Egri Erbstein, el hombre que forjó al ‘Grande Torino’
Toni Cruz 6/07/2016
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El pasado 4 de mayo se cumplieron 67 años de la tragedia aérea de Superga, que acabó con la vida de 31 personas, entre ellas 18 integrantes del Gran Torino, el equipo que --según cuentan las crónicas-- mejor jugaba al fútbol en aquellos años cuarenta. Entre los fallecidos estaba un húngaro llamado Ernö Egri Erbstein, el verdadero cerebro de aquel extraordinario conjunto que sometió a todos sus rivales en el Calcio. Un visionario que tuvo que vencer al antisemitismo para desarrollar su verdadera pasión. Un superviviente.
Erbstein nace en 1898 en Nagyvárad (ahora la rumana Oradea y entonces ciudad húngara). Sus raíces son judías, pero a él le interesa tan poco la religión que profesa el cristianismo. Su verdadera fe la deposita en el deporte. En el fútbol, sobre todo. Ingresa en el BAK de Budapest, donde desarrolla los conocimientos que había adquirido como estudiante de educación física y se especializa como centrocampista. Como quiera que el deporte no le daba para vivir, comienza a trabajar como agente de Bolsa hasta que el modesto Olympia de Fiume (la actual Rijeka croata) se fija en sus virtudes como futbolista en 1924 y le ficha. Ya en aquel momento Italia vivía bajo el férreo control fascista de Mussolini, aunque entonces su política distaba mucho del racismo nazi posterior que le inculcó Hitler (de hecho, Ettore Ovazza fundó en 1935 un periódico llamado La Nostra Bandiera que era fascista y judío).
La vida como jugador de Erbstein –no muy destacada, ciertamente-- la completan un paso por el Vicenza y otro más sorprendente por el Brooklyn Wanderers norteamericano, donde acudió tentado por su amigo y también jugador (y judío) Bela Guttmann. Los primeros síntomas del Crack del 29 –no olvidemos que aún era agente de Bolsa-- le animan a regresar a Hungría y allí se empieza a interesar por la carrera de entrenador. Estudia el fútbol como fenómeno social y se mantiene muy al día de las novedades que llegan desde el Reino Unido, que por aquel entonces era lógica referencia mundial.
En 1928 el Bari le da la oportunidad de dirigir por primera vez un equipo. Después trabajará para la Nocerina, el Cagliari, de nuevo el Bari y el Lucchese (donde consigue la proeza de subir al equipo toscano desde la Serie C a la A en tres años).
Erbstein era feliz hasta que en 1938 Mussolini decide que Italia debía ser racista. El 5 de agosto de ese año proclama el llamado Manifiesto de la Raza en el que, entre otras lindezas, explica que "los judíos son la única población que nunca se ha asimilado en Italia, ya que se compone de elementos raciales no europeos, absolutamente distintos de los elementos que dieron origen a los italianos". Desde ese momento, los que pertenecen (basta con que sus antepasados lo fueran) a esa raza pierden casi todos sus derechos. Entre ellos, el que más preocupaba a los Erbstein en un principio, la prohibición de la inscripción de los niños judíos en escuelas públicas. Así que Erno decide fichar por el Torino como forma de garantizarse que, bajo la protección de Ferruccio Novo que era su influyente presidente, sus dos hijas (Yolanda y Susanna) podrían inscribirse en una escuela privada.
Por aquella época el filósofo holandés Johan Huizinga escribía su obra Homo Ludens en la que analizaba el juego desde un prisma nunca antes visto. Se dice que era el libro de cabecera de Erbstein.
En Turín Erbstein no se siente del todo a salvo del fascismo y acuerda con su amigo y compatriota Molnar, técnico del Rotterdam, intercambiarse los banquillos. Así hacen y Erno parte con toda su familia hacia Holanda. Pero cuando trataron de cruzar la frontera, en Cléveris, la policía nazi y luego la holandesa les anularon sus visados sin darles ninguna explicación y les dejaron en mitad de un país absolutamente hostil. Así que, a marchas forzadas, Erno y los suyos tuvieron que regresar a Budapest, donde el técnico tuvo que ponerse a trabajar como representante de productos textiles italianos.
En esos años inciertos –estamos al comienzo de la guerra-- Erbstein, apoyado por la aún influyente comunidad judía de Budapest, prospera y tiene tiempo para cartearse con Ferruccio Novo, aún presidente del Torino. Aunque parezca increíble, el magiar dirige con acierto desde la distancia y por correspondencia los designios del club turinés. Aconseja los fichajes de Loik y Mazzola y va explicando todo lo necesario para construir un gran equipo.
La vida de los Erbstein da un nuevo giro cuando los nazis invaden Hungría en marzo del 44. Erno es enviado a un campo de trabajo y su mujer Jolan y sus hijas recluidas en el convento que dirigía el Padre Klinda, un refugio seguro en aquellos tiempos. La suerte acompaña a Erbstein, que coincide en su reclusión con un guardián que había peleado a su lado durante la Gran Guerra de 1914. Gracias a su ayuda consigue mantener cierto contacto con su familia, hasta que consiguen escaparse de una manera milagrosa a la Embajada sueca, en la que la labor del diplomático Wallenberg les permite escapar a la vigilancia de los nazis y sus compinches húngaros, los Flechas Cruzadas, y así seguir con vida hasta que los soviéticos conquistan la ciudad unos meses después.
Libre por fin, Erno y su familia regresan a Italia para poder hacer su vida en paz. Novo le devuelve automáticamente su condición de director técnico del equipo junto con Vittorio Pozzo y, agradecido, Erno vive para el club. Controla hasta los partidos del filial, les vigila la dieta, les obliga a calentar antes de los partidos, desarrolla un régimen interno, habla e interactúa con los jugadores sobre sus problemas personales. Y, sobre todo, les obliga a mantenerse en un estado de forma óptimo en unos tiempos en los que eso resultaba absolutamente secundario. Cuentan la anécdota de que en el Stadio Filadelfia hizo construir un muro de dieciséis metros para que los jugadores que tenían un disparo más flojo pudieran ensayar con fuerza hasta endurecer sus piernas.
Todo eso durante los entrenamientos, porque en los partidos Erbstein y Pozzo impulsaron con brío la célebre táctica WM que podría entenderse como la precursora del fútbol total. "Nos hacía repetir los movimientos hasta la náusea", dijo sobre su manera de dirigir Raf Vallone, el actor y deportista que fue dirigido por él.
Los frutos de aquel trabajo se vieron en forma de cuatro scudetti consecutivos y un quinto que no llegó por lo de Superga. Entonces no había Copa de Europa, pero nadie dudaba de que aquél era el mejor club del continente. Cuenta su hija, que luego dirigiría una célebre escuela de danza, que aún conserva una muñequita que su padre le había comprado en Lisboa antes de embarcarse en el que sería su último vuelo.
Hay quien piensa que si aquel avión no se hubiera estrellado en Turín, hoy Italia tendría la fama de juego bonito que ha acompañado desde siempre a Brasil. Nadie suele decir nada de la mano de Erbstein en todo eso. Esa mano que el racismo quiso que fuera invisible.
El pasado 4 de mayo se cumplieron 67 años de la tragedia aérea de Superga, que acabó con la vida de 31 personas, entre ellas 18 integrantes del Gran Torino, el equipo que --según cuentan las crónicas-- mejor jugaba al fútbol en aquellos años cuarenta. Entre los fallecidos estaba un húngaro llamado Ernö Egri...
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Toni Cruz
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