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Vincent y yo hemos discutido. No he sido yo quien ha sacado el tema. Creo que Vincent quiere decirme que quiere tener un hijo y no se atreve a decírmelo claramente. Me pregunto si no me ha traído aquí para decírmelo: por lo pronto, a la hora de la siesta me he puesto a pensar por primera vez en serio lo del hijo, pero no he sido yo quien ha sacado el tema porque no me apetece hablar con Vincent de algo así sin ton ni son. Además, no sé si me gusta que Vincent quiera tener un hijo. Es como si de pronto los viera a los dos, a Vincent y a su hijo, enfrente de mí. Ellos dos, y yo.
No sé si quiere tener un hijo o si más bien se trata de escapar de mí. O salvar la pareja. O darme sentido. Y eso sí que no. No sé si su deseo de tener un hijo es el resultado de un silogismo filosófico, y yo no quiero ser la madre de esa idea de hijo. No quiero tener un hijo así. Preferiría que una noche pidiese una botella de vino más y la acabáramos, que nos emborrachásemos y que el alcohol nos devolviese al estado animal, y que pudiera nacer hijo de esos dos animales que se amaron. Como los hijos de los padres de nuestros padres, fruto de las noches de boda, hijos del sexo contenido durante el noviazgo. Yo no quiero tener hijos, pero quizás va llegando el momento de amarse sin plásticos. Aunque para eso Vincent tendría que seducirme, y no lo logrará, desde luego, haciéndome sentir culpable de que su paternidad se esté retrasando. Si quiere tener un hijo que lo busque: yo no voy a dárselo. Para seducirme tendrá que desearme, tendrá que darse cuenta de que hay momentos en que me gustaría que no me respetase cuando me cambio en el cuarto de baño y preferiría que me quitase el vestido malva y me dijera que como más le gusto es desnuda. No quiero besitos, no quiero que me pregunte si me gusta el hotel, si estoy bien, quiero que no le importe cambiar los planes de la cena porque de repente siente el deseo de saborearme a mí al caer la tarde. Si es así, no le pediré que se envuelva en plástico, aunque fuera eso lo último que nos pasase de jóvenes. Porque, ay, pienso que tener un hijo es lo último que hace una mujer joven.
Pero no. Él ya tiene pensado dónde vamos a cenar. No me ha desabotonado el vestido malva, aunque al menos me ha dicho que estoy guapa. Guapa para salir a cenar con él. Y luego, en el restaurante, se ha puesto a hablar. Como si hubiese leído mis pensamientos, me dice que nos aburrimos y me pregunta qué me pasa. Odio esa pregunta, y él lo sabe. Y luego, el muy idiota, me recuerda que no hemos hecho el amor desde que llegamos a Nerja. ¿El amor? Ni el amor ni una caricia de verdad. Ni una brizna de deseo he notado en su mirada, pero yo no sé seducir a una piedra ensimismada. Él se queda en el balcón con su libro y mirando a la luna, y yo me acuesto dándole la espalda, y por la mañana Vincent no me gusta, porque hace que el día amanezca cansado.
--IX--
Terrible pregunta ésa de "qué te pasa". Más terrible aún es el "qué nos pasa", porque entonces ya no es que uno mire cariñosa y preocupadamente al otro, sino que se abre una puerta oscura por la que irrumpen malas sensaciones que durante los últimos meses han estado ahí fuera, haciendo toc-toc sin que ninguno de los dos se levantara y les diera permiso para entrar e instalarse, como si fuera un toc-toc equivocado que es mejor no haber escuchado, hasta que uno pregunta "qué te pasa" y el otro le contesta con el "qué nos pasa". Y qué peligrosas las palabras que se dicen mientras la puerta está abierta y no se encuentra un nuevo equilibrio en el que poder instalarse otros meses con la puerta cerrada. Hay un vértigo delante de los dos, por un momento todo es posible, el corazón late más deprisa, algo me incita a preferir el lado más oscuro. De nuevo mi tendencia al dramatismo; tantas veces he confundido las sombras con los monstruos, el tedio con la muerte, el desencuentro con la despedida. Desgrano palabras graves que sé que hacen daño, ella más bien comienza tapando agujeros y cerrando grifos, pero yo sigo inundando la velada de qué nos pasa, Juliette. A ella no le gustan estas conversaciones. Creo que le recuerdan a sus reuniones parroquiales de juventud, cuando alguien decía un miércoles que el grupo iba mal y los dos o tres siguientes miércoles todos se enfrascaban en la tarea de encontrar la razón, sin discutir siquiera si realmente había algo que encontrar. "A mi no me pasa nada", dice Juliette, queriendo poner dique a mi ola oscura; "el que está extraño eres tú: desde que llegamos te has encerrado en tus periódicos, me miras con esa cara, no sé, esa cara de ¿quién es ésta que está a mi lado?, tan serio, no sé qué cosas estarás pensando mientras das esos largos paseos y vuelves y no me dices ni siquiera hola, parece que te molesto, que estamos aquí porque me he empeñado yo y que estás contando los días que faltan para volver a tu París, tus amigos y tu casa". Justo cuando el camarero trae su sopa de pescado y mi gazpacho y los pone sobre el mantel de cuadros rojos y blancos, apartando las copas de vino tinto que ya están mediadas. Pero yo vuelvo al plural: "nos" aburrimos juntos, ya no es como antes. Ella teme estas embestidas que yo largo para aflojar una opresión que me llena el pecho. Las conoce, sabe que acaban mal, cuantas más palabras más sensación de ahogo, hay como un tobogán que se repite cada cierto tiempo, da igual por dónde se empiece, inevitable la sensación de caída libre ("y tu mamá que ya no está abajo para que no te caigas", me dijo lacónicamente Laurent cuando un día quería explicarle esta sensación). Juliette finge no hacer caso, no quiere entrar al quite, pero ya asoma alguna lágrima. Soy un cabrón, me gusta que llore, que se ponga triste por "nosotros", es como tocar fondo, la habitación ya está llena de mierda pero ahora los flujos comenzarán a empujar hacia afuera, hacia la calle. Me gusta que llore por nosotros; no puedo soportar que si una noche he intentado jugar con ella en la cama y ha bostezado y me he retirado hacia mi lado de la cama, insomne varias horas oyendo el mar, a la mañana siguiente se limite a decirme con indiferencia que le espere en la cafetería porque ella va a comprar una crema en la farmacia, y que además me llame "cariño". Cremas, cariño, menuda mezcla para después de un insomnio. Claro, que yo entonces no paso de decirle con voz neutra que compre un periódico español y otro francés en el quiosco, y ella vuelve luego con las cremas y los periódicos, y nadie le dice que he estado tantas horas despierto pensando en que nuestros cuerpos ya no se buscan. Ni una vez desde que llegamos a Nerja, Juliette, ni una; ya sé que no es tu culpa, es culpa del matrimonio, es que dicen en el periódico que las hormonas del amor duran cuatro años, justo el tiempo que se tarda en criar un hijo.
Otra vez lo del hijo. Salió así, hablando de lo poco que nos acostábamos últimamente, pero en seguida se convirtió en un silencio de varios minutos, negociando la crema de calabacín y el gazpacho. Como si fuera una de las sombras que habían estado haciendo toc-toc. No sé si he dicho que del techo pendían dos grandes ventiladores de aspa que removían suavemente el aire y que obligaban a Juliette cada poco tiempo a apartar de su cara algún mechón de su pelo negro. Yo creía que le había dolido mi reproche sexual, el primero que jamás le he hecho, pero mientras esperábamos el segundo plato me miró, hizo varios amagos de empezar a hablar, buscaba la fórmula. "Pero vamos a ver -dijo por fin, incorporándose levemente sobre la mesa, como montando a caballo sobre sus palabras-; lo que estés queriendo decirme, dímelo sin rodeos, Vincent; puede que yo todavía no lo desee, que no esté en condiciones, pero si tú quieres tener un hijo tie-nes-que-de-cir-lo. No quiero pasarme la vida adivinándote y diciéndome a mi misma que soy una canalla por no darte lo que ni siquiera sé si quieres...".
No estaba enfadada, porque había enredado mis pies con los suyos y los apretaba. Pero a partir de entonces lo que "nos" pasaba ya no era el matrimonio, ya era que no teníamos hijos, que nos habíamos empeñado en no tenerlos y que yo debía decir si había cambiado de opinión. Empecé, como siempre, a desmigajar el pan. Tan de repente hablar de algo que sólo ésa tarde, al despertar de la siesta, había pensado por primera vez, si es que puede llamarse "pensar" a esa frase o imagen que la última ola del sueño entrega a la playa del consciente en el momento en que se despierta. Me gustó que me enredase los pies por debajo de la mesa. De nuevo los ventiladores, hasta que vino el camarero, la fuente inmensa de ensalada para la señora, los "caramales" (así dijo) para el señor. Así es como aparecen las preguntas en la vida, igual que los deseos de comprarte un nuevo coche: hasta entonces te has arreglado con el viejo, pero algún día algo se desata por algún cabo y empiezas a sospechar que sólo un estúpido empeño te hacía decir y pensar que tú no querías un coche nuevo... No es que compare un hijo con el coche, le aclaro a Juliette; lo que quiero decirte es que si seguimos hablando del hijo acabaríamos seguros de que sin él no tiene sentido la vida.
- ¿Es eso lo que piensas?
- No, no he dicho que piense así. He dicho que no hay que hablar de cosas tan graves antes de saber lo que uno quiere, antes de tomar una decisión.
- Pero Vincent, cariño -dijo "cariño" porque sabe que me molesta-, no pensarás tomar tú sólo esa decisión en el silencio de tus paseos, mientras yo me tumbo al sol esperando a saber qué decide el señor sobre mi vida...
- Naturalmente que tengo que decidir yo sólo si "yo" quiero tener un hijo, que-ri-da. Que luego lo tengamos o no dependerá también de ti...
- Pues yo creía que las cosas eran de otra manera; yo creía que un día se te olvidaría comprar preservativos, que al darnos cuenta nos entrarían ganas y que simplemente esa noche nos importase más hacer el amor que no tener un hijo. Pero tú te tomas todo tan en serio que te imagino haciendo un balance de los pros y los contras: más gastos, menos tiempo; más tareas, menos aburrimiento con Juliette; más preocupaciones, pero también la satisfacción de ver cómo va creciendo; hasta que un día me digas "Juliette, tengo que hablar contigo, he llegado a la conclusión de que quiero tener un hijo; cuando tú también quieras me lo dices y lo intentamos". Menudo corte a partir de entonces en la cama, imagínate, hacer un hijo en vez de follar. No, Vincent, no sé quién te ha dicho a ti que los hijos nacen de decisiones conscientes y responsables, y no de un descuido o de una imprudencia, de una trampa de la naturaleza. ¿Tú sabes cuándo una mujer decide de verdad querer tener un hijo, Vincent? Lo decide cuando le acaban de confirmar que está embarazada.
Vincent y yo hemos discutido. No he sido yo quien ha sacado el tema. Creo que Vincent quiere decirme que quiere tener un hijo y no se atreve a decírmelo claramente. Me pregunto si no me ha traído aquí para decírmelo: por lo pronto, a la hora de la siesta me he puesto a pensar por primera vez en serio...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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