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Árbol de sangre riega la mañana
por donde gime la recién parida.
Su voz deja cristales en la herida
y un gráfico de hueso en la ventana.

Tengo toda la información del ejemplar que estudio, le experiencia de haberlo encontrado, o él a mí, ya varias veces durante mi larga carrera como paleontóloga.

Mientras la luz que viene fija y gana
blancas metas de fábula que olvida
el tumulto de venas en la huida
hacia el turbio frescor de la manzana.

Pero aun así me interno en la jungla morentiana, bien equipada, y preparada para que, una vez más, el raptor surja ante mí en un claro entre dos tercios y aprovechando un descuido, me arranque el corazón.

Adán sueña en la fiebre de la arcilla
un niño que se acerca galopando
por el doble latir de su mejilla.

No me he dejado engañar por el hipnótico vaivén de la falseta, sus hojas amistosas, sus flores tranquilizadoras quieren adormecerme, relajarme en lo conocido.

Pero otro Adán oscuro está soñando
neutra luna de piedra sin semilla
donde el niño de luz se irá quemando.

Pero yo sé que de ellas saldrá sin avisar el animal, lo inexplicable, la memoria de la sangre hecha bestia de mil toneladas y no podré reaccionar. No tendré tiempo de fotografiarle, tomar muestras, probar científicamente que lo he visto, que una vez más lo he encontrado, o él a mí y que, una vez más, me ha matado.

De vez en cuando vuelvo a buscarle, para que me haga creer en lo imposible, para que pare mi respiración, para probarme que todos los universos, las realidades y los latidos se unen en el punto donde este dinosaurio sagrado salta al vacío. Y vuela.