PAN Y ROSAS
En busca del vino perdido
Hace setecientos años, los caballeros que fundaron el Hospital de Sant Joan Baptista de Sitges escondieron un tesoro. ¿Podrán los que buscan la copa del vino sagrado derrotar al maléfico turismo de masas?
Mar Calpena 16/04/2019
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“Sitges es Norma Desmond, puro Sunset Boulevard”. A mi amigo Bruno Tannino* sólo hay algo que le guste más que épater le bourgeois, y ese algo es el vino. Este sommelier y escritor, nacido en el pueblo al sur de Barcelona, dice que le duele Sitges “como España le dolía a Unamuno”, y cree que la solución a este dolor pasa por una generosa dosis de un vino casi olvidado que rescate a la que solía conocerse como La Blanca Subur “de un modelo turístico caduco, y basado en un glamour que ya no existe”.
Estamos en otra zona cero turística, refugiados en una bodega abierta a principios del siglo XX que resiste como la aldea de Asterix a escasos cincuenta metros de la Sagrada Familia, y que si el lector quiere descubrir deberá buscar por sí mismo. A Bruno –sorry, no me sale la convención periodística de llamarlo por el apellido dado que nos conocemos desde hace años– se le pone expresión de enfado cuando habla del pueblo que lo vio crecer, pero que tuvo que abandonar recurrentemente para abrirse camino en un sector que precisamente allí es el principal. Pero este enfado se transmuta en ilusión cuando habla del Hospital de Sant Joan Baptista de Sitges, y, sobre todo, de su malvasía.
Comencemos por el principio, aunque el principio esté setecientos años atrás. El hospital lo abre en 1324 el caballero Bernat de Fonollar, señor del pueblo, para cuidar a mendigos y desvalidos. Y ya desde el principio llegan noticias de que en la zona se produce “vino greco”, muy parecido a los vinos dulces que se elaboraban con la uva procedente de Monemvasia (o Malvasía) en Grecia, por donde habían pasado los aguerridos almogávares a principios de ese mismo siglo. Hasta aquí, nada muy distinto a otras leyendas que a menudo utilizan las marcas de bebidas para promocionarse, que de repente “redescubren” sospechosos manuscritos con una receta atribuída a Leonardo da Vinci, o te cuentan que su producto está elaborado a mano con flores recogidas en bicicleta (ambos ejemplos son reales, aunque probablemente no ciertos). Pero que en el caso de la malvasía de Sitges la genética ha determinado que –eso sí, quizás sin almogávares– tiene cierto poso de verdad, puesto que ambas uvas forman parte de, perdón por el juego de palabras, una misma cepa. El caso es que la variedad, y más en concreto, la versión local de los vinos que se elaboraban con ella, fueron un hitazo durante varios siglos, que se bebía en cortes reales diversas, hasta el punto en que pasó a designar un genérico. “En Jerez llegué a ver barriles etiquetados como “malvasía de Sitges”, y Alejandro Dumas la menciona en su Diccionario de Cocina”. La malvasía era uno de los motores económicos del pueblo, que la exportaba a las Américas en barriles, donde se reembotellaba –algo que hoy hacen, por ejemplo, los vinos australianos en Francia– y funcionaba como un tiro “hasta la llegada de la filoxera, y, sobre todo, hasta el fin de la primera guerra mundial, cuando el champán deja a los vinos dulces como a un anacronismo, y lo sustituye definitivamente en el trono del lujo”. En esa época, más o menos, el hospital abandona su viejo emplazamiento en el conjunto de Mar i Cel, en los edificios medievales que el magnate y mecenas Charles Deering reconvertirá en palacete en el que albergar sus colecciones de arte, y pasa a ocupar una nuevo y precioso edificio modernista a las afueras.
Sitges comienza a ganar en visitantes, atraídos por su paisaje, cierto aire de exclusividad y excentricidad –sin duda, no perjudicado por las farras que allí se pegaban el pintor y dramaturgo Santiago Rusiñol y su pandi de bohemios– y se convierte en ciudad balnearia. Un gran proyecto de ciudad-jardín, Terramar, debe transformarla en el Saint Tropez local, e incluso en 1923 en esa misma zona se edifica uno de los primeros autódromos del mundo, que tiene que atraer a la jet con la promesa de trepidantes carreras de bólidos. Pero el autódromo resulta un fiasco: la gente no acude a un circuito mal comunicado, los peraltes de las curvas enseguida resultan demasiado inclinados para las crecientes velocidades de los coches, y en apenas un par de años, cierra casi del todo y da paso a la vegetación. Hoy en día es un espacio fantasmagórico, casi intacto aunque cubierto de maleza, en el que todavía resuenan los ecos de los motores. Pero Sitges ya ha comenzado su camino hacia el monocultivo turístico, en detrimento de otras industrias tradicionales, como los zapatos o el vino.
Así que en 1935 el diplomático Manuel Llopis, hijo de la localidad, lega en su testamento al hospital su casa, su fortuna y sus tierras… con la condición de que el Hospital de Sant Joan nunca dejara de elaborar vino de malvasía sitgetana. “El legado ha sido a la vez una bendición y un castigo para el hospital”, me cuenta mi interlocutor. “La Fundación que ahora está a cargo del hospital bastante trabajo tenía con sobrevivir y llevar a cabo su función benéfica, ahora ya reconvertida en residencia geriátrica. La malvasía era el vinito de postre que hacían las monjas, y que los sitgetanos bebíamos durante la fiesta mayor y para de contar. Y por desgracia, para muchos hosteleros sólo sigue siendo eso”. Bruno me mandará más tarde un whatsapp con un recorte del libro de 1980 de Xavier Domingo El vino, trago a trago que dice de la malvasía de Sitges que “hubo en tiempos fabulosos vinos de este tipo y uno llora la pérdida irremediable, en aras de un turismo que jamás compensará esa muerte, de la malvasía de Sitges. Nada de lo que se vende hoy a esos turistas con el nombre de malvasía es malvasía. De hecho, tan solo queda una planta de viña en la zona, muy pequeña”. Domingo se refiere precisamente a la del legado Llopis. “Sitges consiguió atraer a mucha gente y eso trajo prosperidad”, dice Bruno. “Turismo familiar, turismo gay (hay que pensar que era el único lugar de Europa en el que durante muchos años había una rúa de travestidos en Carnaval)… pero pasó de ser Saint Tropez a convertirse en Benidorm. En algunos locales a pie de playa ponían la coca-cola a 500 pesetas, porque sabían que si el turista no volvía más ya vendrían otros”. Este turismo de paella pret-a-porter y jarras de tisana con tintorro sin nombre no estaba por la labor (sic) del sumiller, quien fue a buscarse la vida a establecimientos donde sí se apreciara otro tipo de vinos, como el Noor de Paco Morales. Además, gracias a otros dos resistentes de la hostelería sitgetana (David Martínez, también sumiller y compañero de banda punk-metalera en la juventud de Tannino, y Valentí Mongay, artífice de la entrada del movimiento Slow Food en España) y al interés de algunas bodegas de la zona, poco a poco se va convenciendo al hospital de que amplíe su proyecto. Van llegando nuevos vinos, ya no dulces. Las viñas comienzan a servir como vivero de malvasía de Sitges para otros productores, que se ponen a elaborar espumosos, blancos… También empiezan a hacerse investigaciones sobre el pasado de la cepa, desenterrando legajos en desvanes y anticuarios. Poco a poco la historia se va recomponiendo, aunque aún dista mucho de estar terminada. “Es intolerable”, dice Bruno, “que hoy en día no haya malvasía de Sitges en todos los restaurantes, y más cuando los vinos que se hacen ahora son de gran calidad” (doy fe: hemos mantenido la conversación bebiendo un blanco aromático y luminoso que me hará la vida imposible cuando luego intente descifrar la letra con la que he tomado mis jeroglíficas notas). “Tenemos lo necesario para construir eso que se lleva tanto del relato. En Francia, por ejemplo, algo similar ocurrió con los vinos de los Hospices de Beaune, en Borgoña, que se subastan cada año con fines benéficos y alcanzan precios récord. En cambio, nosotros aún tenemos que luchar por distribuirlos y venderlos, cuando podrían ser un activo para un turismo mucho mejor que el del modelo de sol y playa”. En el Hospital estrenan este fin de semana un Centro de Interpretación de la Malvasía de Sitges con el que pretenden dejar de salvar solamente la salud y el alma de las personas, y hacerlo también con la del pueblo. Pues brindemos por ello.
*No es que Bruno Tannino se llame como una variedad de uva italiana. Ése es sólo su nombre público, con el que ha firmado por ejemplo el primer volumen del Sapiens del vino, la obra enciclopédica de la Bullipedia que, dirigida por Ferran Centelles, ha escrito junto a éste y al científico Rubén López-Cortés.
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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