RELATOS MELÓMANOS
León Benavente. Más que vecinos, ser brigada
Juanjo Cubero 14/01/2017
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Ocurrió así. Dormí con la puerta abierta aquella noche porque no había nadie en casa. Estos se habían pillado vacaciones de Navidad y yo era el único del piso que pringaba. Todo fue raro desde el principio. Cuando desperté, quedaban todavía veinte minutos para que sonara la alarma del móvil. A mí eso ya me desconcertó porque no me había ocurrido en la vida. Mi sueño es tan profundo que ni se inmuta al chocar con las placas tectónicas. Me he despertado con pollas pintadas en la cara, con pasta de dientes en el pelo, con lagartijas en los calzoncillos, pero siempre en el momento que yo he considerado oportuno.
Al doblar la almohada y dar media vuelta para agarrarme a esos benditos 1200 segundos como si fueran un esquife en mitad del océano, los escuché. No sé si procedían del baño, del pasillo o del salón. Tal vez de la cocina o de la terraza lavadero. Unos golpecitos pequeños, como cuando evitas pisar un suelo recién fregado, y escrupulosamente exactos, como un metrónomo. Los conté. Sonaban cada dos misisipis. En un primer momento creí que era la lluvia. Miré por la ventana del patio interior. No. El suelo estaba seco. Aquello sonaba fuera de la habitación. Alguien había entrado en casa y andaba campando a sus anchas.
Con una valentía desconocida, incluso para mí, pero de la que ahora me enorgullezco, decidí enfrentarme a esos ruidos sin pensar demasiado en lo que me pudiera encontrar. El espectro de posibilidades era amplísimo. Desde un ladrón desorientado al que le han dado las coordenadas incorrectas, a unas ratas que rebañan restos de comida china en la basura de la cocina. Luego caí en la cuenta de que quizá mi ex había cumplido su amenaza y me había enviado por fin al cobrador del Frac o directamente al mismísimo toro Ratón y que éste aguardaba en el pasillo, bufando cada dos misisipis.
Me incorporé a cámara lenta y me armé a conciencia: cogí escuadra, cartabón y un par de bolis Bic. Luego puse, con cuidado, un pie en el suelo. Sentí frío. Fue en ese momento cuando el plano se volvió cenital y comprobé que la habitación estaba completamente inundada, como las viviendas que aparecen en los reportajes tras el paso de la gota fría.
Había tanta agua que noté, al posar los dos pies, cómo el oleaje me arrastraba hacia el interior de la casa. El pasillo tenía manchas de chorros, como si alguien con serios problemas de próstata hubiese estado meando toda la madrugada. Me agarré como pude a los marcos de la puerta y crucé hasta uno de los cuartos de baño. Allí me di de bruces con la zona cero. El agua caía desde el techo y golpeaba el váter, la lavadora y el suelo como un redoble circense antes del gran salto final. Las grietas eran tan profundas que dejaban ver los cimientos del piso de arriba. La humedad había dibujado el árbol genealógico de las caras de Bélmez en la pared y un saco entero de ropa embarrada flotaba bajo el lavabo, junto a un calefactor eléctrico, botes de gel, champú y toallas de playa.
Lo peor de todo era el olor. Había una peste insoportable, como cuando te encuentras un bicho muerto paseando por el campo.
Pensé en agobiarme. Bueno, primero decidí grabar un vídeo para enviarlo al grupo de wasap que tengo con los del piso. Luego me hice un par de selfies, un café y ya, por fin, pensé en agobiarme tranquilo. No sólo no podía bajar a cenar a casa en Nochebuena porque tenía turno de madrugada en un Carrefour 24 horas, sino que encima me esperaba una mañana entera de negocios con el seguro, la casera y los vecinos de arriba.
***
Habíamos llegado a ese piso a principios de octubre, así que aún no tenía el gusto de conocer a los individuos con los que compartíamos contenedor en la escalera. Llamé con insistencia, pero nadie abría, a pesar de que desde fuera se escuchaba Tipo D de León Benavente a toda hostia.
Grité y golpeé la puerta a puñetazos. Encima que me habían jodido la Nochebuena, aquellos cantamañanas no quería dar la cara. Al momento silencio, ruido de pasos, una mirada escrutando por la mirilla, un par de vueltas de llave en la cerradura y una puerta que se abre despacio. Se asomó tranquilamente un señor de unos ochenta años. Parecía un abuelo entrañable. Se daba un aire a Leonard Cohen. Luego descubrí que se le achinaban los ojos al sonreír, como a Enrique Morente. Supuse, por eso, que se llamaba Federico.
—Disculpe. Soy el vecino de abajo. Debe de haber tenido usted algún grifo abierto durante la noche. Tengo la casa inundada.
—No me diga, pero eso no es posible. Adelante, por favor.
Entré directamente al baño y cerré la llave de paso.
—¿Su cisterna no vertía agua esta noche? No se puede imaginar la que tengo montada en el piso.
—Pues yo no he notado nada. Pero no se preocupe que mi sobrina trabaja en el seguro. En estos casos ella se encarga de todo. Por cierto me llamo Lucio. ¿Cuál es su nombre, vecino?
Sentí tal pereza que pensé en inventarme una nueva identidad como cuando salíamos por la noche a vacilar. “Me llamo Luis y estudio cuarto de arte dramático en la Cristina Rota ¿No te sueno del último videoclip de Love of Lesbian? Soy Jorge y trabajo en una discográfica. Yo descubrí a Vetusta Morla. Me llamo Andrés y todo lo que ves aquí es mío. Soy el dueño del garito”.
Decidí ser sincero.
— Soy Javier.
—Encantado, Javier. Pues bajo con usted y llamamos de inmediato a mi sobrina. Lo que si me gustaría es pedirle un favor. No le diga nada a la presidenta de la comunidad. Esa mujer es una bruja. ¿Sabe que una vez me acusó de haberle metido un palillo en su cerradura para que no pudiese salir de casa?
***
Lucio caminaba con un bastón, aunque no se le veía especialmente torpe.
Tenía una labia acojonante. Me dio todo tipo de detalles de la vida de su sobrina en lo que esperábamos el ascensor. Terminaba las frases con una risa exagerada y mezclaba temas sin titubear. Pensé que padecía algún tipo de demencia.
—Mi sobrina nos puede atender a esta hora sin problema. En el banco solo hay viejos como yo molestando —se echó a reír y en mitad de la carcajada le dio un ataque de tos del que salió trastabillado—. Ella tiene un pisito por la avenida General Perón, ¿sabe? Voy una vez al mes a comer allí. Cojo aquí abajo el 149, que pasa cada 10 minutos. Los domingos lo tengo más difícil porque Carmena ha quitado ese autobús. No sé lo perdonaré jamás.
Me hundí al volver a casa. Creo que antes no di los detalles suficientes para que pudiérais calibrar la magnitud de la tragedia. Lo que realmente parecía es que en ese piso alguien había tirado los dados de Jumanji. Allí habían aparecido cocodrilos, lianas y cazadores furtivos. El olor a humedad, insisto, era horrible. Para intentar enmendarlo, rocié entero un ambientador de rosas y puse a quemar un par de barritas de incienso. Aquella mezcla de sabores convirtió el baño en un foco de infección severo. Decidí precintar la zona con esparadrapos y cinta aislante. Luego busqué en Internet qué criterios hay que cumplir para que el Estado declare una zona como catastrófica. A ver si por lo menos podíamos ganarnos una paguita.
Lucio se disculpó un millón de veces y me juró que vendría con un fontanero lo antes posible. Yo me tumbé un rato en el sofá. No me encontraba demasiado bien. Me metí en petardas.com. Necesitaba aliviarme, sacar toda la tensión que tenía dentro y quedarme tranquilo.
***
Lo único que hizo el fontanero fue darme el pésame y certificar que ese cuarto de baño había que mantenerlo bien precintado o empaparlo con gasolina y prenderle fuego. “Hasta que no se seque del todo no puede llamar usted al pintor. Aquí tiene la factura: son 75 euros. El seguro no cubre mi desplazamiento en Nochebuena”.
No me apetecía discutir. Le di el dinero y subí con él a casa del vecino, aunque, en realidad, tampoco es que tuviera demasiado interés en conocer las causas que habían provocado aquella ruina.
Lucio me invitó a fumar en la terraza mientras el fontanero destripaba su baño. El piso tenía la misma disposición que el nuestro, pero era completamente distinto. Por allí habían pasado pocos albañiles en las últimas décadas. Vi muebles preconstitucionales —a la Pepa— en el salón y unas cenefas horterísimas en la cocina. La sala de estar me recordaba al plató en el que posan los bisabuelos en las fotos que mi yaya tiene colgadas en el comedor, en el que, por cierto, esta noche cenará toda mi familia.
Lucio me ofreció uno de esos cigarros que cambian de sabor al pulsar la boquilla y comenzó a divagar sobre fútbol.
—Yo ya no voy al Bernabéu porque me agobian las aglomeraciones, pero me trago todo lo que echan por televisión. Me encanta el Villarreal. Me gusta su entrenador y me alegro de que le vaya tan bien porque Marcelino me caía fatal. ¿Qué me dice de lo que hizo el año pasado con el Sporting?
No tenía ni idea de lo que me estaba hablando, pero uno no puede mostrar debilidad nunca. Y menos ante un vecino que te acaba de joder la Navidad.
— Es imperdonable.
—Lo que no entiendo es como Lopetegui no tiene a Trigueros y a Bruno fijos en el centro del campo de la selección.
—Estoy de acuerdo—Iba a razonar mi respuesta, pero, otra vez, me interrumpió—.
—Oiga, Javier. Déjeme invitarle a cenar esta noche. Le he fastidiado la Nochebuena y me siento un poco culpable. Véngase a casa. Total, voy a cenar solo y tengo marisco para un regimiento.
Aquello me pilló a contramano. Entraba a trabajar a la 12 de la noche en el Carrefour que tengo debajo de casa—si hago un butrón en el salón caigo en los congelados— así que podía excusarme, pero, no sé, me apeteció decirle que sí. No fue conmiseración, aquel hombre me despertaba curiosidad. Creo que mi respuesta le pilló un poco por sorpresa porque fue el único momento en el que le vi quedarse callado. Me ofreció otro cigarro y fumamos un rato más en su terraza, mientras veíamos a la gente pasar apresurada por la glorieta de Quevedo. Por un instante pensé que éramos los Underwood planeando cómo asaltar la Casa Blanca en la madrugada de Washington.
***
Lucio preparó una cena más que decente. Bebimos buen vino, charlamos —le escuché— durante horas. Yo ya no sabía si aquel hombre hablaba en serio. Cada cosa que me contaba parecía mas estrambótica.
Había sido durante años corresponsal en España de algunas revistas de boxeo americanas. Me enseñó, de hecho, un montón de fotos de boxeadores que yo, por supuesto, no era capaz de reconocer. Si acaso una con Alí.
—Le conocí en Kinshasa en el mítico combate con Foreman. Nos hicimos amigos. Visitó Madrid en el 76 para presentar su biografía y yo formé parte del séquito que le acompañaba por la ciudad. Vino a cenar a casa, con mamá. Estuvo toda la noche sentado en el sofá en el que tú estás ahora.
Su madre había muerto hace cinco años. Vivía solo en aquel piso desde entonces.
—Papá tenía una tienda de fotografías en Montera. Cuando era joven, aquella era una calle con mucho glamour, no como ahora. Había putas sí, pero cada uno teníamos la nuestra, la de confianza. Ahora a Montera no voy porque me da pena, pero a putas sí que sigo yendo, ¿eh? Llamo a un teléfono de contacto, de estos que aparecen en los periódicos y listo. A veces me conformo con que me digan guarradas por teléfono, otras les hago venir hasta aquí. No me ha escuchado nunca, ¿verdad?
No podía parar de descojonarme. Aquel hombre estaba, definitivamente, frontalizado.
—Oiga, Lucio, le gusta León Benavente, ¿no? Esta mañana los estaba escuchando cuando llegué.
—Me hacen gracia, sí. Me parecen muy ingeniosas las letras. ¿Sabe que estuve viéndolos hace unas semanas en Pamplona?
—¿Qué me dice?
—Me daba cierto morbo escucharles cantar allí aquello de “quiero ser español” y “quiero ser del Opus Dei”. Pensé que podría ser divertida la respuesta del público.
—Y, ¿qué pasó?
—Nada. No hubo jaleo. El concierto estuvo muy bien. Sacaron, además, a la chica de El Columpio Asesino en Ser Brigada. El final fue apoteósico. No sabía yo que Abraham Boba era tan estrellita sobre el escenario. Se le ve siempre tan modosito con Nacho Vegas.
Yo seguía alucinando.
—Pero, ¿dónde se sienta usted en los conciertos?
—Arriba, con los paralímpicos —volvió a echarse a reír—.
Siguió tratándome de usted hasta el final.
—Por cierto, ¿se queda en Nochevieja en Madrid? Podemos volver a cenar juntos.
—Qué va, Lucio. Me bajo a mi tierra.
***
La Nochebuena en el supermercado no fue tan dura. Llegué a casa con ganas de mañaneo. Cuando ya estaba a punto de subir en el ascensor, vi que una vecina entraba en el portal. La esperé.
—Ya me han contado que ayer tuvo usted folclore, ¿no?
—¿Cómo dice?
—Sí, con el vecino. Este año ha sido usted el afortunado.
—Ah… las goteras.
—Algo hay que hacer con este hombre. Su familia no se ocupa de él y no hay manera de meterlo en una residencia. Siempre la monta en Navidad para que alguien le haga compañía esos días. ¿Le invitó a cenar, ¿verdad?
—Sí.
—A mí me hizo lo mismo hace dos años porque me puso un palillo en la cerradura de mi puerta. Al vecino de arriba le quemó una vez el buzón con cartas dentro. Algún día vamos a salir todos ardiendo.
No supe qué decir. Creo que ni me despedí de aquella señora. Abrí la puerta de casa y, tras comprobar que ese olor tan nauseabundo no había desaparecido, me fui a la terraza a echar un piti. Al rato vi que Lucio salía del portal con traje oscuro y camisa gris, como Leonard Cohen. Seguramente iba a misa.
Mantuve cierta relación con él durante el tiempo que el seguro solucionaba el problema de las goteras. Luego fuimos perdiendo el contacto. Hace tiempo que no nos vemos. Esta Navidad creo que no me toca pringar.
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Juanjo Cubero
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