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En el mundo siempre ha habido iluminados. Personas por encima de la lógica que, a pesar de la evidencia, creen que saben más que los que más saben. Y el ámbito de la medicina no constituye una excepción.
He sabido no hace mucho, por ejemplo, de la historia de Robert Willner, un médico estadounidense que, como algún que otro iluminado, negaba la existencia del VIH. En 1993 pasó una temporada en Lanzarote invitado por unos amigos, y allí llevó a cabo un experimento que el célebre virólogo y microbiólogo Peter Duesberg había ideado unos años antes. Willner convocó en la isla a Pedro Tocino, un español hemofílico y seropositivo al que su equipo había localizado a través de un programa de televisión. Tras entrevistarse con él y compartir impresiones durante algunos encuentros a lo largo de varios días, ambos se reunieron delante de las cámaras para llevar a cabo la disparatada idea de Willner. Tocino introdujo entonces en la yema de su dedo pulgar una aguja hipodérmica, que quedó cubierta con su sangre, y se la pasó al doctor Willner, quien para sorpresa de todos los presentes se la clavó en su propio dedo con la intención de mostrar al mundo la mentira del VIH. Por desgracia falleció año y medio después debido a un ataque al corazón, por lo que nunca se pudo comprobar si terminó siendo portador del virus o si llegó a desarrollar algún síntoma de la enfermedad, pero una cosa es segura: semejante temeridad solo puede ser obra de un iluminado.
Actualmente la fiebre negacionista encuentra su blanco perfecto en los beneficios de la prevención de enfermedades infecciosas mediante vacunas, aunque es justo reconocer que la controversia existe desde los propios inicios de la inmunología, denunciada por teólogos y grupos religiosos por contravenir la voluntad de Dios. La estrechez de miras, una vez más, facilitando las cosas.
Así, en 1772 el reverendo Edmund Massey, coetáneo de Edward Jenner, titulaba uno de sus sermones ‘La peligrosa y pecaminosa práctica de la inoculación’ y defendía que, consistiendo las enfermedades en un castigo divino, su prevención era una práctica diabólica. Jenner, mientras tanto, comenzaba a estudiar los efectos de la inoculación de materia infectada de viruela, epidemia que por aquel entonces era responsable de la muerte de uno de cada siete niños en Europa. El ser humano se había percatado mucho tiempo antes de que al superarse una infección determinada, el organismo se vuelve inmune a ella. Los chinos llevaban desde el siglo XV tratando de controlar la viruela introduciendo en el torrente sanguíneo de personas sanas las costras de personas enfermas mediante pequeños cortes en la piel, sistema adoptado también en Turquía y parte de Europa. Sin embargo, el desarrollo de inmunidad mediante ese mecanismo era demasiado arriesgado, por lo que muchos terminaban contagiándose y falleciendo. Al fin y al cabo, se estaba inoculando una enfermedad letal para, en caso de ser superada, no tener que volver a superarla. No terminaba de tener mucho sentido.
Es entonces cuando Jenner se da cuenta de que las ordeñadoras de su localidad que están en contacto con la enfermedad de la pústula mamaria de la vaca, o viruela bovina, nunca contraen la viruela, y comprende que al haberse infectado con una variedad más leve y no letal de la misma enfermedad, se vuelven inmunes a ella. Para demostrar la serendipia extrae sangre de Sarah Nelmes, una granjera que había contraído la inofensiva enfermedad de las vacas, y la inyecta en el brazo de un niño de ocho años llamado James Phipps. Cuarenta y ocho días más tarde, Jenner inocula viruela humana al niño sin que se produzca ningún síntoma de la enfermedad. James era inmune y Edward acababa de inventar la vacuna, que debe su nombre al animal del que se podía obtener una variedad más débil de la viruela para poder inocularla en humanos y dotarlos así de inmunidad artificial.
El resto es historia. Historia de la medicina. Una historia desarrollada durante siglos por la comunidad científica. Una historia aceptada sin reservas en el mundo de la epidemiología que ha salvado millones y millones de vidas. Hasta que aparece un iluminado y decide que no. Que él sabe más que los que más saben. Y que vacunar a un niño contra el sarampión, la tos ferina o el tétanos no tiene sentido. Y cuando te quieres dar cuenta, un pobre crío de 6 años se encuentra hospitalizado en Vall d'Hebrón porque ha contraído la difteria treinta y dos años después del último caso registrado en Cataluña.
Que cada uno haga lo que le dé la gana con su cuerpo. Si quieren inyectarse la sangre de un hemofílico seropositivo para ver si contraen o no el sida, a mí me trae sin cuidado. Allá ustedes. Pero mantengan a los demás al margen. Sobre todo si son niños. Y especialmente si son sus hijos. Que no tengan que cargar ellos con las consecuencias de su infinita estupidez. Hagan caso al sentido común por una vez en su vida. O al menos hasta que alguien invente una vacuna contra iluminados.
En el mundo siempre ha habido iluminados. Personas por encima de la lógica que, a pesar de la evidencia, creen que saben más que los que más saben. Y el ámbito de la medicina no constituye una excepción.
He sabido no hace mucho, por ejemplo, de la historia de Robert Willner, un médico...
Autor >
Manuel de Lorenzo
Jurista de formación, músico de vocación y prosista de profesión, Manuel de Lorenzo es columnista en Jot Down, CTXT, El Progreso y El Diario de Pontevedra, escribe guiones cuando le dejan y toca la guitarra en la banda BestLife UnderYourSeat.
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