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Esta mañana me levanté a las seis. No fui yo la que puso el despertador a esas horas, pero salté de la cama, me coloqué las gafas, calenté el café e hice unas tostadas con aceite que no eran para mí. Hice la cama, preparé desayunos a la infancia, me puse las lentillas, ducha y crema mal repartida mientras bostezaba. Abrí la puerta a los niños, crucé los dedos para que se dieran prisa en el ritual de la mañana: sacarlos de la cama a besos (a veces con un par de voces), comerse las galletas, la fruta y la leche sin que se peguen (lo de mancharse lo doy por perdido), vestirse y acertar con poner el calcetín encajado en los talones (otra batalla regularmente resuelta), lavarse los dientes, colonia a litros, más besos.
Cerré con llave la puerta y nos fuimos los tres al autobús, a unas horas en las que lo que menos le apetece a un adulto es luchar por no caerse en el pasillo mientras sujetas a dos niños, dos mochilas y una cartulina que no puede arrugarse por nada del mundo porque ahí llevas un trabajo sobre Cádiz del que depende prácticamente la civilización occidental. Repasas la tabla del seis y del siete y también los elementos del paisaje de montaña. Llegas al cole, deseas buena suerte y les recuerdas que en unas horas volverás a estar ahí con otro sándwich diferente del que preparaste y metiste en su mochila a eso de las siete, mientras dormían.
Hice el camino de vuelta esta vez a solas con mi bolso. Llegué a casa, toqué la ropa del tendedero que llené anoche. Aún húmeda, la plancha puede esperar. Escribí un texto de 700 palabras que firmará otra persona, me hice un segundo café, me puse a escribir esta columna. Paré un momento porque de repente me di cuenta de que no sabía lo que iba a comer hoy. Saqué queso de la nevera, un tomate. Paso, huelga de sartenes. Luego miré de reojo a la mesa del salón y vi la portada de El País Semanal. Pensé en Isabel Coixet, sonreí y cambié el párrafo que viene a continuación.
Porque a veces tiene uno la irremediable tendencia de contar lo suyo para que le compadezcan. “El problema es que seguimos hablando de la mujer como víctima. Hay por ahí científicas cojonudas, hablemos de ellas. Hay hombres con las manitas largas. Claro que hay que parárselas, pero cuando hay abusos tan importantes en el mundo, cuando a niñas de los campamentos de refugiados les destrozan la vida sin que tengan capacidad de elegir, no para conseguir un trabajo, siento que igual estamos confundiendo las prioridades y hablando del acoso desde el punto de vista de una mujer blanca y privilegiada”, dice Coixet.
Eso es lo que soy, una mujer blanca (demasiado) y privilegiada, así que sólo puedo hablar como tal. Por eso mientras veo a Leonor, princesa de Asturias, no pienso en los niños que cosen zapatillas en Bangladesh. Lo siento. Pienso en esa niña sin infancia pero con Toisón, a la que su padre le ha dicho que le toca servir con humildad a España, que es una tarea complicadísima y difícil, mucho más que sacar buena nota en un trabajo sobre Cádiz. Pienso en esos ojos ya tristes y en ese estoicismo impuesto ante el mundo, en esa niña que no podrá decir lo que piensa ni hacer lo que le dé la gana.
Luego pensé en las críticas a la monarquía, pero qué quieren que les diga. Yo tengo un alto nivel de tolerancia con la gente guapa, así que Felipe, Letizia y las niñas no me quitan el sueño ni me enervan la sangre. Me molestan más, así a bote pronto, otras cosas, como esa brecha salarial que afecta, según me cuenta mi colega Berta, más a las mujeres que son madres que a las que no lo son, por encima de la que hay entre hombres y mujeres. Aunque también me molesta que José Ignacio Wert viva en un casoplón en París y que Inés Sastre diga en una entrevista en la revista Elle que su pasatiempo favorito es hacer puzles con su hijo, cuando a mí me espanta. Sí, soy una mujer blanca, privilegiada y también frívola.
Leonor y Sofía tendrán siempre mejor pelo y privilegios que mis hijos sólo por haber nacido en la familia que les ha tocado. También obligaciones y corsés imposibles de quitar. Y no solo que mis hijos; también que los suyos, queridos lectores.
Luego me acordé de otro menor desgraciado, hijo de Donald y Melania Trump. Otro que no podrá hacer el cafre en el colegio y en las visitas oficiales. Al menos durante esta legislatura. Y pensé en las hijas de José Luis Rodríguez Zapatero y la guisa con la que debutaron ante el mundo. No creo que lo que más les apeteciera era posar para esa foto. Tampoco creo que merecieran la crueldad que se vertió sobre esa imagen. No hay niños de primera y de segunda. No sé si me explico.
Llegados a estas alturas me he puesto música. He optado por la banda sonora que cantamos mi hija y yo en casa desde hace unos días. Concretamente desde que una tarde de sábado optamos por ir a los cines Princesa a ver El gran showman. Al salir de la sala, y en nuestro camino al metro, hicimos amago de coreografía. Algunos de los transeúntes de la zona de Argüelles pudieron observar el bochorno de la menor que vive conmigo ante mi juego de caderas al cruzar la calle. El lunes, al salir de clase, me dijo que no entendía por qué a sus amigas les parecía más guapo Zac Efron que Hugh Jackman. Bendije la herencia recibida del buen gusto. Como para que compense el Toisón de Oro.
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Autora >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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