ARTE
La luz oscura de El Bosco
El Museo del Prado conmemora el V centenario de la muerte del pintor
Mario S. Arsenal 1/06/2016
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En 1951, la revista Life publicó una reseña de un libro de Wilhelm Fränger titulado Hieronymus Bosch. Das tausendjährige Reich. Grundzüge einer Auslegung [El reino milenario de Hyeronimus Bosch: fundamentos de una nueva interpretación] (Winckler 1947). Lanzó Fränger, entonces, una interpretación inusual sobre El Bosco. Sostenía que sus obras no eran hijas de la ortodoxia, como muchos habían creído hasta entonces, sino fruto de un interés pararreligioso, oculto y hermético: sus desnudos eran la evidencia de su adscripción a la secta de los adamitas, que practicaban sus cultos como Dios los trajo al mundo.
Lástima que el libro, que se tradujo al inglés (motivo por el cual apareció en la revista) y una década más tarde al francés, se mantuvo inédito en lengua española. Fränger había diseñado un mecanismo que desmontaba el enigma de El Bosco de un solo plumazo. Automáticamente la historiografía artística frunció el ceño en bloque. La rectitud universitaria no tolera el esoterismo. Y la consecuencia lógica de esta discrepancia fue que el historiador marxista quedó desplazado por la comunidad académica a los márgenes de la bibliografía bosquiana.
Sin embargo él fue el culpable de la consolidación de El Bosco en la tierra anglosajona. De esta confusión nació un sentimiento renovado de fascinación, también de ignorancia, hacia su pintura. El contratópico del pintor-fenómeno- extraño, que tanto había proliferado en la Europa del siglo XVI, dio paso a la revalorización del pintor-artista, que terminó prevaleciendo con justicia aunque sin consenso.
La exposición que ha organizado el Museo del Prado no desmonta ningún mito, más bien prolonga unos y constriñe otros. Así, el hecho de conmemorar el quinto centenario de la muerte de Jheronimus van Aken (h. 1450-1516), nombre real del artista, con una muestra extraordinaria que cubre cabalmente el periplo artístico de un pintor escurridizo —apenas veinte años de producción contrastada, a excepción de tres casos aislados— exige una determinación quirúrgica. Pero por fin ha llegado. El Bosco ha salido de las sombras del mismo modo en que entró en ellas: escoltado por la pátina del gran museo, el gran discurso, el gran relato. Decía su comisaria, Pilar Silva, nada más empezar su intervención en rueda de prensa: “El Bosco es mucho más que demonios”. Y tiene más razón que una santa.
La exposición que ha organizado el Prado no desmonta ningún mito, más bien prolonga unos y constriñe otros
De su vida, como decimos, se desconoce prácticamente todo. Lo más reseñable se reduce acaso a un par de documentos, su membresía en el gremio de pintores de su ciudad natal, un feudo brabantino llamado ‘s-Hertogenbosch (de donde tomará su sobrenombre), y su fallecimiento, que será el primer papel que lo inmortalizará como “insignis pintor”. Así y todo, para entenderlo hay que situarse en el oscurantismo religioso de finales del siglo XV: la envidia de los laicos hacia el clero, la decadencia manifiesta de la Curia vaticana o el fracaso en los distintos intentos de reforma de la Iglesia católica. En ese clima intempestivo nació El Bosco. Sin embargo, ¿de dónde demonios —nunca mejor dicho— provienen su imaginería diabólica, esas monjas transformadas en gorrinos, hombres que suenan flautas con el culo, insectos que visten escarpines, zorros enjubonados o mustélidos en hábito monacal?
Lo que propone Eric de Bruyn en su revisión es que las fuentes hay que buscarlas en los “drôleries” (monstruos y criaturas grotescas de los manuscritos iluminados de la Baja Edad Media), en las misericordias y bajorrelieves de las sillerías de finales del XV, donde aparecían frailes borrachos, vicios representados por animales y distintas alegorías extraídas del abultado catálogo de la perfidia humana. También en la medieval Visión de Tundal del monje Marcus o el Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas, 1487) de Heinrich Kramer, el mayor tratado de brujería que se conoce. Lo que no dice De Bruyn es que sobre las figuras esféricas y cilíndricas que hay en toda la obra de El Bosco, especialmente en El jardín de las delicias, se han sopesado varias hipótesis, entre ellas, que pudieron estar inspiradas en los hornos de vidrio que el Bosco pudo frecuentar en ‘s.-Hertogenbosch.
La exposición se abre con un panel que representa la plaza del Mercado de ‘s- Hertogenbosch. Se adivina la que fue residencia del pintor, que todavía hoy existe. Se está celebrando un mercado de paños, y el ambiente es fascinante: perros, gallinas, caballos, niños, locos, mendigos, carreteros que transportan mercancías, amantes que flirtean entre casetas, compradores que discuten por el precio de una tela... Un entorno vivo y cuasi industrial (dirigido y administrado por guildas, los gremios neerlandeses) que probablemente procuró al Bosco una nítida noción profesional del oficio.
Los culpables de que hoy Madrid cobije la que sigue siendo la mayor colección de obras de El Bosco del mundo es la familia Guevara, en especial Diego de Guevara, personaje de enorme relevancia política en la vida cortesana de las casas de Borgoña y Habsburgo, y padre de Felipe, a quien debemos el Comentario de la pintura, donde se recogen los primeros comentarios a la obra de El Bosco. Diego además era coleccionista, pero no cualquiera. Entre sus posesiones se hallaban un retrato nada menos que de Rogier van der Weyden o —atención— el mismísimo Matrimonio Arnolfini, la obra maestra de Jan van Eyck. Es sólo una muestra.
Felipe de Guevara continuó la labor de su padre y debió de reunir una colección imponente, a juzgar por la escritura de venta firmada por su viuda, que reveló la existencia de seis obras de El Bosco entre las adquiridas por el rey Felipe II. Éste supo reconocer en el maestro de ‘s-Hertogenbosch un modelo pictórico digno de su corte, por lo que no dudó en agenciarse esta granada muestra de obras y añadir algún tapiz bosquiano al que, casi con toda seguridad, ya había echado el ojo en sus viajes juveniles a Flandes. Todo ello fue a parar al Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, un legado del que tanto Patrimonio Nacional como el Museo del Prado son hoy coherederos y beneficiarios.
Ya saben cómo sigue la historia entre dos hermanos cuando una herencia está en juego. Un litigio mal entendido los ha mantenido enfrentados durante meses; sin embargo bien por ellos, porque parece que han retomado el camino de las buenas relaciones y ahora rige la cordialidad. Bien de todos.
Pero ahora volvamos.
De lo que expone el Prado (casi la opera omnia del pintor, 21 cuadros y 8 dibujos originales entre medio centenar de obras) destacaría una docena de ellas por distintos motivos. La Adoración de los Magos del Metropolitan de Nueva York, por ser la primera obra datada de El Bosco, 1475 circa. Después, el Cristo camino del Calvario de El Escorial, cedido por Patrimonio Nacional, símbolo de la necesaria conciliación entre ambas instituciones. Sigue el Tríptico de las tentaciones de san Antonio Abad de Lisboa, en el que aún hoy, gracias a su rica iconografía, los especialistas siguen trabajando. Seguidamente, las Tentaciones de san Antonio Abad del Prado, un cuadro recientemente restaurado que es una joya en sí mismo.
Tras estos, el San Juan Evangelista en Patmos (h. 1500) de Berlín, una obra que merece ser contemplada impúdica y literalmente por detrás, donde el Bosco ensayó un catálogo apenas perceptible de monstruos y bestias que se baten en la sombra de un fondo negro como la noche. No lo parece, pero están ahí, sólo hay que acercarse. Después viene el San Jerónimo en oración de Gante, evidencia definitiva de que el Bosco era capaz de manejar la Biblia con soltura.
Los siguientes, La nave de los necios del Louvre y La muerte y el avaro de Washington, que forman parte del Tríptico del camino de la vida, enigmáticos y arrogantes por su simbología atemporal. Y La ascensión al Empíreo, dentro de las Visiones del Más Allá de Venecia, donde uno puede percatarse del genio de El Bosco en varias pinceladas aisladas, camino del Paraíso. Por último, dos dibujos: El hombre-árbol de la Albertina de Viena y El nido del búho de Róterdam. Incluyendo, por supuesto, las obras estrella de la casa: El jardín de las delicias, el Tríptico del carro de heno y la Mesa de los pecados capitales.
Los cuadros no son sino una sátira pintada de los pecados y desvaríos de los hombres
Sobre las desatribuciones del Bosch Research and Conservation Project no hablaré. Para hacer ruido nos sobran pretextos y en el catálogo se esclarecen todos los argumentos. Lo que sí voy a rogarles encarecidamente es que visiten su página web, que es un prodigio de la tecnología.
Ahora bien, ¿cómo entender al Bosco? ¿Cómo desentrañar el sentido de su obra? ¿Por dónde empezar? Isabel Mateo Gómez, en su libro El Bosco en España (CSIC, 1991), afirma que los hombres del norte de Europa "prefieren los dictados interiores de la conciencia y las preocupaciones morales a las manifestaciones exteriores de la fe". A expensas, se entiende, de que en Wittenberg afloren las 95 tesis de Lutero que darán lugar a la Reforma, la idea puede resumirse en que el hombre del norte se siente apegado a la jugosidad de los placeres carnales y la vida natural, frente al resto que opta por la ingravidez del alma y la trascendencia de la mente. Una historia interminable.
En este sentido, Fray José de Sigüenza, en su famosa Historia de la Orden de San Jerónimo (1605), queriendo rescatar del fuego las obras de El Bosco, cuenta cómo el Monasterio de El Escorial estaba plagado de obras suyas. Frente al malditismo imperante, afirmaba: "Más disparate cometemos nosotros al considerarlas [las escenas] como tales, pues los cuadros no son sino una sátira pintada de los pecados y desvaríos de los hombres". Al hablar de Van Eyck, Van der Weyden, o Gerard David, explicaba que "estos pintan al hombre cual es por fuera y el Bosco cual es por dentro". Piensen que el padre Sigüenza de erasmista no tenía poco. Y es que, en verdad, en el siglo XVII no faltó casi nadie en España por recordar al Bosco: Lope de Vega, Ruiz de Alarcón, el propio Francisco de Quevedo, que no pudo resistirse a lanzar algunas alusiones en Los sueños, o Juan de Butrón, que en sus Discursos apologéticos sobre la liberalidad de la pintura tachó sus escenas con la mancha de la perversión.
Y fuera también.
Ahí tenemos al insigne cronista e historiador florentino Francesco Guicciardini, que en 1567 lo definió como un “noble y admirable inventor de cosas extrañas”; o a Giorgio Vasari, que calificó las invenciones boschianas de “fantastiche e capricciose”; o en 1584 al tratadista Gian Paolo Lomazzo, “que representando extrañas apariciones y aterradores y horribles sueños, fue único y realmente divino”. También Carel van Mander, que glosó su obra como una serie de "truculentas pinturas de espeluznantes y horribles fantasmas del infierno", aunque fue la historiografía holandesa del XVI la encargada de encasillar al Bosco como un "creador de diablos".
El Bosco sigue siendo un enigma, y todo parece indicar que hasta que deje de serlo, será rentable
A finales del XIX y principios del XX se recupera la cordura. Max Friedländer pensó que sus contemporáneos interpretaban sus obras "como sermones moralizantes". Charles de Tolnay, a finales del mismo siglo, advirtió que "los libros místicos de la época, como los de Ruysbroeck, Kempis, e incluso la Biblia, se basaban en símbolos que los hombres comprendían, no sólo en los Países Bajos, sino en toda Europa, hasta bien finalizado el siglo XVI". Y la profesora Mateo Gómez apunta: "Hacia 1906 se le empieza a considerar como un enfermo erótico que [...] dio libre curso a su fantasía".
Visto con esta distancia, el mayor acierto de El Bosco fue una ingenuidad: conciliar la tradición cristiana con el imaginario pagano. Se atrevió a hacerlo porque quizás su creatividad no conocía límites, sabiendo no obstante que algunas de esas mismas inquietudes, aún siendo del interés de su tiempo, seguían estando vetadas para una gran parte de la sociedad.
Una exposición de esta envergadura reafirma al Bosco como uno de los mayores reclamos artísticos del mundo. Nadie puede sustraerse al arcoiris figurativo de sus trípticos; ninguna sala soporta las aglomeraciones que soporta diariamente la Sala 56 del Museo del Prado; su atractivo raya lo hipnótico. Incluso Jim Morrison, tres meses antes de morir, pasó dos días en Madrid para conocer la obra de El Bosco. Según contó Pamela Courson, estuvo más de una hora contemplando El jardín de las delicias.
Aunque lo parezca, no es una casualidad.
El Bosco sigue siendo un enigma, y todo parece indicar que hasta que deje de serlo, será rentable. Por eso se ha producido un ambicioso documental, convocado una cátedra internacional de estudios, programado actividades complementarias para todos los públicos e incluso editado un cómic firmado por Max. Como se suele decir en la industria de los juguetes, éste es un Bosco —en realidad lo ha sido siempre— “de 0 a 99 años”.
Aún así, sapos, serpientes y lagartijas han quedado relegadas esta vez a un papel secundario. Ha prevalecido el Bosco más real, más devoto, más justo tal vez, en detrimento de El Bosco satírico y pastor de animales infernales. Eric de Bruyn dice en el catálogo: "Los expertos del siglo XX no deben tratar de reinventar al Bosco". Y es esa máxima, precisamente, la que ha guiado al Museo del Prado y a su comisaria, Pilar Silva. Un trabajo que culmina 20 años de estudio concienzudo y que pone el broche de oro con una exposición única, que será recordada como aquella ocasión en la que un día nos deleitamos con los fuegos del infierno y el color fantástico de la vida misma.
En 1951, la revista Life publicó una reseña de un libro de Wilhelm Fränger titulado
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