La agonía del mediapunta
Fernando y la duda
Cuando Fernando comparece en el Calderón el aire se carga de una electricidad especial. Es nuestro y nosotros somos suyos. Sin fisuras
Emilio Muñoz 17/02/2016
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Dudar de Fernando Torres debería estar castigado por el Código Penal. Así, sin tibiezas. La duda, de manera inexplicable, siempre le ha acompañado a lo largo de su carrera. En su caso parece no importar el palmarés. Se soslayan, si hace falta, todos los títulos individuales y colectivos recolectados desde su eclosión, cuando acababa de guardar su infancia en un cajón lleno de sueños por venir. Sus cifras goleadoras se tildan de insuficientes, sus méritos se banalizan, formar parte de equipos que se recordarán se antoja casual cuando se analiza su participación. Vaya donde vaya, haga lo que haga, a su lado siempre parece emerger la duda, afeando un cuadro que a todas luces es bellísimo.
Si el aficionado al fútbol en este país tuviera que elegir dos momentos, dejando las competiciones de clubes a un lado, seguramente elegiría dos goles. Uno en Viena y otro en Johannesburgo. Los protagonistas principales de esos goles, el propio Fernando e Iniesta, son recibidos y despedidos de la mayoría de estadios patrios de manera muy distinta. Raro es el campo del que el manchego no sale ovacionado, más raro todavía es encontrar un recinto del que Torres se marche entre tímidos aplausos. Quizás el seguidor medio se muestra intimidado ante la presencia de esa duda, desdentada y contrahecha, que permanece al lado de nuestro nueve incluso cuando abandona el rectángulo de juego. Tal vez por ello, además de porque recordamos aquel pasado mucho más reciente de lo que parece en el que su presencia era el único motivo para no caer en los brazos de la desesperanza, cuando Fernando comparece en el Calderón el aire se carga de una electricidad especial. Solo con entrever su rubio cabello, sea dentro o fuera del campo, las emociones se disparan. Es nuestro y nosotros somos suyos. Sin fisuras. No hay sombra de esa duda paticorta y desfigurada que tan patente se hace lejos del Manzanares y, si la hubiera, viene de la mano de algún desmemoriado que merecería pagar su sacrilegio siendo galardonado con un pase anual ilimitado al tour de Concha Espina o tortura semejante.
La ausencia de la duda cerca de nuestro estadio tiene una explicación geográfica. La duda fue parida algún kilómetro más al norte. Castellana arriba, para ser más precisos. La duda nació de un rencor, del despecho ante la negativa de Fernando a mudarse de acera. La duda, que tuvo la suerte de estudiar en los mejores colegios –poderoso caballero es su progenitor–, fue creciendo alimentada por el resentimiento de quienes no acostumbran a recibir calabazas. Tanto pábulo se le ha dado, tanto se ha consentido a esa duda cejijunta y con orejas de soplillo que llegó a creerse merecedora del derecho de juntarse al Niño sin besar por donde pisara, que es lo que debería.
Decía León Felipe que en un mundo injusto el que clama por la justicia es tomado por loco. A estas alturas de la película, somos varios miles de locos a los que nos parecería cabal un tratamiento distinto para Fernando. Aun así, conscientes de las pocas posibilidades de la empresa, casi disfrutamos viendo a otros describir y pregonar las supuestas virtudes de esa duda indigna y corcovada. Ninguno de nosotros la ha visto nunca. Cuando miramos a Torres vemos al mejor delantero centro que el balompié de este país conoció. De eso no cabe ninguna duda.
Dudar de Fernando Torres debería estar castigado por el Código Penal. Así, sin tibiezas. La duda, de manera inexplicable, siempre le ha acompañado a lo largo de su carrera. En su caso parece no importar el palmarés. Se soslayan, si hace falta, todos los títulos individuales y colectivos recolectados desde su...
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