Tourmalet
Mikel Lizarralde / FlickrEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Es la fuente, esa fuente. La has visto tantas veces, en la televisión, en viejas fotografías, estampas de Coppi y Bartali pasando a su lado. Te detienes allí, bebes agua, cargas las poncheras con líquido helado de los Pirineos. Junto a ella, dos carteles que señalan en direcciones apuestas. En uno pone Col d´Aspin. En el otro, y te estremeces al leerlo, Col du Tourmalet. Subes en tu bicicleta, tomas este último camino, por entre las casas, tejados de pizarra, gruesos muros que esperan nieves en invierno, de Sainte Marie de Campan.
Al Col du Tourmalet. El Rey de los Pirineos.
Al principio la pedalada es dulce. A ambos lados se abren praderías de un verde intenso, como mares que perdidos más allá de la última loma. Pero es solo una impresión óptica, porque si alzas el mirar las montañas se yerguen, orgullosas, con picachos que te recuerdan a dientes, dientes brillantes de depredador que espera. Piedras descarnadas, penachos blanqueando aquí y allá. Y niebla, niebla que se desfleca en las cimas. El mundo es de color verde tamizado en niebla. Avanzas, aun de forma sencilla, y llegas a Gripp. Y allí, de forma casi imperceptible, se produce.
El primer paso del Tour de Francia por esta montaña de leyenda tuvo lugar en 1910. Unos meses antes Alphonse Steinès, periodista del diario L´Auto, casi había muerto congelado en sus ásperas alturas durante un reconocimiento previo que debía dictaminar si aquellos puertos ásperos, amargos, tan lejanos del cosmopolita París, podían acoger la carrera. Perdido, con nieve hasta la cintura y la noche cayendo amenazadora sobre su cabeza, Steinès caminó varios kilómetros para llegar a una pequeña aldea tras franquear el Tourmalet. El telegrama que envió es ya un icono: Franqueado Tourmalet. Stop. Carretera en perfecto estado. Stop. Perfectamente practicable. Stop. Firmado: Steinès. El Tour, el ciclismo, entraba en una nueva dimensión.
Es una media ladera que asciende dejando la montaña a la derecha. El ritmo se hace más pesado, es más difícil ir enlazando una pedalada con la siguiente. De forma casi imperceptible la pendiente se ha disparado, y ya no bajará hasta la cima. Ningún descanso, o apenas. Quedan más de diez kilómetros, todo un mundo. A ratos la vegetación se cierne sobre la serpiente de asfalto que avanza serena, casi rectilínea. Enormes pinos negros. Allí, en la cuneta, hay algo. Una construcción, con un panel al lado. Te detienes a leer, jadeando. Un mundo. Y la historia, claro.
Eugene Christophe era líder del Tour el año 1913, antes de la Gran Guerra, antes de que a Europa se le cayera la inocencia. Hasta que llegó el Tourmalet, hasta que su bicicleta se quebró casi en la cima del puerto, en ese lugar mágico que no es cielo, pero tampoco nadie podría asegurar que sea únicamente tierra. La horquilla rota, nada menos. Imposible cambiar de máquina, las normas son estrictas. Tampoco será capaz de avanzar montado sobre aquel hierro ahora inservible. Pero Eugene es decidido, y está, para qué negarlo, un poco chiflado. Así que se echa la montura al hombro, y empieza a bajar el puerto corriendo. A veces campo a través, atajando por entre caminos de pastoreo y pequeños torrentes furiosos. Más de diez kilómetros después llega a una forja, y puede arreglar su horquilla. Él mismo, claro, porque el juez de la prueba, imperturbable, vigila que el herrero no lo ayude. En tal caso, Monsieur Christophe, me vería obligado a descalificarlo. Así que hunde el hierro en el horno, lo pone al rojo vivo y empieza a golpearlo con fuerza, entre todas las lágrimas del mundo, sabiendo que aquella carrera nunca será suya, que el sueño se le ha escurrido como un recuerdo a medio hacer. Pero la leyenda…la leyenda sí, esa nadie se la puede arrebatar. Un espacio oscuro, solitario, apenas tres personas. El herrero, el ciclista, el juez. Y, encima, el demiurgo que juega a contar todos los cuentos. Hoy, una placa. Ayer, una historia.
Ahora dejas un pequeño embalse a tu izquierda, retomada la marcha, el sufrimiento. Dan ganas de zambullirse en esas aguas turquesas, puro deshielo. Pero continúas. Curva de herradura a la derecha y lo sientes en tus piernas. La pendiente aumenta por encima del fatídico diez por ciento. Entras en el tramo más exigente de la subida. También, de forma paradójica, el menos escénico. En estas rampas se decidió el Tour de 2003, aquel tan emocionante que luego supimos había sido de mentira. Aquí, entre nubes atroces que jugueteaban a cegar y descegar el rostro del puerto, el alemán Jan Ullrich puso un ritmo imponente que nadie pudo seguir, ni siquiera el maillot amarillo Armstrong. Dudas. Agarrado al manillar, sin levantarse jamás del sillín, el teutón no se decide, y el americano empieza a retozar con la distancia, dejándole quemarse. Quienes estaban allí vieron claro qué ocurría. Toda la historia la confirmamos años después. Y tú, lentamente, asciendes.
Para llegar a la estación de esquí de La Mongie hay que afrontar un par de kilómetros durísimos, con largos tramos cubiertos por unas galerías antiavalanchas que dan un aire especial a esta parte. Y, al fin, se entra en el modernísimo complejo invernal, con su característico hotel piramidal al fondo. Aterra ver imágenes antiguas de esta subida, fotografías de los años veinte y treinta, y compararlas con la actualidad. Pasamos por una auténtica población, con sus neones, sus antenas, sus chimeneas. El hombre ha mordisqueado, también, enormes cachitos de esta subida legendaria, de esta cordillera (aun) eterna.
En La Mongie han acabado diferentes etapas del Tour. Allí se descubrió en 1970 un jovencísimo francés, borgoñón, llamado Bernard Thevenet, cuyo destino era, nada mas y nada menos, que terminar con la mayor tiranía que el deporte jamás hubiera conocido. En época moderna La Mongie se cubrió de bruma, y sus llegadas aparecen ahora en blanco, tachadas por la marca de años oscuros.
Desde allí alcanzas a ver la cima, casi, casi al alcance de la mano. Un mero espejismo, como ese otro que te hace contemplar llamas andinas en las laderas de este sacro rincón de Francia. Quedan aun cinco kilómetros para alcanzar el cénit del puerto, pero es tan claro el aire allí, tan aéreo el sentido de la carretera, que puedes contemplarlo. Como si estuvieras junto al monolito. Y restan aun cataratas de sufrimientos en las curvas finales, en esos lazos demoníacos donde crees morir, a más de 2000 metros, tus pulmones ardientes, enajenados por la falta de oxígeno. Jadeos. Y piensas. Por no morir, piensas.
A Bahamontes se le ocurrió un día ser el mejor escalador de la historia, y pensó que el Tourmalet era el mejor lugar para demostrarlo. Igual que antes Coppi, o Bartali, o los golfillos de los años treinta, le roi René, el esforzado Leducq, el alegre Lapebie, el alucinante Trueba. O, más atrás, los que sobrevivieron a la Guerra, los Buysse, que pasó por aquí en mitad de un invierno de julio, o el pequeño Thijs. O, escucha, Lapize, el primer conquistador, el de la frase inmortal, el que ascendió los últimos metros del coloso, esos que tanto se te están atragantando, con la bici en la mano, caminando, en silencio, rumiando su ira. El mismo Lapize, sordo educado y genial, al que se le terminó la vida en los cielos loreneses, entre el Ballon y el mundo. Ese Lapize. Y lo piensas, y sonríes, claro. Y, de esa forma, terminas por avanzar…
Solo dos curvas, dos nada más, menos de medio kilómetro, pero un muro delante de ti. Un obstáculo imponente, infranqueable, una nueva Maginot que cosquillea la barriga del cielo. Aquí se le ocurrió a Merckx su locura mayúscula en 1969, cuando se enceló de su propio compañero Van den Bossche y lanzó una aventura tan innecesaria como genial. Apoteósica, si tomamos al pie de la letra el término. Porque allí, precisamente en ese allí que es este aquí, nació un dios. Quizá más. Indurain aceleró en este preciso punto, en esta dolorosa recta final que ya estás a punto de culminar, camino de su primer Tour. Él hizo camino en el descenso, hacia Thevenet, hacia Christophe. Historias.
Te retuerces, es inevitable. Curva cerrada a la izquierda, y cien metros que parecen culminar en el cielo, que quizás lo hacen. Arriba, frío, fatiga, falta de aire. Tu cabeza duele, tus piernas tiemblan. En el café de la cima puedes ver fotos, de tantos Tours, de tantas vidas. Ese café ha estado allí siempre, o casi. A tu alrededor verde y gris y blanco. Todo. Los Pirineos, nada más y nada menos. A tus pies, el mundo. Huele a ciclismo. Es el Tourmalet.
Es la fuente, esa fuente. La has visto tantas veces, en la televisión, en viejas fotografías, estampas de Coppi y Bartali pasando a su lado. Te detienes allí, bebes agua, cargas las poncheras con líquido helado de los Pirineos. Junto a ella, dos carteles que señalan en direcciones apuestas. En uno pone Col...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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