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Las siete de la mañana me pillan revisando datos deprimentes. El consumo per cápita de pan fue el año pasado de 35 kilos, un 2,1% menos que el año anterior, y así todos los años, cada vez comemos menos pan. Menos de cien gramos al día, apenas una rebanada. Nos gastamos 85 euros al año en pan, 23 céntimos al día. ¿qué nos está pasando?, ¿por qué comemos tan poco pan?, ¿qué m*%&@s estamos comiendo?
Me gustaría despertarte ahora, tostar este pan que amasaste ayer, raspar sobre su superficie un tomate de invierno o dejar caer sobre mi rebanada miel o aceite o mermelada de moras. Recordar de nuevo esos versos ateos de Ángel González: “si yo fuese Dios/ y tuviese el secreto,/ haría un ser exacto a ti;/ lo probaría/ (a la manera de los panaderos/ cuando prueban el pan, es decir:/ con la boca). Pone uno la palabra “pan” y los efectos especiales de la película de la memoria se desencadenan a todo trapo: dorados campos de trigo, hornos de leña perfumando el aire, hogazas calientes, molinos de viento, masa fermentando tras ser amasada por un forzudo panadero rural o por ti, Jessica Lange y Jack Nicholson echando un polvo enharinado sobre la gran mesa de la cocina, un montón de palabras saliendo de la Biblia con la voz de Charlton Heston y convirtiendo el pan en lo más sagrado. Pero “El pan nuestro de cada día” es cada vez menos, ya “no sólo de pan vive el hombre” porque entras en el supermercado y el pan ocupa un espacio pequeño, anodino, seudoartesano. De alimento sagrado (cuerpo de Cristo) ha pasado a ser alimento maldito (el burdo rumor dice que engorda y alguna otra infamia).
Arqueología ficción. Hace muchos miles años un tipo curioso, o una tipa más bien, inventó un sofisticado producto tras hacer unas gachas con bellotas secas o con trigo o centeno o cebada o maíz o arroz. Machacó y molió las semillas correosas y secas. Añadió agua. Probó a sofisticar la masa añadiendo un poco de sal gris fósil de una mina o sal amarga de un charco seco del mar. Coció aquella amalgama pastosa en el fuego. Y voilà: el pan. Llevamos miles de años sobreviviendo con este alimento. Sobre él nació la Cultura Gastronómica Moderna, así, con mayúsculas, hace 8.000 años A.C. Cuando ese tipo o esa tipa añadió, algún tiempo después, un poco de masa madre cruda y fermentada de días anteriores o tal vez olvidó un rato el bolo crudo de masa por ahí antes de ponerlo al fuego, fue el acabose. El pan se hizo crujiente y esponjoso, corteza y miga. Miles de años, miles de panes distintos nacieron de las diversas civilizaciones del mundo.
El pan no engorda. Lo que engorda es nuestro “estilo de vida”
Se hicieron mejores molinos, hornos grandes, la hostia. Y junto al pan los mitos, las fábulas, los sueños, las civilizaciones, el comienzo de la Historia. De todas las historias. Hasta la tuya conmigo. Hoy sabemos hacer muchas cosas sofisticadas y tenemos guisotes tecnoemocionales, thermomix, microondas, máquinas de vacío, ultracongeladores… pero hemos olvidado cómo se hace el pan, ¿nos hemos vuelto idiotas? Cualquiera que se meta, siquiera por encima, en la crujiente superficie de nuestra historia, en la miga del mundo descubrirá la inmensa importancia que ha tenido este alimento a lo largo de miles años, imperios, guerras, exilios, tristezas… aunque hoy a nosotros, a los saciados y obesos del occidente rico, nos parezca apenas un complemento que se extingue de las mesas, una fruslería tonta, un objeto decorativo que a veces pellizcamos distraídos mientras nos traen lo que creemos que es la verdadera comida. Qué tontos. La ciencia de hacer pan es nuestra gran cultura colectiva emancipada de los caprichos de la caza y la intemperie.
Fuera de ahí, dejando al margen los alimentos asados, ahumados o secados, no hay nada o casi nada, cocina de cacharritos, tecnología para mezclar moléculas alimenticias, mercadeo de objetos industriales que nos metemos en la boca y masticamos sin saber muy bien que hay dentro. Además el grito de ¡pan y libertad! empujó el progreso, lo mejor de las revoluciones y los sueños.
Memoria histórica. Ya se ha olvidado pero en este país había miles de tahonas (¿cuánto hace que no pronuncias la palabra ta-ho-na?) que perfumaban las mañanas de los pueblos, cientos de molinos de agua o viento que fabricaban harina, decenas de variedades de cereales autóctonos ya extinguidos, innumerables recetas para hacer pan. A los niños de hoy les parece un cuento o una leyenda remota pero en muchas casas había hornos de barro en los que las mujeres obraban el milagro con recetas que se habían mantenido inalterables durante miles de años. La España vacía (¿verdad, Sergio del Molino?) mantuvo estos hornos artesanales hasta hace pocas décadas. La España urbana de principios de los sesenta, el desarrollismo y la entrada de España, con décadas de retraso, en la sociedad de consumo, trajo bienestar, incrementos de la renta familiar, nuevas posibilidades laborales y de consumo. Apareció y se generalizó la bollería industrial, el pan de molde, las fábricas de pan con procesos fabriles, el “pan barato”. Siguieron sobreviviendo muchas tahonas tradicionales que, además de seguir haciendo pan, eran utilizadas por las vecinas para cocer magdalenas y bollos caseros hasta que la competencia se hizo insostenible.
En Bélgica, Francia, Alemania, Grecia, Italia u Holanda superan los 50 kg de pan por persona al año
En paralelo cambió de forma radical la dieta de las familias y el pan pasó de ser un alimento básico en la mesa y en todas las comidas del día y un ingrediente fundamental de muchas sopas y guisos, a ser un mero complemento cada vez más secundario. El consumo per cápita de pan no ha dejado de bajar desde entonces y este alimento, durante miles de años vital, básico, rico y equilibrado comenzó a etiquetarse de pesado, anticuado y engordador. Por si fuera poco la industria panadera quiso aumentar el beneficio abaratando la producción y apareció la negativa revolución de las masas congeladas y precocidas, aparecieron por todas partes las llamadas “boutiques del pan”, con panes en apariencia diversos y apetecibles pero que en realidad eran sosos, secos e incomibles pasadas unas pocas horas. Hoy nos hemos acostumbrado al pan de gasolinera o de la tienda china o al del supermercado.
Comemos cultura. Es verdad que en algunos lugares comienza a recuperarse el pan artesano, aunque las variedades de trigo autóctonas y la posibilidad de tener harinas de verdad integrales, no sólo con su cáscara sino con su germen, las masas madre de verdad, los hornos de leña-leña serán difíciles de rescatar. Es verdad que algunos consumidores desean volver a los mitos fundacionales de su cocina tradicional. Renacen los alimentos artesanos con marchamo de auténticos y autóctonos, una parte cada vez más importante de la población recupera como ocio, pero también como militancia, el placer de cocinar, de volver a saber hacer pan. Porque saber hacer pan es cul-tu-ra. A algunos se les llena la boca de ruido, baba o erudiciones cuando escuchan la palabra cultura como si fueran las bragas de la aristocracia. Otros echaron mano de la pistola, la censura o la mentira asustados de que la gente corriente pudiera reinventar el mundo de otra forma y hasta hacer su propio pan ¿y su propia democracia? Igual con el resto de la comida (o la política o el amor), unos hacen trampas con engrudos y salsas y se creen grandes artistas decó, otros venden basura a precio de oro y la venden toda cada día y se hacen ricos.
Los hidratos de carbono del pan son de rápida asimilación y “quemado” por nuestro metabolismo
Pero hay más cultura, política y amor en la hogaza de pan que amasaste ayer y hoy desayuno que en la biblioteca entera de libros pirateados que atesora tu vecino en su Kindle. Así que ahora sueño con eso, con volver a ser libre. Volver a hacer pan. Recuperar su ciencia, sus técnicas, sus secretos. De nuevo soberanos, artesanos, nosotros gritando ¡sí se puede! Por eso me gustan tanto tus manos. No puedo dejar de repetirlo y escribirlo aquí. Unas manos que saben hacer pan pueden hacer cualquier cosa. Hacer realidad los sueños de hoy que son los mismos de siempre de ¡pan y libertad!, amasar las caricias más precisas, tocar las cosas que merecen la pena del mundo, dar forma a todas las palabras, inventar de nuevo el apetito y el hambre sin su miedo, la cocina de la memoria, lo sagrado sin dioses, la risa satisfecha de quién come y se asombra por algo tan sencillo y tan nuestro, de la humanidad entera: el pan. Debería decir cuando despiertes, plagiando a Ángel González, que “estas muy rica, como pan recién hecho”, pero sólo lo escribo. Te veo hacer el pan y aprendo, recuerdo, amaso luego yo mismo. Recuperamos de la casa en ruinas de mis abuelos un antiguo horno de pan. Media esfera grande de arcilla cocida tosca que ha resistido guerras y olvidos. Todo un tesoro.
Pan y amor: Verte amasar es algo adictivo, hipnótico, tal vez profundamente erótico, quizá infantil, no quería decir mágico. Contemplo tus manos en un instante suaves, en otro segundo violentas, en otro fuertes, en otro momento delicadas cuando por fin boleas la masa o luego, cuando la estiras para hacer ese pan largo que tanto me gusta. “No me mires así -dices- que entonces me distraes”. Pero tú nunca te distraes. Nada tiene para mi más belleza que tus dedos largos amasando el pan. Ningún paisaje, ni obra de arte, nada que hubiera contemplado tiempo atrás en mi vida entera. Te gusta mucho hacer el amasado francés, golpear y airear, bolear, dejar reposar, estirar luego las pequeñas baguettes que dejaba dormir entre los rizos de una gruesa tela de lino. Te gusta mucho limpiar, llenar y encender el viejo horno, poner a punto el fuego, retirar a los lados las brasas, meter el pan crudo y vigilar el punto de cocción. Luego, horas mas tarde, mientras leo lo que he escrito y el viento revoca en el horno abierto los últimos aromas del pan recién hecho, mientras rompo con una mano la primera baguette aún tibia y saboreo su corteza despacio, sin distraer el paladar con el queso y el vino que también tengo preparado, comprendo el íntimo misterio de las afinidades. Cuando te despiertes besaré de nuevo tus manos manchadas de harina y risa. Acariciaré tus manos como hacían los antiguos con las diosas benefactoras que les daban lluvias a tiempo, soles suaves, lunas templadas y por fin dorado trigo: pan.
Sí, el título era mentira, un truco publicitario, el pan no es tóxico, por si aún lo dudabas. Hay gente que lo piensa.
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Notas panificables:
1. El pan no engorda. Lo que engorda es nuestro “estilo de vida”.
2. Los hidratos de carbono del pan son de rápida asimilación y “quemado” por nuestro metabolismo. Pero hay que moverse, claro.
3. Apenas se vende pan integral auténtico. Se vende por tal pan de harina refinada a la que se ha añadido salvado. El pan integral debería tener el germen de la semilla, una parte grasa y delicada, llena de vitaminas, pero de frágil conservación ya que se enrancia rápido. Una lástima.
4. El pan es un alimento básico de nuestra famosa y preciosa dieta mediterránea.
5. En Bélgica, Francia, Alemania, Grecia, Italia u Holanda superan los 50 kg de pan por persona al año.
6. El uso de masas congeladas y/o precocidas se sigue incrementando. No se trata de un alimento de peor calidad pero carece los aromas, texturas y sabores de un buen pan artesano.
7. Por fortuna en todas las ciudades de España hay panaderías de pan artesano de verdad. Moléstate, busca, compra, prueba…y ya no querrás comer otro pan.
8. Agradezco a la famosa bloguera Susana Pérez de webosfritos.es mi redescubrimiento del pan casero, es decir, amasado y hecho de verdad en nuestra casa.
9. No lo dijo Arthur Schopenhauer, pero: al pan, pan y al vino, vino.
10. Corre el rumor de que el pan tumaca está rompiendo España, pero no es cierto, por si aún lo dudabas, en eso todos somos catalanes.
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CTXT ha acreditado a cuatro periodistas --Raquel Agueros, Esteban Ordóñez, Willy Veleta y Rubén Juste-- en los juicios Gürtel y Black. ¿Nos ayudas a financiar este despliegue?
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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