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Rostro de concentración. A su lado, un reloj digital va desgranando segundos en cuenta atrás. Acaricia la pértiga, la hace girar ligeramente en sus manos. Los pómulos, marcados, se inflan y se desinflan como dos globos que suben a los cielos, que se desploman sobre el océano. Cierra los ojos, los abre. Levanta la pértiga. Empieza.
Durante muchos años Renaud Lavillenie compitió contra una sombra. Alguien que no estaba, que era solo recuerdo, añoranza de lo que quedó en la retina y siempre nos pareció mejor. Aunque no lo fuera, o sí, qué importa. Fuimos más jóvenes antes de ser ahora, y eso basta. Cualquier tiempo pasado, y todas esas cosas. Todas ante las que competía Lavillenie.
Su némesis se llamaba Sergei Bubka, y hay quienes lo consideran el atleta más grande de todos los tiempos.
Contra la sombra de Bubka luchaba Lavillenie. Contra su zancada poderosa, su flexible subida, lo armonioso de sus movimientos. Luchaba contra su sonrisa, y las de todos los que le miraban, contra el regusto clásico de tiempos diferentes, más puros, más, sí, glaucos, como tonos de películas algo gastadas. Uno no compite con las leyendas. Las derrota o cae abatido, pero no compite con ellas, porque el relato está ya escrito. Y es siempre desfavorable.
Lavillenie se batió durante muchos años ante el pasado. Demostrando que los versos son siempre cíclicos, porque el joven Bubka empezó a destacar enfrentándose a otro francés, Thierry Vigneron, y seguramente nunca pudo pensar que, ya retirado, habría de toparse con otro galo en su camino. Eran esas comparativas las que enterraban a Renaud. Que ganaba, ganaba mucho, todo lo que se le ponía por delante, Juegos Olímpicos de Londres incluidos. Dominaba como alguien había hecho antes. Alguien. ¿Quién? El Otro. Y Lavillenie asentía, en silencio. Nunca serás tan grande. Ni tan plástico, ni tan humano. Ni siquiera en los errores te puedes comparar con él.
Porque Lavillenie había tenido el mal gusto de triunfar de forma precoz allí donde Bubka fracasó en tantas ocasiones. Los Juegos Olímpicos, medalla de oro. Ya estaban empatados en eso, al menos, porque el ucraniano solo pudo ganar un metal, cuando era soviético. Después, fallo en Barcelona, lesión en Atlanta, decadencia en Atenas. En esos problemas, en esas certezas de que era real, encontró el público al verdadero Bubka. El que no era un robot que iba subiendo centímetro a centímetro el récord universal. El que sonreía antes de llorar, fallaba en el momento menos preciso, ese que llega cada cuatro años, marchaba cabizbajo a seguir intentándolo. Un solo título olímpico para quien domeñó la disciplina durante más de dos décadas. En ese palmarés, al menos, Lavillenie tiene la posibilidad de acceder a un escalón superior.
Para entender la importancia de Sergei Bubka, su extraordinaria fortaleza en el tiempo, valga un dato: compitió defendiendo la bandera de la URSS, la de la comunidad de Estados Independientes y, durante el la parte final de su carrera, la bicolor de Ucrania (paradójicamente hoy podría, si así lo decidiera, saltar para la República Popular de Lugansk, uno de esos territorios polémicos y esquizoides que han surgido en el este de Ucrania de unos años a esta parte). Bubka pasó de no poder participar en Los Ángeles, en 1984, debido al boicot soviético, a perderse a última hora los Juegos Olímpicos de Atlanta por una lesión en el tendón de aquiles. Era 1996, solo doce años después, y los estadounidenses lloraron la ausencia de quien debía ser una de las estrellas de sus Juegos. La Historia, irónica, seguía girando…
Bubka fue, también, un Bartleby sobre el tartán. Uno de esos que decían a menudo “preferiría no hacerlo”. Ante la posibilidad de elevar su récord del mundo algunas pulgadas de golpe, “preferiría no hacerlo”. Si le preguntaban sobre dejar una marca imponente de cara a la Historia, “preferiría no hacerlo”. Los esfuerzos de Bubka eran, en aquel sentido, indolentes, medidos. Mordisqueaba con cierta pereza su propia plusmarca, masticando cachitos lo más menudos posibles. Trozo a trozo fue construyendo su propio relato. El del competidor cerebral, el hombre que todo lo aprovechaba. ¿Pudo haber subido el listón mucho más de lo que lo hizo? ¿Pudo haber, sí, volado, si se hubiese olvidado alguna tarde de su milimétrico plan? No existe unanimidad al respecto entre los especialistas. Lo único cierto es que él, solamente él, prefirió no hacerlo.
Lavillenie es diferente. Más osado, más arrogante, anhela demostrar superioridad a cada momento. Como hace apenas un mes, cuando quedó sin marca en el campeonato europeo de Amsterdam. ¿Su pecado? Escogió como su primera altura aquella que le hubiera dado el oro. Y fracasó. Una, dos, tres veces. Algunos se cebaron con él, su decisión fue comentada en los periódicos, su rostro era escrutado hasta el último gesto. Era el centro de atención, una sensación nueva, diferente. Porque algo había cambiado.
Ya no había sombra más allá de la suya propia.
Sucede, delicioso simbolismo, en Donestk, el día después de San Valentín. En 2014. El récord de Bubka, el último, el definitivo, databa de dos décadas atrás. Lo había logrado en Sestriere, el mitin mágico de la época, el mismo en el que, en 1995, Iván Pedroso volaría durante casi nueve metros. Con algo de viento a favor, parece… Pero no hubo dudas respecto de Bubka. Pongan el listón a una altura de seis metros y catorce centímetros, por favor. Sí, un centímetro más alto que el anterior récord. Vamos a intentarlo. Sergei se concentra, inicia la carrera, clava perfectamente la pértiga, todo su cuerpo se comba, tendones a punto de estallar, potencia que se libera de golpe. Lo ha logrado. Es suyo. Será su legado. Hasta que Lavillenie llega a Donestk, en 2014, aquel día después del día de los enamorados. Y pone el listón en seis metros y dieciséis centímetros. Velocidad precisa, descarga de energía brutal, elasticidad en perfecta sincronía con el tiempo. Lo supera. Adiós, Sergei, quedas borrado de los libros de historia. El propio Bubka, que está presente, baja a saludar al francés, a darle la enhorabuena, a decirle que ahora, justamente ahora, empieza todo para él. Seguramente un escalofrío recorre el cuerpo de Arnaud.
Los hay que ponen pegas al nuevo récord. Sí, es el hombre que más alto ha saltado. Pero lo ha hecho bajo techo, en un pasillo de esos que tienen efecto rebote en cada zancada, de los que favorecen las marcas estratosféricas. Que lo repita al aire libre. Que sea allí, también, el más grande de siempre…
Seguramente ese es el reto de Lavillenie en estos Juegos Olímpicos. Porque el francés ha alcanzado un estatus en el que la victoria no parece suficiente. Se persigue, se ha de perseguir, la trascendencia. El recuerdo. ¿Récord del mundo en Río? ¿En el mejor escaparate posible? ¿En, coincidencia deliciosa y maléfica, la competición que jamás dominó Sergei Bubka? Todos los ojos van a estar puestos sobre él.
La mirada fija en el listón. Unas palabras susurradas, voz baja, quizá ánimo, quizá las última indicaciones que se hace a sí mismo. Carrera potente, precisa. Músculos elásticos a punto de estallar, que se contraen y más tarde se expanden hasta el infinito.
Y entonces ocurre.
Vuela.
Rostro de concentración. A su lado, un reloj digital va desgranando segundos en cuenta atrás. Acaricia la pértiga, la hace girar ligeramente en sus manos. Los pómulos, marcados, se inflan y se desinflan como dos globos que suben a los cielos, que se desploman sobre el océano. Cierra los ojos, los abre....
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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