Milagros cotidianos
Una romería en los Andes
Manuel Astur Cuzco , 1/03/2017
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Despedida con amor
Recién llegados de Guadalajara, nos escapamos al Centro Cultural de España en México, donde el ilustrador madrileño Manuel Marsol inaugura una exposición con los maravillosos dibujos que ha hecho para la nueva edición de La Venus de las Pieles (Sexto Piso, 2016). Lo encontramos sobrecogido y encantado, pues las chicas del centro han impreso las ilustraciones a un tamaño gigantesco y han empapelado una pared de piedra de veinte metros.
Lo contemplo como un adolescente contempla a la chica de la que se ha enamorado durante las vacaciones de verano
De vuelta a casa en taxi, avanzamos muy lentamente. Hay un atasco, pero no me importa. Tiendas de abarrotes, árboles reventando las aceras con sus gigantescas raíces, vendedores de tamales, viejas indias con el pelo recogido en una gran trenza vendiendo caramelos, chocolatinas y cajetillas de tabaco encima de unas cajas de cartón, puestos de tacos alumbrados con una bombilla de pocos vatios, perros vagabundos, un coche blindado del que se baja una mujer hermosa montada en unos tacones como zancos cuando el chofer le abre la puerta, ventanas iluminadas dentro de las que se puede distinguir un aparador cochambroso, un armario con la parte superior atestada de cosas, unas paredes amarillentas y una lámpara sin pantalla, y una chica apoyada en el alféizar que fuma un cigarro mientras habla por teléfono, y tantos letreros luminosos anunciando lo que no tiene importancia, y un anciano de grandes huesos, como los de una vaca famélica, sentado en una silla de plástico frente a la puerta de una tienda o almacén lleno de trastos y hierros retorcidos: dentro de unas pocas horas, me iré de este país. Lo contemplo como un adolescente contempla a la chica de la que se ha enamorado, durante las vacaciones de verano, despidiéndose de él en el andén de la estación de autobuses.
La ciudad imperial de Cuzco
Lo que puedo ver de Perú desde el avión parece el lecho de un torrente seco, donde el agua ha dibujado su rastro en el barro. No veo bosques ni manchas verdes. Tan sólo una playa inmensa de arena que termina en los grandes acantilados de los Andes. Tampoco veo carreteras ni autopistas, únicamente distingo, mientras comenzamos a descender, algunas casas bajas del mismo color que las montañas y algunos caminos de tierra.
La ciudad de Cuzco ha crecido en un valle a grandísima altura. Viendo los barrios de las afueras, pareciera que un niño gigante la hubiera comenzado a hacer con barro y piedra y la hubiera dejado a medias. Esta sensación de inconcluso, de momentáneo, como si el país fuera una inmensa obra a la espera de presupuesto, ya no me abandonará durante todo el viaje. En las tiendas hay más estanterías que productos. Sean de una, dos o tres plantas, los edificios no suelen tener tejados, sino que la última planta muestra los largos hierros de las columnas maestras, como arbustos del desierto. Lo dejan así para poder continuar añadiendo plantas cuando quieran o, sospecho, tengan más dinero. Es un optimismo extraño, pero optimismo al fin y al cabo.
El taxista que nos lleva del aeropuerto al hotel nos aconseja que nos lo tomemos con calma, que bebamos un mate de coca y descansemos un poco para aclimatarnos a la altura –Cuzco está a 3400 metros–. Me fijo que en la recepción hay una bombona de oxígeno. El mate de coca sabe a té.
Romería
El casco antiguo de Cuzco tiene algo de tibetano, con sus casas de piedra de paredes inclinadas y sus calles de aceras altas en pendiente, preparadas para la nieve y los torrentes. Gruesas nubes navegan tranquilas como galeones por un cielo pálido, casi blanco, deslumbrante. Sus grandes plazas y sus muchas iglesias y palacios barrocos dejan claro el pasado español.
Vamos a comer a La Chomba, una taberna que nos han recomendado unos amigos peruanos. Es una gran sala de paredes blancas encaladas y vigas de madera sosteniendo el techo de uralita, con mesas y bancos corridos donde familias enteras comen y beben mientras dos chicos con guitarra tocan de vez en cuando canciones populares. Pasan ahí toda la tarde. Los niños juegan y los mayores charlan tranquilamente mientras van cayendo, poco a poco, en una placentera borrachera. Me siento como en casa, pues me recuerda a aquella infancia mía de merenderos de pueblo. Comprendo por qué las romerías asturianas –las cuales, tras unos años de decadencia, vuelven a tener público– les gustan tanto a los inmigrantes peruanos. Comemos y bebemos a gusto, y nos quedaríamos allí toda la vida si no estuviéramos tan agotados. Cuando salimos a la calle, escucho que algunas personas están comenzando a cantar. Sus voces nos siguen revoloteando hasta la cama.
Machu Picchu
A pesar de ser uno de los sitios más famosos del mundo y destino deseado por todo viajero que se precie, Machu Picchu está muy mal comunicado. El único modo de ir es mediante un tren turístico que tarda cuatro horas y media en atravesar, a una velocidad de otro tiempo, los pueblos, barrancos, montañas y ríos que hay que pasar para llegar. Es un precioso tren antiguo en el que sólo viajamos turistas, pero el camino es maravilloso y me siento feliz mirando por la ventana. Además a las tres horas, el paisaje cambia repentinamente, y la tierra, el polvo y las piedras dan paso a una exuberancia verde y húmeda de jungla y valles estrechos. Las montañas son tan altas que no puedo ver las cimas, y caen en profundos desfiladeros de los que no puedo ver el fondo.
El tren nos deja en Aguas Calientes, un pueblo con gigantismo que más bien parece un campamento. Todo él son restaurantes malos y tiendas que venden gorros y jerséis de alpaca. Por primera –y última– vez desde que estoy en Perú, veo el tumor del turismo matando lentamente lo auténtico y verdadero.
En cuanto pongo un pie en las ruinas de Machu Picchu se disipan todas mis dudas: por esto merece la pena recorrerse medio mundo
Pagamos un billete carísimo para subir a Machu Picchu, apretados en una tartana, por una carretera en zigzag estrecha y empinada por la que sólo circulan autobuses de la misma compañía. Comienzo a cabrearme, pero en cuanto pongo un pie en las ruinas de Machu Picchu se disipan todas mis dudas: por esto merece la pena recorrerse medio mundo.
No voy a contar cómo es, pues cientos de miles de personas se hacen selfies allí todos los años. Sólo diré que es el sitio más poderoso en el que he estado nunca. No sé qué dioses vivieron allí –o qué dioses vivirán allí dentro de cien o mil años, cuando vuelvan–, pero sin duda es el lugar más cercano al cielo que he conocido. Viendo esas ruinas al borde del precipicio, asomadas al barranco, al fondo del cual corre un río bravo que ruge todo el tiempo, y enterrando sus dedos en las nubes, trato de imaginarme qué sintieron o pensaron los poetas que vivieron allí y siento ganas de llorar.
Me entero de que Alessandro Baricco, que también está invitado al festival en Arequipa al que me han invitado, ha pedido dormir en el único y exclusivísimo hotel que hay en Machu Picchu. Medio en broma medio en serio, como siempre que entra en juego la vanidad de escritor, le digo a Raquel que cuando sea un escritor tan famoso como él, pediré lo mismo, para poder pasearme por allí al amanecer, cuando todavía no hay gente, y hablar de tú a tú con todos esos dioses.
Ya es noche cerrada
Ya es noche cerrada y el viaje de vuelta en tren se me hace largo. Trato de ver algo por la ventana, pero los Andes están muy poco poblados y, al parecer, en la gran mayoría de las pequeñas aldeas que vi por la mañana no hay alumbrado público ni electricidad en las casas, y la noche se las traga como un borrón de tinta.
Voy al cuarto de baño por estirar las piernas. Aunque no tengo calor, me refresco la cara con el débil chorro de agua. Abro el ventanuco y asomo la cabeza. El tren traquetea y la luz amarillenta del interior de los vagones ilumina los arbustos y árboles junto a la vías. El tren chirría y silba con fuerza, como en una película rusa, al dar una gran curva. Siento sobre mi cabeza una gran luz clara. De repente, la Luna entre las montañas.
Autor >
Manuel Astur
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