Jorge Martínez Reverte comienza una novela el día que muere Moravia y la termina con el deceso de otro gran escritor, también italiano, Sciascia. Una vida de héroe, escrita a principios de los noventa, es precisamente el relato de un antihéroe su poco ganapán, muy quejica y muy desasistido. Pero es también, y anticipadamente, el relato de una orfandad, esa palabra que te deja sola, sola, sola, sin que sepamos exactamente si fané, descangallada o simplemente muy triste.

La orfandad real nos llega a todos, la referencial sólo a quienes han buscado padres y madres en su mesilla de noche o en el spotify  ese de mis hijos y Gerardo Tecé. El año pasado, tan caníbal, nos ha dejado temblones a unos y otras, por  David  Bowie, Leonard Cohen, Humberto Eco y hasta por Fidel  Castro para los que no se enteraron de la fuga del unicornio azul después de Bahía Cochinos. Y año tras año van quedando vacíos en los periódicos, en las librerías, especialmente dolorosos, el hueco de aquellos que buscábamos para encontrar sosiego, aunque algunos como Saramago escribieran, precisamente, para sumirnos en el desasosiego. 

Tal vez me haya hecho mayor definitivamente y merecedora del artículo de Iker Armentia en eldiario.es sobre el cascarrabias profesional y el abajo firmante cabreado y nostálgico. Puede ser, aunque me tira más la cosa melancólica, igual de pesada que los cabreos de Pérez Reverte (a Marías le tengo perdonado todo), pero más al estilo de Simone Signoret y su maravilloso “La nostalgia ya no es lo que era”.

Lo cierto es que, ciscándome en la posverdad, yo, que tanto he largado sobre la fiebre  de la sinceridad amatoriamente hablando, he de reconocer que cada vez me referencian más mis referentes clásicos, que muchos se han largado de este mundo cierto y que algunos de los presuntos gurús del ahora mismo me parecen menores, insulsos, repetidos,  carne de lugar común en el mejor de los casos. Pongo velas por la salud de Steiner que no me defrauda jamás y, aunque sea intratable, ruego a la familia de Van Morrison que me lo cuide mucho. Que una pérdida más y nos quedamos literalmente en cueros.

Me pasa sobre todo con los economistas: cada vez que cualquiera de los expertos que se han puesto de moda abre la boca, me pregunto dónde puñetas está Carlos Berzosa, por qué no releemos a su maestro José Luis Sampedro o es que nadie ha heredado la finísima ironía y lucidez de Carlos Román.

La orfandad es no poder escuchar las nuevas puyas de Vázquez Montalbán, de Javier Pradera, de Cid Cañaveral, de Mario Onaindia, de Solé Tura.  La orfandad es no poder llamar al psicólogo Luis García Caviedes para que se ría contigo de tu bajona y te recomiende un vino. Queda la relectura o los recuerdos que así, a bote pronto, son una forma de vida inteligente.  Pero si no quieres terminar a lo Gardel amorrada a Fromm o a Pasolini no tienes más remedio que subir los ojos de tu pecho atormentado y mirar al frente: comprobar que Comte Sponville sigue en plena lucidez, que hay una hornada de escritores jóvenes en español impresionantes,  que Héctor Abad y Leonardo Padura siguen explicando maravillosamente América o que las mujeres, desde la Johansson a la Davis, son las primeras en sacar pecho y lo que haga falta.

Si levantas la mirada del retrovisor entre tanto ruido vacuo, predecible y  repetido hallas joyas. Como toda la vida.

Oyes a  ese político, en retirada forzosa, que contó el otro día en privado  una propuesta genial: aplicando el Brexit y, por respeto a la equidad y proporcionalidad, el inglés debe dejar de ser idioma oficial de la UE. Por número de hablantes  le corresponde al alemán, aunque como no podemos abandonar el tributo a lo celta se puede incluir el gaélico irlandés  para placer de exdiputados como Chesús Yuste, del Cha, o poetas como Antonio Rivero Taravillo. Cada día tiene su afán que dice Santa Teresa y cada tiempo su sobresalto. Quién me iba a decir a mí, visto lo visto, que me caería casi bien  Angela Merkel, oh Mein Gott.