Efectos parciales
La recepción de una obra en un marco cultural que ignora el proyecto y las tensiones de las que surge da lugar a malentendidos
Carlos Acevedo 3/02/2017
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Un acercamiento a la excéntrica literatura del escritor argentino Damián Tabarovsky (autor de un ensayo referencial: Literatura de izquierda, 2004) sirve al autor de este ensayo para plantear un asunto crucial: los malentendidos a que da lugar la recepción de una obra cualquiera en un marco cultural que ignora el proyecto y las tensiones de que esa obra surge. ¿Es posible leer El amo bueno en España y no reparar en que la novela interpela directamente la propia idea de organización política? ¿Y cómo defender una literatura que escapa a todos nuestros hábitos?
¿Cómo hablar de Damián Tabarovsky? O, mejor, ¿por qué hacerlo? En principio, por una cuestión de horizonte de lecturas (primero personal, ahora público); luego, porque en el marco hecho a trazo grueso de la literatura en lengua castellana nadie parece tener su vocación excéntrica al tiempo que desempeña roles ya típicos de escritores, digámoslo así, asentados y/o con columna semanal. En última instancia, por un error o dos. Me explico: al empezar a leer la reseña que Ernesto Ayala-Dip escribió para Babelia sobre El amo bueno (Mardulce, 2016), y que en la web aparece con fecha 11 de enero de 2017, no pude evitar quedarme con que hay dos errores. Dice: “Del escritor argentino Damián Tabarovsky llevo reseñados todos los libros que fue publicando en España, dos novelas y un ensayo”, pero resulta que la editorial Caballo de Troya publicó tres novelas. A saber: La expectativa (2006), Autobiografía médica (2007), y Una belleza vulgar (2011). Más adelante dice que el narrador de El amo bueno tiene dos perros, pero a lo largo de la novela se mencionan tres: Tato, Martu y Ringo. Sin mala fe: este descuido ¿es falta de atención? ¿Cómo se lee desde la falta de atención? Mejor aún, ¿cómo se lee a un autor con un proyecto estético claro y manifiesto desde la falta de atención? Y lo que es todavía más interesante: ¿qué dicen esas imprecisiones a la hora de asumir críticamente el malentendido que supone leer a un autor cuyos libros llegan a España solos pero que en su país se lee dentro de una serie de polémicas previas y nombres propios? Dicho esto, aclaro que estoy de acuerdo con la frase de Ayala-Dip que sirve de reclamo a la edición de El amo bueno y que sale de una reseña de 2006: “Hay que defender esta literatura”. Vale, sí, pero ¿cómo?, ¿ante quién? y, sobre todo, ¿por qué?
¿Es posible leer ‘El amo bueno’ en España y no reparar en que la novela interpela directamente la propia idea de organización política?
Intento responder esto y se me agolpan los nombres —¿se puede hablar de literatura sin nombres, sin ejemplos, sin detenerse en procedimientos, apuestas estéticas?—, pero, como me han prohibido los supuestos, tengo que elegir. Elijo continuar con la contra de la primera edición de Literatura de izquierda (Beatriz Viterbo, 2004). Allí Tabarovsky escribe: “Hace tiempo se me ocurrió escribir un libro que no aclarase nada. Que exponga sin argumentar, que explique sin justificar. Que llevara mi propia literatura hasta ese punto en donde desembocan las ideas: una teoría crítica de la arbitrariedad literaria […] Ya que la literatura es el último avatar del narcisismo de las pequeñas diferencias, entonces vale la pena extremar esas diferencias. Se trata de decir algo intenso aquí y ahora, entre nosotros; miembros de una comunidad imaginaria”. La bastardilla sirve para señalar que ese aquí y ahora ha cumplido doce años: Literatura de izquierda cuenta con tres ediciones posteriores: una en España (Periférica, 2010), otra en México (Tumbona ediciones, 2011) y la última en Chile (Das Kapital, 2016). ¿Qué hay en ese libro que justifique esta anomalía? ¡Un ensayo vivo durante doce años! Y, para mayor escándalo, se trata de uno que no se digna a explicitar qué es la literatura de izquierda. Fuera del asombro, soy incapaz de concluir nada a este respecto, pero me interesa señalar que el ensayo de Tabarovsky ha transgredido su arbitrariedad y su voluntad de hacer del rodeo y la indefinición una apuesta personal. Otros contextos han ampliado el espacio que dibujaba: los supuestos de Literatura de izquierda ya no competen sólo al quehacer del campo literario argentino: en cada sitio donde ha sido publicado su problemática central ha mutado o ha ignorado los malentendidos propios de los nombres propios que no dicen nada para seguir funcionando, seguir resultando productiva. Es probable que esa dimensión productiva justifique que Literatura de izquierda se lea como un manifiesto, como un texto de corte programático que contiene una declaración de intenciones o, como diría un afecto a la estilística, una poética. De hecho, eso explicaría que hoy sea un fantasma que aparece ante cualquier texto firmado por Tabarovsky. Mejor: a estas alturas Literatura de izquierda es, sobre todo, una intervención que instaura y fija un horizonte de expectativas. Y aunque sea posible construir con algunas de sus consignas un pequeño e inútil how to para una literatura no condicionada por la contingencia ni la actualidad literaria — “escribo para no ser escrito, para no ser narrado por el discurso social que circula y tengo que repetir”, decía Fogwill—, hay algo más interesante: una serie de protocolos de lectura explícitos que aparecen como parte constitutiva de un discurso sobre la literatura que impugna su propio quehacer, que obliga a enunciar unas cuantas preguntas pertinentes respecto a qué nos dice ésta sobre el presente y, en el mejor de los casos, sobre la lengua del presente. No es poca cosa. Por poner otro ejemplo, parecido pero (finalmente) opuesto: ¿alguien se discute hoy con Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma (Anagrama, 2009), el ensayo de Agustín Fernández Mallo?
Lo dijo Susan Sontag: “Todo estilo es un medio para insistir sobre algo”. Si esto es cierto, y tiendo a pensar que sí, Damián Tabarovsky es, sin duda, uno de los más preclaros estilistas en activo. Pero no solo en Argentina, no, ¡en toda la lengua! Ha declarado tantas y tantas veces la articulación de su proyecto, sus inflexiones, temas y obsesiones: la politización de la frase, la preocupación por la sintaxis, el fantasma de la vanguardia y sus ruinas, las ruinas (ahora sin vanguardia), la traducción como herramienta política, la digresión, la voluntad de contar la historia de que ya no se puede contar una historia, no escribir para nadie, las jerarquías, suspender el tiempo: que todo sea puro presente, la repetición y la reiteración, el canon y su contracanon, la fuga, el autoescarnio, la ironía, Jean-Luc Nancy, la comunidad inoperante, lo abstracto, la política y lo político, el sujeto alienado, la voluntad de adelantar por la izquierda al realismo tirando por el lado de la banalidad, impugnar los grandes temas, la literatura de mercado y los géneros, dinamitarla e ignorarlos, etcétera. Todo lo ha dicho en más de una ocasión. Por ejemplo: “En el momento en el que se inventó el tren, también se inventó el descarrilamiento” es una frase que en su obra parece estar sometida a unas muy particulares variaciones Goldberg, pero hay casos más llamativos: en cuatro libros repite una cita de Marina Tsvietáieva —que en principio va sobre Hölderlin, pero que luego abunda sobre cuál es el tiempo de un autor para luego afirmar que “en el arte no hay retorno”. Aparece en El amo bueno en la página 91, en la página 73 de Literatura de izquierda –manejo la edición mexicana—, en la página 30 de La expectativa —tengo la edición argentina— y en la 51 de Escritos de un insomne, recopilación de artículos publicada en Chile por Alquimia editorial en 2015. Este último libro, irregular por cuestiones de edición y selección, contiene parte de los artículos que Tabarovsky publicó en la revista española Quimera entre mayo de 2011 y diciembre de 2013. Me detengo en esto porque es pertinente señalar —no lo he visto en ningún sitio— que algunos de estos artículos —y otros, aunque de otra procedencia— aparecen de manera parcial, y no acusada, en El amo bueno; pero no como artículos sino como parte de una forma de entender la narración, y la novela, que tiene la digresión como bandera. Pero lo llamativo no es dar cuenta del procedimiento, que apenas implica repetir y reiterar: insistir; la cuestión es que, apenas uno empieza a sospechar que eso ya lo ha leído, el narrador procede enunciando una poética sobre el gesto de repetir (aunque sin ejemplificarlo). Problematiza en abstracto y con ello encubre el procedimiento y guía la tematización del efecto, que, para Tabarovsky, no es otro que el de la novedad: ahí radica buena parte de su apuesta estética, por eso enuncia “la irrupción de la paradoja de la repetición”. En la página 55, se lee: “Pero esta frase… ¿había sido ya dicha? ¿La hemos escuchado? ¿La he escrito antes? Todo ocurre como si un aire de repetición se apoderase de la escena. Como si estuviéramos en presencia de la repetición de la repetición, de lo mismo dicho una y otra vez, duplicado, triplicado, cuadruplicado…”, y luego, en la 57: “Esta frase también ya fue dicha. Todo ya fue dicho, pero algunas cosas hay que decirlas dos veces. No la primera como comedia y la segunda como farsa […] No, no es así. La frase se repite dos veces como repetición en la novedad, como un hiato por el que se cuela un sentido distinto, diferente”.
Ensimismada como está entre sus pliegues y repliegues, entre sus digresiones teóricas y su voluntad de inscribirse en el presente, esta literatura se defiende sola
Señalo este procedimiento entre otros porque me parece ejemplar a la hora de hablar de coherencia, de la matriz intelectual férrea que se ubica tras la novela y que durante su narración acontece al tiempo que opera sobre la enunciación (y su lugar). No es menor que se encuentre dentro del marco de la digresión, porque tiene de su lado la voluntad de expresar una incapacidad, implica un posicionamiento ante la naturaleza arruinada del relato. Luego, que para valerse de ello se detenga en ahondar la imposibilidad de repetir un incipiente anarquismo obrero en Buenos Aires no es menor (hacia el final de su anterior novela el narrador abjura de cualquier autoridad, pero, sobre todo, de convertirse en autoridad). ¿Es posible leer esta novela en España, especialmente en Barcelona, y no reparar en que la novela interpela directamente la propia idea de organización política? Hay aquí una disposición dialéctica que descentra constantemente los temas y que opera en un segundo grado (y hasta en un tercero): revela y oculta a un tiempo. Abre una problemática para luego dejarla suspendida en el aire, como un eco. Pero también opera de otras maneras, mucho más sutiles. Otro ejemplo: en una de las repeticiones que he podido identificar borra de la primera publicación del texto una mención a Walter Benjamin con el claro propósito, diría, de evitar que la sombra de una lectura rígida y universitaria acote demasiado cuando apunta que basta narrar que ya no se puede narrar. Y al mismo tiempo no puedo evitar pensar que esto tiene que ver con invitar a la pesquisa, con proponer al lector un ejercicio que tiene que ver con el rastreo, la asechanza, el acoso. ¿Es que acaso existe otra antesala posible para una discusión sobre el cómo vivimos que tenga algo que ver con la experiencia literaria?
Hay algo en la tradición excéntrica de la literatura argentina cuya articulación leo y entiendo a partir de Héctor Libertella, un autor al que Tabarovsky le concede las intuiciones sobre las que construye su obra y que reconoce como maestro. Ese algo tiene que ver con la lectura como lugar desde donde se funda una literatura que es “la puesta en abismo de una identidad”, en este caso la Argentina. Lo dijo Beatriz Sarlo en su elogiosa reseña a Peripecias del no (2007), libro de Luis Chitarroni que editó Tabarovsky para Interzona: “Los libros no se oponen a la vida, son la vida; la literatura se hace con libros, menciones, referencias que no son usadas de modo operativo para iluminar una hipotética (y probablemente ya imposible) ficción, sino como objetos mostrados…”. Creo que la manera de insistir sobre algo que está tomando la obra narrativa de Tabarovsky se emplaza en esa dirección, la del objeto mostrado, al tiempo que le concede un atributo no menor: incita a pensar en cómo entendemos los discursos que, por poner un ejemplo, acontecen en una calle, por su nombre, su historia, por cómo se emplaza. No lo he dicho antes porque me he liado: El amo bueno acontece en el jardín de una casa de una calle de un barrio de Buenos Aires; sus tres protagonistas (a falta de una palabra mejor) son perros, y nunca nunca nunca aparece algo relativo a la literatura que parezca un souvenir, un elemento de sofisticada distinción con tendencia al kitsch. Ensimismada como está entre sus pliegues y repliegues, entre sus digresiones teóricas y su voluntad de inscribirse en el presente, y por increíble que parezca, esta literatura se defiende sola.
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Carlos Acevedo Fiore (Santiago de Chile, 1984) es librero y de mayor quiere ser comparatista. Participó en el volumen colectivo CT o cultura de la transición.
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