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Somos de izquierdas, pero...

Extracto de ‘Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder’

Alain Deneault 25/09/2019

<p>Izquierda y derecha</p>

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En un momento dado, comunistas, socialistas y socialdemócratas europeos comenzaron a describirse a sí mismos como “de izquierdas, pero…”. Somos de izquierdas, ¡pero no estalinistas! No queremos burocratizar las instituciones públicas. No queremos pasarnos nacionalizando. No queremos un impuesto de sociedades demasiado alto: hay que estimular los negocios. No queremos una semana laboral más corta con carácter obligatorio. No queremos atraer al tipo de personas a las que se considera clases peligrosas, ni a otros elementos foráneos. Por aquella época, la adscripción política de un individuo se definía en el espacio que quedaba entre los intocables valores de izquierdas y los programas políticos que se suponía que los representaban. Sin embargo, no todo el mundo tiene lo que hay que tener para ser André Gide, cuya crítica de la Unión Soviética allá por 1936 escandalizó a los palmeros de Stalin y contribuyó a redefinir su posición en la izquierda francesa, sin perder nunca de vista los principios básicos del progresismo. Al haber tanta gente asegurando ser “de izquierdas, pero…” los valores de la izquierda se fueron progresivamente vaciando de contenido con sucesivas medidas que los contravenían. Los programas políticos identificados como de izquierdas –pese a coincidir en todos los aspectos con las tesis liberales y ultraliberales a las que pretendían oponerse– terminaron corrompiendo hasta la definición misma de los valores de izquierdas. ¿Cómo olvidar en Reino Unido la admiración desmedida de Tony Blair por los “generadores de riqueza” o cuando Margaret Thatcher comentó que sus mayores logros fueron “Tony Blair y el Nuevo Laborismo”? ¿Quién podría haberse imaginado que cuando la izquierda socialdemócrata de Gerhard Schröder llegó al Gobierno en Alemania el único resultado sería el de unos programas de austeridad especialmente dirigidos a los colectivos empobrecidos? ¿Quién, en Francia, puede olvidar que Laurent Fabius, un socialista de partido donde los haya, apelando a los valores “eternos” de la izquierda y recitando los sagrados nombres de libertéegalitéfraternité laïcité, desdeñó por completo la tesis más transversal del socialismo: la elaboración consensuada de coacciones públicas a los poderosos gracias a una voluntad colectiva? ¿Cómo olvidar a Michel Rocard, portador del estandarte de una “nueva izquierda” de similares características, llamando al “cese de las ideologías”, en pro de un mayor bien común aliado con el poderoso sector privado? Desde este punto de vista, lo único que podía hacerse era proveer a las clases bajas de herramientas para lidiar con las dinámicas propias de la competitividad –ya sea entre asalariados, empresas o países– bajo el pretexto de conocer mejor la economía y con el objetivo de llegar a un compromiso entre clases, en vez de trabajar para superar esta fase de la historia. Los socialistas se han acabado familiarizando más con la palabra pero que con la palabra socialista. De la inmovilidad al retroceso, del retroceso a la retirada, de la retirada a la rendición; la presunta izquierda francesa ha permitido que la acaben representando, en modo regresivo, las siguientes personas: un futuro director del FMI; un facultativo especializado en lucrativos implantes capilares; un exlobista que pasó a ser el ministro encargado del presupuesto al tiempo que recurría a la banca suiza para defraudar a su propio Gobierno y, finalmente, un advenedizo salido directamente del Banco Rothschild.

Los programas políticos identificados como de izquierdas terminaron corrompiendo hasta la definición misma de los valores de izquierdas

En la Norteamérica de habla inglesa ocurre lo contrario. La palabra liberal tiene el mismo significado en inglés que en castellano, pero se basa en tradiciones políticas distintas y sitúa a la gente en ubicaciones diferentes: a la izquierda (en inglés) y a la derecha (en castellano). Así pues, en Estados Unidos hay gente que dice ser liberal, pero de izquierdas. El eje izquierda/derecha se ha desplazado tanto como reacción al mandato de los poderosos que ahora ya basta con un leve grado de liberalismo –en el sentido norteamericano– para dar la impresión de ser un revolucionario. Como mucho, se abogará por una serie de derechos formales dejando intactas las estructuras sistémicas. Los liberales, pero de izquierdas nunca dan prioridad a aquello en lo que puede convertirse una colectividad. El soniquete político que siguen tarareando parece tener que ver con políticas monetarias, el culto al dinero, el mito del éxito individual, el sometimiento a las entidades privadas, el desenfreno consumista y el patrioterismo chabacano; y habrá nuevos pares que se irán sumando de tanto en tanto a determinadas nuevas derechas. Lo único que importa son las interacciones entre individuos adscritos a determinados modelos; estas interacciones se definen y organizan en base a un sistema simbólico que va escribiendo la palabra privilegio sobre las cabezas de cada uno. Ya solo la psicología que gobierna el uso de estos símbolos podría bastar como objeto de esta crítica. Las instituciones políticas y sociales merecen atención en tanto que deberán admitir a personas en base a criterios transversales como la edad, la raza, la nacionalidad, el género y la orientación sexual; el hecho de pertenecer a alguna de estas categorías sociales puede acabar reemplazando a los principios de legitimidad anteriores. Las minorías descubren de repente que, básicamente, sus denodadas luchas y su histórico uso de la resistencia organizada han brindado a los liberales profesionales los reclamos que estos necesitaban para lucirlos en sus ventanas de oportunidad electoral, y descubren también que esos liberales les pedirán el voto, pero de una manera caricaturesca. Los liberales no arremeten contra la publicidad como institución, sino que quieren que las personas habitualmente marginadas aparezcan en los anuncios, vendiendo detergente con dignidad. No les importa que la universidad ahora funcione como una fábrica de salchichas, siempre y cuando al profesorado y a los alumnos de posgrado se les garantice el reconocimiento que piden sus respectivas identidades. Los liberales de izquierdas practican la acción política predicando con el ejemplo: tienen coche, pero es pequeño; beben leche de vaca, pero la vaca era feliz; les gusta consumir, pero eligen productos de comercio justo; aplican teorías de la gestión empresarial, pero solo las simpáticas; llevan a cabo la venta agresiva de productos, pero son productos nobles; viajan en avión, pero usan bonos de carbono; votan a partidos capitalistas, pero liberales. Su lema es: ¡Si todo el mundo hiciera lo mismo que yo…! En política, cuando se ven obligados a adoptar una postura, su enfoque preferido es el de la ética individual. Echando a un lado todas esas interferencias sociales que agobian al yo, el individuo querría ser visto como alguien que ha vencido a la historia, si bien el individualismo no es obra de individuos, sino un constructo ideológico hecho posible mediante actos de un empobrecedor mimetismo. Esta idea del yo, que no emerge de uno mismo ni habría de darse por sentada, tiende a producir sujetos que intentan salvarse cultivando el narcisismo de las pequeñas diferencias. Dar apoyo a un lejano orfanato o coleccionar teteras chinas conformará el centro mismo de una distinción más importante que cualquier otra cosa. En tiempos como estos, será en cualquier caso imperativo construir un yo fuerte que permita abusar de los demás y compensar la falta de justicia social, en referencia a comunidades basadas en un denominador social que en su momento fue emancipatorio: el género, la raza, la religión, la orientación sexual, etcétera. El hecho de que el deconstructivismo de Derrida, el Mayo del 68, el feminismo, el movimiento LGTBI o las reivindicaciones medioambientales no tuvieran inicialmente la pretensión de ser movimientos liberales no los previene de ser inexorablemente atraídos hacia una aplicación liberal de sus valores. Los sujetos han de emplear esta intersección de criterios para bordar el tejido que hace única su singularidad. Al final surgirá un elemento que asegurará la ipseidad (la individualidad) de la persona y la dotará de significado: las páginas customizadas de las redes sociales, esas auténticas agencias de prensa del yo que trafican con las buenas noticias.

Los liberales de izquierdas practican la acción política predicando con el ejemplo: tienen coche, pero es pequeño; beben leche de vaca, pero la vaca era feliz

Históricamente en Norteamérica el espectro político de izquierda-derecha se ha basado fundamentalmente en las distintas maneras que hay de calificar el liberalismo. De izquierda a derecha, a una persona se la puede identificar como libertaria de izquierdas, liberal norteamericano, liberal europeo, ultraliberal, libertaria de derechas… Los primeros ven la libertad como una oportunidad para emanciparnos de los problemas heredados de la historia occidental, patriarcal y burguesa. Los segundos están de acuerdo, pero carecen de imaginación y creen que las estructuras ideológicas son inamovibles. Los terceros balbucean sobre las virtudes de la libertad, con una querencia por la idealización que a menudo los lleva a pasar por alto las cuestiones de orden práctico del momento en cuestión; para ellos, palabras como justicia comunicación son poderosos mantras. En cuanto a los neoliberales y los ultraliberales, están dispuestos a reconocer, hasta distintos extremos, que la libertad contribuye inevitablemente al desarrollo de formas sistémicas de dominación, lo que ven como una necesidad. Les tienen cariño a las metáforas tomadas del ámbito de la naturaleza y el darwinismo vulgar es para ellos un referente fundamental. Por último, los libertarios de derechas aseguran haber declarado la guerra a toda estructura social, salvo la de la gran empresa, que ven como un modelo a seguir. Hay para todos los gustos en este muestrario de opciones en relación con la libertad, lo cual deja muy claro el cariz del sistema que nos brinda dicho muestrario.

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los libertarios de derechas aseguran haber declarado la guerra a toda estructura social, salvo la de la gran empresa, que ven como un modelo a seguir

Al estudiar la génesis del parlamentarismo francés desde 1795 a 1820, el historiador Pierre Serna presenta el “extremo centro” como una historia de las retractaciones. Su “república de chaqueteros” la componen políticos serenos, ecuánimes y fiables, gestores de los asuntos públicos que sin embargo conservan su posición retractándose una y otra vez de sus propias palabras, llevando a cabo sin cesar “el inescrupuloso viraje posibilitado por las vicisitudes”. Gradualmente se da un cambio de tornas, pasando de una época en la que ser fiel a las propias convicciones puede causarte la muerte a otra etapa de corrupción en la que “tan pronto como se emite, la palabra de uno, frágil, efímera, cambiante, se ve dañada, erosionada, limitada, gastada, ahuecada por el paso del tiempo y por las condiciones de la existencia misma a medida que se desarrolla, imparable, más allá de la idealidad que tiene en el tiempo suspendido de la promesa”.1 Pero aplicar estos mismos términos al pensar en el actual extremo centro sería retratarlo de forma demasiado favorecedora. A partir la Tercera República, a menudo dominada por partidos de liberales (entonces conocidos como radicales) que dominaban hasta niveles exasperantes el arte de decir Diego donde habían dicho digo, y tras una era de políticos y comunicadores semantistas que cultivaban la ambigüedad desde el mismo origen del pensamiento, los tecnócratas de la política han aprendido a ahorrarse el momento en que uno se muestra convencido. No puedes contradecirte si nunca has dicho nada. Un compendio lexicológico hallado en la École Nationale d’Administration (ENA) enseña a los alumnos a hablar en lo que en Francia llaman langue de bois (‘lengua de madera’, lenguaje acartonado), el idioma de los tópicos estereotípicos. A medida que la globalización financiera los desprovee de cualquier poder real, se pasan los años de universidad practicando la retórica de un ethos sin sentido ni propósito.

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1. Serna, Pierre (2005): La République des girouettes: 1789-1815 et au-delà, París, Champ Vallon, traducción propia.

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Este extracto corresponde al epílogo Las políticas del extremo centro (pp. 195-200; 206-207).

 

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Autor >

Alain Deneault

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