Campo de refugiado de Alexandria.
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“¿Cuál es el siguiente paso?”, me pregunta Mohammed Alhossen al llegar al campo de Katsikas. La respuesta no puede ser nada clara. Sobre todo, si se tienen en cuenta los dos últimos años de su vida. A sus 23 años ya ha dejado atrás todo lo que tenía en Alepo (Siria). En 2014 cuando se licenció en Electromecánica, pensó que en Turquía encontraría una vida mejor, más segura al menos. A las dos horas de llegar ya tenía un trabajo. Iba a cuidar los baños de la estación de autobuses de Gaziantep: 30 liras (unos 9 euros) por día, de 7 de la tarde a 7 de la mañana, y con la posibilidad de vivir en una pequeña habitación allí mismo. Decidió aceptarlo, a pesar de no tener seguro médico: 'Será sólo un tiempo”, pensó, “hasta que pueda encontrar otra cosa y completar mis estudios en la universidad”. Lo que en principio sería esporádico se convirtió en 2 años.
Su hermana, Lamah, de 27 años, salió de Alepo junto a su hija de dos, Selin, tres días después de que su marido muriese durante un bombardeo de la aviación de Al Assad. No quería que su hija corriese la misma suerte. Mahmud y Raja, de 53 y 51 años, y padres de Mohammed y Lamah, pensaron que quizás, casi cinco años después del inicio de la guerra, era el momento de marcharse. La situación no iba a mejorar. Prepararon todo y le dijeron a Hamza, el más pequeño de la familia, de nueve años, que se marchaban todos a Turquía para empezar una nueva vida lejos de las bombas.
Era el inició de uno de los viajes más importantes de sus vidas. Los Alhossen se reunieron en Gaziantep. Allí ultimaron los detalles del sueño europeo, guardaron en las mochilas lo imprescindible: ropa, algunos dátiles, café... Y marcharon hacia Izmir, de allí a Basmane para contactar con la persona con la que negociar el precio de su pasaje a Europa. Esa persona les condujo a Dikili. Tras pagar 600 dólares por cabeza, se embarcaron en un bote que les condujo hacia Lesbos donde llegaron el 17 de marzo. No sabían nada del acuerdo de la Unión Europea con Turquía. De haberlo sabido tampoco lo hubiesen creído porque alguien les dijo alguna vez que en Europa los refugiados eran bienvenidos.
Cinco días después de llegar a Lesbos, un ferri les dejó en el puerto ateniense de El Pireo. Mohammed quedó impresionado al ver a tantos refugiados durmiendo allí, algunos de ellos llevaban semanas. Jamás hubiese pensado que el viaje en el que habían invertido tanto dinero les conduciría a esa situación, a esas condiciones. La familia no perdió la esperanza, compraron tres tiendas de campaña y algunos sacos de dormir. Será sólo un tiempo, se repetía Mohammed.
La situación en El Pireo era extrema, algunos voluntarios de organizaciones como Cruz Roja trataban de hacer el mejor trabajo posible distribuyendo comida y té, pero la convivencia entre afganos y sirios, siempre difícil, terminó por estallar la noche del 29 de marzo. Yahya, amigo de Mohammed, viaja con los Alhossen desde esa noche. Tiene una herida en la pierna provocada por una piedra que alguien --este ingeniero de 29 años no se atreve a decir si fue sirio o afgano-- le lanzó.
Al día siguiente comenzaron a llegar autobuses. Era la primera vez desde que la familia Alhossen llegó al Pireo. Algunos hombres gritaban en árabe que esos vehículos les conducirían a campos de refugiados mucho mejores donde tendrían baños, electricidad y lugares seguros en los que dormir. Los Alhossen, tras la dura pelea de la noche anterior, decidieron que estarían mejor en alguno de ellos. Tocaba otra vez meter sus vidas en mochilas y partir hacia un lugar desconocido. Les habían asegurado que el campo de refugiados al que irían estaba a tres horas de Atenas y que si no se encontraban cómodos podrían volver a El Pireo en los mismos autobuses. La realidad fue distinta, su destino, el campo de Katsikas, en Ioánina, estaba a seis horas de la capital griega y lo que vieron desde las ventanas de los buses fue un descampado pedregoso en el que los militares levantaban cada día nuevas tiendas, sobre un suelo de piedras, sin mantas y sin nada con lo que cubrirse.
Esa noche llegaron cuatro autobuses. Nadie quiso quedarse allí. Casi doscientas personas --muchos, niños-- se vieron atrapadas entre los gritos de los conductores para que bajaran de los vehículos y la inactividad de la policía, sabedora de que los refugiados eran libres y nadie podía obligarles a quedarse en el campo. Mahmud, el padre, miraba resignado por la ventana. Un hombre como él que había recorrido toda Europa por negocios, cuando era jefe de una empresa de reparación de coches, se veía obligado a dormir en un autobús, negándose a vivir en un campo en el que su familia no tendría unas condiciones de vida dignas. Y mientras, Mohammed me preguntaba cuál era el siguiente paso. Quizás el siguiente paso fuese ver el campo, tratar de hablar con algún voluntario y entender cómo era la situación allí.
Katsikas es un lugar menos malo gracias a la ONG española Olvidados que coordina junto al Ejército griego el campo. La misión de la asociación es dar comida a los menores de dos años. La ha extendido, teniendo en cuenta la necesidad, a alimentar a los adultos. Para ello se encargaron de contactar con una asociación de jóvenes alemanes que provee a los refugiados de dos sopas calientes al día. Ambas organizaciones decidieron ofrecer comida a las personas que se negaban a bajar de los autobuses, a pesar de que la policía les había advertido de que no podían hacerlo.
Tras muchas horas de espera, algunas discusiones y superados los momentos de tensión, a las cinco de la tarde del 31 de marzo, los autobuses dejaron Katsikas sin un destino claro. Cuando se le preguntaba a la policía hacia dónde nos dirigíamos su respuesta era: “Aún no lo sabemos, nosotros sólo cumplimos órdenes”.
Un grupo de refugiados duerme en uno de los autobuses tras negarse a instalarse en el campo de Ioánina.
Tres horas más tarde llegamos al campo de Alexandria, gestionado por el Ejército griego y con unas infraestructuras que, sin ser buenas, eran mucho mejores que en Katsikas. Al menos aquí había duchas, hasta el momento con agua fría aunque algunos voluntarios aseguraron que era cuestión de días que dispusiesen de agua caliente; baños; una habitación con corriente eléctrica para cargar sus móviles y calentar agua para un té; y un lavadero para lavar su ropa a mano. Cada miembro de la familia recibió un saco de dormir, una manta y una identificación --una especie de DNI del campo-- que tendrían que usar para entrar y salir del mismo y para tener el desayuno (un zumo y un cruasán), la comida (legumbres y un poco de pan) y la cena (un sándwich de queso y pavo). Ni Mohammed ni ningún otro de los Alhossen preguntó ya cuál era el siguiente paso. Saben que Alexandria será su hogar durante muchos meses y tratan de hacer del campo un lugar mejor.
Durante la noche, antes de irse a dormir, recuerdan cómo era su vida antes de la guerra y el ambiente se torna amargo al comprobar que, después de todo lo que han luchado, ésta ha quedado reducida a una vida de tiendas de campaña en un país que les es ajeno y en el que empiezan a entender que todas las expectativas puestas en Europa no llegarán a cumplirse. “¿Qué piensas ahora sobre Europa?”, pregunto a Yahya. “Todo es una gran mentira”, responde tras meditar unos segundos.
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Ana López conoció a la familia Alhossen en Turquía. Volvió a encontrarse con ellos en Atenas y les ha acompañado en su periplo por los distintos campos de refugiados de Grecia por los que han pasado.
“¿Cuál es el siguiente paso?”, me pregunta Mohammed Alhossen al llegar al campo de Katsikas. La respuesta no puede ser nada clara. Sobre todo, si se tienen en cuenta los dos últimos años de su vida. A sus 23 años ya ha dejado atrás todo lo que tenía en Alepo (Siria). En 2014 cuando se licenció en Electromecánica,...
Autor >
Ana López
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