El jazz empezó en la Residencia de Estudiantes
Un recorrido desde los años oscuros de la posguerra y la dictadura, que ocultaron la música que había conquistado la radio y los cabarés de Europa y Norteamérica, hasta los últimos festivales
Ayax Merino 30/11/2016
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Las cuadrillas de esclavos negros recogen el algodón en una plantación del Sur, allá por Virginia, Alabama o Misisipi, y a la par entonan una triste canción para animarse y hacer más llevadera la faena.
El sábado a la caída de la tarde, tras la dura jornada, se canta y se baila. Y si hay con qué, se echa un trago. Ritmos de origen africano tocados con instrumentos de blancos: una guitarra construida por las mismas manos que la tañen, músico y violero a un tiempo; una armónica salida Dios sabrá de dónde; un tambor encontrado por ahí o, si viene al caso, una vieja tabla de lavar la ropa.
El domingo, día del Señor, el pastor oficia su sermón en la iglesia atestada y el coro se arranca con un espiritual que es de inmediato seguido por los feligreses que cantan y bailan en alabanza del buen Jesús, el Salvador que ha de redimirlos a todos de sus penas, Mesías añorado.
Ragtime, blues, jazz. Todo es uno y lo mismo. Música que nace, parto doloroso, de las laceradas entrañas de unas gentes que sufren, vejadas por la miseria y el desprecio. Así surge el jazz, allá por las postrimerías del siglo XIX.
La noche se alarga en Nueva Orleans. Burdeles, garitos, tabernas. Putas, marineros, juerguistas de farra, drogadictos, camellos, chulos, rateros, hampones. Un conjunto de músicos negros llena el aire con sus sones dándole marcha al cotarro. Al clarinete le contesta la trompeta mientras el banjo, la tuba y el piano marcan el ritmo. Y la gente baila y bebe hasta el amanecer. Y después sigue bebiendo y bailando.
El jazz está de moda. Suena a todas horas en la radio. Y en las salas de fiesta. Todo el mundo lo escucha, todo el mundo lo baila. También los blancos. Hasta empiezan a aparecer por aquí y por allá músicos blancos que le dan con ganas a eso del jazz.
Y llegan los felices años veinte con su desbordante alegría. Bulla y jarana. La ley seca. La mafia. Chicago. Tiros y corrupción. Todo a ritmo de jazz. Por ahí andaban ya Louis Armstrong y Coleman Hawkins.
Y el jazz cruza el charco de un salto y llega a Europa. También a España, donde unos pocos entusiastas disfrutan con los sones de esta música maravillosa.
Descendió del tren Joséphine Baker. La muchedumbre se agolpaba en el andén, curiosa, expectante
Allá en la colina de los chopos, entre los sacrosantos muros de la Residencia de Estudiantes, un joven Buñuel no se cansa de poner un disco tras otro en su gramófono, para deleite de los amigos que en derredor escuchan atentos, por ejemplo, un Dalí o un Lorca. Y los viernes, tras la semana de labor, música, algo de jazz también, seguro; quizás allí en el salón anduviera Pedro Salinas tarareando una canción de King Oliver o de Jelly Roll Morton. O el venerable don Miguel, de visita, tal vez se lanzara a bailar un charlestón, aunque la verdad es que no me hago a la idea de ver a Unamuno en tal guisa. Y un Cernuda al que le ha picado el gusanillo, fascinado por el jazz, y que termina por comprarse un gramófono para poder oír sus discos cuando quiera.
Por aquellas fechas, 1927, sale publicado en ABC un relato jazzero de José María Salaverría, con ilustraciones de Rafael de Penagos.
Y Ramón, también Ramón se ve asaltado por la fiebre del jazz, el auténtico Ramón, el Ramón por antonomasia, el autor de Automoribundia, el forjador de insólitas greguerías plenas de belleza, el sacerdote del Pombo, el inconfundible Ramón, Gómez de la Serna, Ramón, a quien en 1929 le vino en gana dar una conferencia sobre el jazz, la cara tiznada de negro, que fue todo un éxito.
El 8 de febrero de 1930, en la Estación del Norte de Madrid, descendió del tren que la trajo de París Joséphine Baker. El revuelo que se armó fue mayúsculo. La muchedumbre se agolpaba en el andén, curiosa, expectante. La cantante y bailarina, exótica, sensual, estuvo una semana entera actuando, para pasmo de los madrileños, que no salían de su asombro con el espectáculo que ofrecía la Baker, algo jamás visto hasta entonces por estos lugares.
Se proclama la II República. Y estalla la Guerra Civil. Es bien sabido, cautivo y desarmado, España tiene Generalísimo para rato, un buen montón de años. Años tristes de posguerra. Los tiempos de la autarquía, del aislamiento, de las cartillas de racionamiento, el país encerrado en sí mismo, las puertas trancadas, los postigos encajados. Molusco que junta sus conchas, nada entra y nada sale, aire enrarecido.
Con la carne y los cereales, entran los tangos. Y vuelve a sonar tímidamente el jazz
Tras la II Guerra Mundial, la Guerra Fría. El Régimen, tenaz, paciente, paso a paso va derrumbando los muros que lo cercan. Primero, la Argentina. Evita Perón se pasea por las calles españolas, allá por 1947. Y con la carne y los cereales, entran los tangos. Y vuelve a sonar tímidamente el jazz por estos pagos. Por esas fechas se funda el Hot Club de Madrid y comienza a asomar su cara por aquí algún que otro músico americano.
Después, en 1953, el Concordato. Y el pacto con los EE.UU, las bases militares. Con la llegada de los soldados estadounidenses, que además de bombarderos, trae consigo discos, el jazz empieza a ganar nuevo empuje. El Club de Oficiales de la base de Torrejón de Ardoz organiza veladas, actuaciones.
En febrero de 1966 Duke Ellington y Ella Fitzgerald dan juntos un concierto en Madrid. Memorable ocasión, día señalado en los fastos jazzísticos madrileños. El Duque en persona, ni más ni menos, sin duda una de las figuras más sobresalientes de la historia del jazz, acompañado por una de las mejores cantantes que hayan visto los tiempos.
No fueron los únicos que aportaron por estos lares. No, ni mucho menos. Por el Whisky Jazz, local emblemático de los Madriles fundado en 1963, pasaron multitud de grandes músicos de jazz. Y también por el Bourbon Street, otro célebre garito de la capital. Como Coleman Hawkins, todo un coloso y maestro del saxo tenor. O el Modern Jazz Quartet. O la excelente cantante Donna Hightower, a quien los aires de este terruño debieron de probarle bien, pues decidió aposentarse aquí, en Madrid, donde vivió largos años.
El yermo baldío, de repente, dio sus frutos. Y apareció como de la nada, un puro milagro, Tete, el gran Tete, Tete Montoliu, pianista soberbio. Y Pedro Iturralde, otra bendición.
Después vinieron el Johnny, el café Central, la sala Clamores, La Coquette y tantos y tantos sitios, Jorge Pardo, Chano Domínguez, Javier Colina y tantos y tantos músicos. Hasta tenemos un festival de jazz, que se celebra justo ahora del 25 de octubre al 30 de noviembre y cumple ya, si no me salen mal las cuentas, su trigésimo segunda edición, ahí es nada.
Pero esa ya es otra historia.
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Ayax Merino
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