un pistilo complicado: su falo violáceo en erección. Y me enseña también los agudos colmillos, el estriado paladar.
Inquietas motas grises en una conejera, las vizcachitas mascan hojas de flácida lechuga. El suelo está cubierto de bolitas ovales de excremento, asombrosas en su diminuta regularidad. A caballo entre el conejo y la chinchilla, la orejona vizcacha arrastra tras de sí una cola larga y suave. Es, dicho sea de paso, suculenta en estofado. En un museo de arte virreinal pude contemplar un óleo sobre lienzo de principios del siglo XVIII. El pintor anónimo había puesto en el primer plano de su representación del Jardín del Edén, entre librescos elefantes y jirafas, una vizcacha gris, que, en Potosí, sin duda tuvo más a mano.
Hablando de arte: académicas esculturas de animales, en tamaño natural, ornan los prados y glorietas. Sedente y amistoso, el jacumani -el cuasimítico oso andino, desaparecido ya en tiempos históricos de la faz de la tierra- existe sólo en hierro fundido.
Una llama en libertad ronda por andadores y escaleras. Amedrenta desvergonzada a los paseantes, asalta en despoblado. Les arranca de las manos la bolsa de papitas, el choclo con mayonesa, el algodón de azúcar, los chicharrones de harina. Impune y satisfecha, la parda forajida deja tras de sí una estela de niños en llanto.
Quien diseñó el circuito pensó su dramaturgia. En la terraza más alta, el puma. Lo que debía, sin embargo, pasar por un clímax… no lo es tanto.
Su proverbial elasticidad ya sin sentido, un puma andino (Puma concolor) traza una incesante y neurótica ruta en forma de ocho -o de infinito- en un minúsculo resquicio de su generoso encierro. Lleva el flanco tristemente pelado, de tanto rilkeano rozar contra el pretil de cemento. ¡Quién deslizara una mano por entre los barrotes, una mano que el puma pudiera arrancar de cuajo para saberse nuevamente vivo! Un foso seco con algo de cascajo y basura impide que penetre la mano redentora.
Quiero verlo todo, así que apuro el paso. No quedan casi visitantes. La luz cae oblicua y el sol está por ocultarse tras el cerro.
Un vallado. Recogidas bajo el tejabán para la noche, las aristocráticas vicuñas (Vicugna vicugna) de cuellos gráciles, negra mirada asustadiza y luengas pestañas en la estética manga.
Cóndor. Verifico la hora y obedezco al letrero en forma de flecha que me encamina hacia los grandes aviarios de malla ciclónica. El cielo del atardecer, precisamente recortado en rombos. De arriba cuelgan extrañas estructuras de ramas y alambres. Un cartel informativo ilustra a los visitantes: El cóndor (Vultur gryphus), espíritu mismo de los Andes, es el ave voladora más grande del mundo. Las aves juveniles presentan una coloración pardo-ocrácea y en adultos el plumaje es negro excepto en el dorso de las alas. Miden de 100 a 170 cm de longitud y pesan 11,5 kg. La envergadura de las alas puede llegar hasta 3 metros. Son monógamos. Cada dos o tres años, la pareja deposita un huevo en una grieta o cueva. Estado de conservación: vulnerable.
Un estrecho túnel ciego, todo en alambrado, permite penetrar en el vasto aviario. Avanzo hasta el fondo y advierto de inmediato que la reja final tiene el candado abierto. Dispersos sobre el césped -¡césped! ¡En el Altiplano!- hay carne en jirones, purpúreos costillares de llama resecos y terribles.
¿Dónde están los cóndores?
Enfundado en un mono de drill y una cachucha a juego, un hombre menudo trajina dentro de la inmensa jaula. Cambia, con escoba y balde, el agua en las piletas de cemento.
Un gran pajarraco negro se revuelve a sus pies.
El ave le atrapa con el pico la valenciana del pantalón. Con brusca insistencia, el cóndor pide mimos. El cuidador suelta la escoba y se dobla para acariciarle la cabeza rosada y pelona, la extraña cresta negra. Le rasca, entre las plumas, la fornida pechuga. Tras un rato de mimos, pretende volver a su faena. Pero el ave no ceja, exige más cariño, más, le obstruye el paso. Al cuidador no le queda otra que ceder.
"Es cariñoso…", comento, alzando la voz, tras la alambrada.
"Uy, sí. Nomás no deja trabajar", su respuesta atiplada silba entre los contados dientes. "Es todavía polluelo, vino de Cochabamba. Todavía va a crecer. ¿Verdad, Felipe?", interpela al rapaz mientras le frota el lampiño cuello, la correosa nuca.
"¿Se llama Felipe?", pregunto.
El cuidador se acerca, estorbado por el ave.
"Éste. El otro, el Gonzalo que está cojito, ese es malo-malo. Tiene veinticinco años que le limpio su jaula y que le traigo su charque pa’que coma y todavía se me tira encima. Ni cambiarle su agua me deja. Mire, hasta me ha dejado cicatrices..."
Se alza la visera de la gorra. Sobre la ceja izquierda, lo que alguna vez fuera un tajo profundo.
Aparta con la escoba al Felipe y me lleva a ver al Gonzalo en una jaula menor dentro del aviario principal. Majestuoso, aterrador, inmenso (dobla al Felipe en tamaño), un macho adulto de orgullosa mirada carnicera. Mi instinto atávico es postrarme en señal de veneración y respeto.
"¡Chist! ¡Chist! ¡Gonzalo, huevón!", lo azuza el cuidador. "Lo tengo que encerrar para poder limpiar", acota para mí.
Desde su sólida percha, el Gonzalo nos ofrece indiferencia y desprecio. Acaso haya en sus ojos un destello de inquina. El plumaje es de un negro lustroso y señorial. Las plumas remeras de las alas son blancas.
"¿Y así que uno es bueno y el otro malo?", inquiero.
"Es que al Felipe lo agarraron polluelo. Y es querendón y chiqueado. Siempre ha vivido en jaula, no conoce otra cosa. Al Gonzalo se le capturó ya adulto. Es malo, temperamental: conoció la libertad". Hace una pausa y luego me interpela, encarándome: "¿Se imagina usted lo que es volar por el cielo, dominándolo todo, y que le arrebaten eso a uno pa’ tenerlo encerrado?".
Quedo mudo.
El imponente Gonzalo estira el nudoso cuello, se reacomoda unas plumas y nos vuelve el dorso. Carnívoro carroñero, el acerado pico del cóndor es capaz de cortar cuero para llegar al músculo.
"Además, lo lastimaron al atraparlo. Yo le entiendo que nos tenga rencor… Ya le conozco el modo: ahorita está tranquilo; cuando está enojado se pone colorado, colorado. Si por mí fuera, yo lo soltaba".
Recibo mudo el vehemente alegato de libertad que me regala el resignado carcelero.
Ya otra vez el inocente Felipe está molestando a sus pies, reclamando cariño.
Mudo todavía, pienso rápidamente en la teoría de la impronta, que valiera a Konrad Lorenz su Premio Nobel. Pienso decir algo, que de inmediato descarto: erudición fuera de tono.
"Y usted, ¿cómo se llama?", pregunto por fin al cuidador.
"Simón. Para servirle".
"Oiga, Don Simón, ¿y me va a dejar meterme a acariciar al Felipe?".
Mi petición lo pilla por sorpresa, lo divierte:
"¡Uy, papito!", se exclama y me ofrece una sonrisa desdentada. "¡No se puede! Si me ven, ¡me corren!".
Pero ya en el Zoológico Municipal Andino de Oruro no hay un alma. Será sólo un instante y no lo verá nadie, insisto. Poco a poco, Simón se va ablandando.
Propone que venga el lunes que el jardín cierra. Él no sale nunca y, si de veras quiero, me puede abrir.
"Tiene que ser hoy", arguyo; es apenas jueves y compré ya el pasaje de autobús que me llevará a Potosí y de allí a Cotagaita, a Tupiza, a Titihoyo a Espicaya…
"Bueno, a ver…", accede tentativo. "A ver si cuando se vayan los de Administración…”".
Que me espere en la placita a que haga noche, quedamos, y que ya saldrá a buscarme.
Así que feliz, expectante, mato el tiempo en una banca de hierro pintada de dorado. Pongo al corriente, en mi libreta de apuntes, mis copiosas y apresuradas notas sobre el oro, miro vaciarse la plazoleta 9 de abril, aguardo la sigilosa visita de Simón. En un estado de lucidez alucinada recorro las contadas significaciones íntimas que la palabra cóndor tiene para mí.
Me vuelve a la mente, en un viejo número de la revista National Geographic -mis padres me tenían suscrito y mucho hizo, mes tras mes, el sobre amarillo de papel manila por nutrir mi sed de mundo-, la descripción de un añejo ritual andino: a un toro bravo, los pitones trenzados de cintas coloridas, se le ataba un cóndor vivo en el lomo. Suelto en la plaza del villorrio, furioso, el toro alado pegaba saltos de energúmeno hasta que el cóndor, dando poderosísimos aletazos -blow after thundering blow decía la frase, que me marcó-, lograba liberarse y partir volando rumbo al sol.
"Eso debo verlo algún día", me prometí en vano.
Me viene enseguida a la memoria -ya que ambos recuerdos van ligados- aquella invitación lanzada por Gastón Chany Garreaud (1934-2005), gran aviador peruano y artista autodidacta, que tanto puso a soñar mi postrera adolescencia. Tras escuchar mi eufórico relato del toro alado, Chany me propuso repitiéramos, en un monomotor biplaza, el descenso del cóndor por el Cañón del Colca... No pasó de una conversación de sobremesa. Pero ¡qué conversación! El cóndor gira, gira, gira durante días sin batir las alas, a siete mil metros de altura, soportado por el vigoroso impulso ascensional de las columnas de aire. Y de pronto decide bajar por el cañón, uno de los más profundos del mundo, con pendientes en las paredes de hasta 60°. Atraviesa, planeando siempre, distintos microclimas. Sigue el curso del río. Divisa acaso, allá y acullá, geométricas ruinas de civilizaciones olvidadas. Las pasa por alto: en una pedregosa y desierta playa del Pacífico lo aguardan, hinchadas y hediondas, las descomunales carroñas de los leones marinos…
Nunca supe si Chany halló otro copiloto para remedar el magnífico descenso del rey de las aves.
Me acuerdo después de un cable de la AP, que recorté del diario y pegué en un cuaderno. Informaba del deceso, en el Bioparco de Roma, de Italo -el cóndor más viejo del mundo-, que el Gobierno de Chile obsequiara al Duce en los años treinta. Italo miró pasar el siglo tras los barrotes, asqueado acaso de esa primera recuperación de su imagen por fascismos de toda estirpe… (Piénsese en la funesta Operación Cóndor que hermanó en la contrainsurgencia a las gorilocracias latinoamericanas.)
A medida que el sol desaparece tras el cerro, se esparcen, gélidas, las sombras. El mercurio desciende en el Altiplano con gran celeridad.
Espero un rato más.
Simón no viene.
Más por frío que por genuina impaciencia, vuelvo a la verja del Zoológico y llamo a la puerta. Todo parece desierto. Un único farol de luz blanca entre dos cedros ralos recorta los perfiles de algunas jaulas, del extinto oso de hierro.
"Don Simón, Don Simón", llamo a gritos un par de veces.
Nada. Nadie.
Termino por aporrear el portón de lámina. Desde adentro, en la media distancia, replica un agudo revuelo de monos capuchinos. El reverberante aporreo parece haberlos despertado.
Me marcho para no volver, frustrada mi oportunidad de acariciar al cóndor.
‘Una mina de oro’ se emplea, las más de las veces, como frase figurada.
No esta vez: vengo de visitar una, una verdadera: el descomunal Tajo Vincuntaya de la Operación Minera Kori Chaka, a espaldas -por así decirlo- de la ciudad de Oruro, en la provincia del mismo nombre, Estado...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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