CRÓNICA JUDICIAL / BLACK
Terceiro contra las cuerdas. ¿Y si las black fueran una tradición como los toros?
Esteban Ordóñez San Fernando de Henares , 25/10/2016
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Manisfestante en la Audiencia Nacional en San Fernando de Henares.
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Que dos casos gigantescos de corrupción se alojen en un mismo edificio tiene ciertas ventajas perversas que sólo son posibles por la línea difusa que separa lo legítimo de lo ilegítimo, o lo moral de lo inmoral en la sociedad española. El día 24 de octubre, Miguel Durán, el abogado de Pablo Crespo, cortó la inercia habitual de entrar a la Audiencia Nacional desoyendo los gritos de los ciudadanos que se congregan frente a la puerta. Durán cruzó la calle, se acercó a unas preferentistas. “Llevo 3.000 juicios de preferentistas y todos los he ganado, ¿qué más puedo hacer? Yo estoy defendiendo a una persona en cuya inocencia creo, una persona que no ha matado a nadie”.
Los periodistas le enchufaban la alcachofa. Él dijo que no iba a declarar, sugiriendo que sólo quería conversar con los afectados. Igualmente las cámaras le enchufaban. “Si quieren les doy mi tarjeta”, propuso a las preferentistas, que se apaciguaron reconociendo su labor.
Durán no quería declarar. Ya estaba declarando.
No era casualidad, su defendido, Pablo Crespo, pura Gürtel, iba a responder al interrogatorio de las partes minutos después y sin mover un dedo, sin aparecer siquiera, se estaba limpiando la imagen, refrescándola, al menos, a través de la trayectoria de su abogado. Hay una sinergia entre los pozos de mugre del país, extraña, difícil de calificar.
En el otro pozo, el de las black, se esperaba ayer a Jaime Terceiro: fue presidente de Caja Madrid antes de Blesa y se le ha acusado desde las defensas de diseñar unas tarjetas opacas embrionarias. Acudió como testigo, no como imputado. Se había incidido en que las black comenzaron en su época, es decir, de 1988 a 1996. Hay un interés por enraizarlas en lo antiguo. Cuanto más viejos sean los plásticos, más podrán confundirse con una suerte de tradición bancaria. Y en este país, como se sabe, en nombre de la tradición se perdonan hasta masacres. Por eso, y porque hubo un fallo burocrático que retrasó su asistencia del 11 al 24 de octubre, su intervención intrigaba, desesperaba. Los abogados habían exigido retrasar todas las pruebas testificales, habían solicitado que se esperara a Terceiro; sospechaban de un amaño con el fiscal.
Si se le achacara a Terceiro la ingeniería de las black, Miguel Blesa sólo habría ampliado algo que ya existía en una entidad de cientos de años de historia en la que se confiaba casi por patriotismo. “Sólo obedecía órdenes”, que dicen los militares.
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Un abogado, en traje de campaña, puede ejecutar dos tipos de sonrisas: una irritada-sardónica y otra triunfal-vacilona. Una de esas, de las segundas, sacaban varios letrados al receso. Se enorgullecían del interrogatorio del defensor de Miguel Blesa a Jaime Terceiro: “Le ha hecho daño, sí, sí, le ha hecho mucho daño”, comentaba uno. En el vestíbulo, masticaban y sorbían vasitos en corrillos. En uno de los grupitos, apuntaban que Terceiro se estaba quedando sin palabras y que, por eso, el fiscal había salido en su ayuda. Lo decían contentos, la interrupción enojada de Luzón, para ellos, había constituido una prueba de éxito. En el macrojuicio de las black, los letrados funcionan como una hinchada, se indignan y se entusiasman con camaradería.
Luzón había intervenido saltándose su silencio habitual ante los interrogatorios. Protestó, se estaba calificando al testigo como si fuese acusado y se le intentaba amedrentar para marcar sus respuestas e impedirle que se expresara libremente. El fiscal suele hablar de manera ralentizada, respetando una especie de presunción de disgusto, cuidadosamente, tajante en el contenido pero intentando no herir con la forma. Esta vez, en cambio, fue cortante, un poco agresivo. El abogado de Ramón Espinar alzó su vozarrón para criticar el “exceso verbal intolerable” por parte del fiscal.
Terceiro sí titubeaba, pero no por falta de razones, sino por una mezcla de perplejidad, autocensura y unas ganas de presumir que no quería dejar muchos minutos seguidos sin satisfacer
Terceiro sí titubeaba, pero no por falta de razones, sino por una mezcla de perplejidad, autocensura y unas ganas de presumir que no quería dejar muchos minutos seguidos sin satisfacer. “En mi época, Caja Madrid multiplicó sus beneficios”, “presidí la caja más rentable”, repitió con muchas derivaciones.
Su declaración duró cinco horas en las que una letrada pudo mirar con devoción los botines de una asistente que se sentaba al lado de los periodistas; en las que Virgilio Zapatero casi pudo escribir sus memorias en una libreta escolar de cuadritos y en las que Díaz Ferrán, en segundo plano, flanqueado por sillas vacías, apretaba la boca con un gesto de mala uva siciliana en el que se echaba de menos un puro encendido.
Terceiro se cansó de señalar que la introducción de las tarjetas servían para compensar los gastos de representación relacionados con los cargos y que pretendían aumentar la transparencia de la actividad de los consejeros: “Las tarjetas de empresa no son opacas, dejan una mejor trazabilidad”. Los plásticos tenían un “límite técnico” de 600 euros que nunca se llegaba a alcanzar (la media de gasto se quedaba en los 250 euros) y que, según el testigo, no varió en todo su periodo como presidente. Matizaba con eso de “técnico” porque las tarjetas para representación no pueden fijar un límite real.
La estrategia de la defensa consistía en tratar de colar ese instrumento para gastos de representación en el saco de la opacidad que luego, bajo mandato de Blesa y de Rato, daría lugar a orgías de pagos en párkings y cortingleses. Para ilustrar ese argumento se sacaron a la luz actas de hace 30 años, sobre todo la del 24 de mayo 1988: el papel que parió las tarjetas. El documento se picoteó con minuciosidad arqueológica: sirvió a las defensas para intentar demostrar que en aquellos párrafos se inauguraba el episodio black y a Jaime Terceiro para afirmar su posición, o sea, que eran instrumentos de pago limpios, basados en el ejercicio del cargo y que se exigían justificantes de cada operación. Cosa distinta, dijo, son “otras definiciones esotéricas de tarjetas”, y lo dijo engalleciéndose, porque Terceiro se fue creciendo: “Cualquier cosa que no coincida con lo que estoy diciendo es profundamente falsa”, y levantó una de esas olas de risas que más tarde sublevarían a Ángela Murillo. “No se rían, que parecen colegiales”, la jueza acabó riñéndonos a todos (con razón).
El interrogatorio del expresidente de Caja Madrid fue, más bien, un club de lectura sobre el acta del 88, que claramente hablaba de gastos de representación. Sin embargo, había párrafos ambiguos: si algo se demuestra en este juicio es que los banqueros no se distinguen por su precisión léxica. La cosa llegó al límite del humor cuando se debatió sobre un “al menos”: “Cubriendo, al menos, los gastos de representación”, aparecía en el acta.
-Si pone “al menos” es que hay algo más…-inquirió un letrado, excitado.
También se le preguntó por asuntos ajenos a su estadía en la caja y cuando se puso a opinar sin cortapisas, trataron de desautorizarlo diciendo que, claro, que todo su conocimiento venía de lecturas de prensa y eso no era serio. En un par de ocasiones, Murillo interrumpió a algún letrado: “Si no le gustan las respuestas, no haga las preguntas”.
De cualquier forma, Terceiro y ciertos imputados, por mucho que batallaran, tienen la misma sangre, y si uno se deja desvariar llega a la conclusión de que Terceiro no se sienta en el banquillo por pura casualidad. Ellos son de otro mundo y en ese otro mundo los privilegios que parecen normales, a veces, resultan ser ilegales. Ese es también un argumento de la defensa, la inercia, la confianza en la caja, la ausencia de sospechas por parte de quienes usaron la tarjeta. En ese otro mundo no hay máquinas expendedoras de comida o de cafés. Algunos acusados se esforzaron los primeros días para descubrir cómo hacerlas funcionar. Ayer, en el receso de mediodía, un funcionario acompañó a Terceiro para darle instrucciones. Él se detuvo ante la máquina, muy serio, con una moneda en la mano: “Pues un sandwich, el que sea”, indicó al funcionario.
Con Terceiro, igual que con las personas que se sientan en el banquillo, nunca se sabe. La intervención del último testigo, exconsejero en su época por IU, José Luis Acero Benedicto, hizo tambalear las explicaciones de la mañana. Acero fue el que menos gastó de todos los tarjetistas. Se escapó del banquillo porque su delito había prescrito. Temblaba. “Para mí, una tarjeta de representación no tiene límite, debe justificarse y ser aceptada, y esta no cumplía ninguna de esas condiciones, desde mi punto de vista, no se podía ver de ninguna forma que era algo distinto a una forma de retribución”. Acero repitió que nunca le habían solicitado ningún justificante ni siquiera en la época de Terceiro.
El expresidente se había marchado, pero parecía que se le oía protestar e indignarse ante el relato de Acero. “Todo lo que yo no diga, es falso”, su voz se había quedado grabada como una de esas canciones comerciales que no tienen por qué gustarte, pero se clavan ahí, en el cogote, machacándote. Cinco horas dan para eso. Cinco horas de un tipo irritable y de unos letrados gustosos de irritarlo. “Para decirlo en plata, tenía un carácter difícil, estaba a malas con todos”, llegó a confesar Acero.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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