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No soy del Barça, vaya el dato por delante. Tampoco siento prácticamente nada por la selección española. Creo haberlo contado en algún sitio, quizá incluso aquí: en el Mundial del 82, mientras todos sufrían viendo por la primera cadena la eliminación ominosa de su propio torneo de la selección entonces aún no conocida como la Roja, yo era inmensamente feliz viendo por la segunda cadena con mi amigo Carlos esa maravilla del cine que lleva por título Siberiada, de Andréi Konchalovski. Cuando salimos a la calle, transportados de gozo, no podíamos comprender a esa gente que se arrastraba por las esquinas penando por una derrota irrelevante que habían preferido a la Belleza.

En resumen, que quizá no sea un comentarista autorizado para esta situación que tiene como protagonista a la selección que ahora entrena Lopetegui, de un lado, y de otro a su defensa más sometido a escrutinio, Gerard Piqué. En contrapartida, creo que puedo ser razonablemente ecuánime, tenga eso el valor que tenga en el debate balompédico, que uno ya sospecha que no es demasiado, a juzgar por la fiera militancia predominante.

Quizá no sea un comentarista autorizado para esta situación que tiene como protagonista a la selección, de un lado, y de otro a su defensa más sometido a escrutinio, Gerard Piqué

El entuerto viene de atrás, y ya alguna vez, eso sí que lo recuerdo con exactitud, ha recibido atención y suscitado algún comentario desde este indocumentado observatorio. El paso del tiempo mejora algunas cosas, como los vinos (buenos y bien conservados), pero degrada y pudre casi todas las demás, y esto de Piqué y la selección no escapa a la tendencia mayoritaria. Lo que empezó siendo una fricción suscitada por la tibieza patriótica del jugador (o más bien por su fervor hacia otra patria, que dicho sea de paso es constitucionalmente legítimo y está amparado como derecho fundamental), ha ido evolucionando hasta convertirse en un delirio colectivo digno del diván de un psicoanalista, en un trastorno obsesivo compulsivo comunitario que disecciona cualquier acción u omisión del desdichado para despacharlo a sufrir todos los rigores del Décimo Círculo del infierno. Ese que Dante Alighieri no pudo imaginar porque en sus tiempos no había Twitter, ni hashtags,ni virales, ni todos los bípedos implumes andaban pendientes de una pantalla en la que verter todo el vitriolo que les circula por la sesera.

Lo que empezó siendo una fricción suscitada por la tibieza patriótica del jugador, ha ido evolucionando hasta convertirse en un delirio colectivo digno de diván

A eso ha llegado el incomprensible acoso a un chaval que tendrá sus sombras, como cualquiera, pero que cuando se pone esa camiseta se planta a pie firme ante la portería, con la férrea y reiteradamente demostrada determinación de impedir que los enemigos de España la penetren con sus disparos. Tanto es así  que el nada sospechoso de independentismo ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, ha tenido que salir en su apoyo y rogarle que reconsidere su decisión de abandonar la selección, amén de pedir que cese el linchamiento público que ir a ella le supone. No sería un mal ejercicio, tanto de civilización como de verdadero espíritu constitucional (y quizá ayudara a construir un patriotismo que en el futuro acogiera a más gente), que ese tipo al que sentirse catalán no le impide pelear por una camiseta con el escudo de España fuera recibido con ovaciones en lugar de silbidos y que se dejara de buscarle las vueltas en cada gesto. Se me ocurren otros, y otros gestos, que lo merecen más.