El testigo incordiante
El interés de Ferlosio por la lengua y la gramática lo proveyó de la posición desde la que iba a fungir durante décadas como observador atento y muy crítico de la sociedad de su tiempo
Ignacio Echevarría 19/06/2019
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas colaboraciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar puede leer la revista en abierto. Si puedes permitirte aportar 50 euros anuales, pincha en agora.ctxt.es. Gracias.
La prensa española hizo un impresionante despliegue con motivo del fallecimiento, el pasado 1 de abril, de Rafael Sánchez Ferlosio. Como ocurre siempre en estos casos, algunas de las necrológicas publicadas, escritas sin apenas tiempo para decantar las propias emociones, transparentaban los tópicos y prejuicios a los que todos acudimos cuando se trata de balbucear, sumido uno en la consternación y el aturdimiento, un homenaje a la memoria del amigo o del maestro fallecido.
En el caso de Ferlosio, uno de esos tópicos dicta que renunció —después de publicado El Jarama, en 1955— a la narrativa, a “la literatura imaginativa” (Andrés Trapiello). Pero allí está —publicada en 1986, cuando su autor a punto estaba de cumplir cincuenta años— El testimonio de Yarfoz, sin duda la mejor de sus tres novelas (por mucho que se ofrezca como fragmento de una saga inacabada), y están además, también en los ochenta, algunos de sus mejores relatos, entre ellos “El escudo de Jotán” (1980) y “El reincidente”(1987).
De El Jarama se dice, en no pocas de las necrológicas publicadas, que es un paradigma de la llamada novela social, “un tipo de novela realista, más o menos antifranquista y en general bastante pedestre” (Javier Cercas). Pero ni cabe caracterizar así la novela social, ni mucho menos cabe adscribir a esta categoría El Jarama, novela que viene a ser, fundamentalmente —y sin menoscabo de algunas de las importantes significaciones que se le han atribuido—, un experimento de carácter más bien formalista que, empeñado como está en capturar determinados modismos del habla coloquial, ensaya un realismo lingüístico en abierta contraposición al sesgo artificioso y declamatorio de la literatura del momento.
Tiene particular interés entender así El Jarama: como una operación de higiene estilística en un paisaje literario –el de la posguerra, tanto la española como la europea– lleno aún de ruinas vanguardistas y de la chatarra retórica de los fascismos y las ideologías que los enfrentaron. Desde este punto de vista, la novela tiene mucho más que ver con el objetivismo francés que con el neorrealismo italiano. Pero importa, sobre todo, conectarla con el temprano interés de Ferlosio por la lengua, que por aquellas fechas compartía con varios de sus más cercanos amigos.
Carlos Piera señala como “una peculiaridad de la literatura española de entre, digamos, mil novecientos cincuenta y tantos y los primeros sesenta”, el hecho de que contara con una notable cantidad de “escritores relevantes interesados por lo lingüístico hasta el extremo de dedicarse a ello o intentarlo en serio”. Menciona Piera a Ferlosio y a Gabriel Ferrater, a Agustín García Calvo, a Aníbal Núñez y a Sánchez de Zavala, pero la lista podría ampliarse sensiblemente (incluyendo, entre muchos otros, a Chicho Sánchez Ferlosio, el hermano de Rafael), certificando con contundencia lo que Piera sugiere cuando concluye: “Algunos, en la larga posguerra española, sentían como si tuvieran que adquirir el lenguaje mismo, y por tanto lo examinaban con cuidado y lo usaban con enormes precauciones”.
Esto último es determinante a la hora de encuadrar los rumbos emprendidos por buena parte de los integrantes de la llamada “generación del 50”, pero lo es sobre todo para entender la evolución de Ferlosio. Si éste repudió más adelante El Jarama, no fue sólo por el temor que le inspiró, dado su éxito, “la amenazadora sombra del grotesco papelón de literato”, como dice en su texto biográfico “La forja de un plumífero”, sino porque sus estudios gramaticales, en los que se sumergió hacia finales de los 50 de la mano de Karl Bühler y auxiliado por las anfetaminas, desplazaron el interés por el habla –que aquella novela reflejaba– hacia la gramática, entendida esta como el código conforme al cual se rige la lengua, “marco jurídico”, por así decirlo, en que opera la razón.
Hay que insistir en que el interés de Ferlosio por la lengua y la gramática sintoniza con cierto espíritu de época, una época en la que la lingüística —y allí está el impresionante ascendente del estructuralismo para constatarlo— ocupó el lugar de la filosofía. En todo caso, lo singular, en Ferlosio, no es tanto que ese interés lo desviara de su supuesta vocación de narrador como que lo proveyera de la posición desde la que iba a fungir durante décadas como observador atento y muy crítico de la sociedad de su tiempo, nunca actuando en nombre de ideología alguna sino a partir de su convicción de que la razón es indisociable del recto uso de la palabra. De ahí la importancia que concede Ferlosio a lo que él llama “el principio general de la lealtad de la palabra”, que él mismo encontraba bellamente formulado en una frase de Fernando Savater: “Que no se hable en vano”.
Lo dice en uno de sus pecios (recogidos en Campo de retamas, acaso la mejor introducción a Ferlosio para quien no lo ha leído, inmejorable punto de arranque de una ruta cuyas estaciones siguientes podrían ser, puestos a recomendar un recorrido iniciático por su obra, los cuentos reunidos en El escudo de Jotán, los “comentarios del traductor” al Informe sobre Victor de Aveyron, y los materiales recogidos en El alma y la vergüenza): “No hay razón sin palabras, pero tampoco puede haber sin ellas fanatismo. En la palabra se manifiesta la salud de la razón, pero, a su vez, el fanatismo siempre aparece como una enfermedad de la palabra, una especie de inflamación absolutista de los significados”. No hay mejor modo de explicar el tipo de vigilancia que Ferlosio hace de la realidad social y política. Desentendido de corsés ideológicos, se ocupa siempre de detectar aquellas inflexiones del discurso en que las palabras empleadas pervierten su significado real y acogen connotaciones que no les corresponden. La formidable maquinaria estilística que pone en juego admite ser vista, entre otras cosas, como una enorme red en que trata de atrapar los usos ilegítimos de la lengua, poniendo de manifiesto los mecanismos mediante los que se encubre o se desfigura el mundo que nos rodea.
Del mismo modo que conviene relativizar la supuesta “extravagancia” del Ferlosio enfrascado en sus “altos estudios eclesiásticos” (como se refería con ironía a sus estudios gramaticales), hay que relativizar también la impresión que se suele transmitir de él como rara avis, especie de clérigo francotirador refugiado en su torre de marfil, sin descender nunca a la plaza. Lo manifiesta rotundamente en la conversación que mantuvo en 1986 con José Antonio Gabriel y Galán —y que se recoge parcialmente en este Dobladillo—: “No quiero ser simple testigo, sino que quiero influir, terciar, señalar y, si es posible, dilucidar los desastres generales que nos rodean y, en una palabra, cambiar el mundo, esa cosa que hoy muchos se avergüenzan de decir”.
Nadie debería olvidar estas palabras a la hora de embarcarse en la lectura del más inclasificable pero también más concerniente, lúcido y agudo polemista y prosista que ha dado la literatura española de las últimas décadas. Su aspecto huraño y atrabiliario, sus ademanes coléricos, eran la manera que tenía de manifestar puertas afuera su resistencia a adaptarse al “mundo como es”, persuadido de que de esa forma —lo dice en otro de sus pecios— queda uno cegado para ver “cómo es el mundo”.
--------------
Ignacio Echevarría es editor, crítico literario y articulista.
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas colaboraciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar...
Autor >
Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí