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¿Qué es la sedición?

La preocupación hispánica por dar forma legalista a las contradicciones de su compleja sociedad, dentro de la variedad de “Las Españas”, nunca ha producido satisfacción compartida

Enric Ucelay-Da Cal 13/10/2019

<p>Manifestantes encima de un vehículo de la Guardia Civil, en Barcelona, el 20 de septiembre.</p>

Manifestantes encima de un vehículo de la Guardia Civil, en Barcelona, el 20 de septiembre.

Elise Gazengel

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El proceso al procés, tras sus prolegómenos en 2017-2018, se realizó en la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo y fue televisado entre febrero y junio del presente año. Como pudieron confirmar los espectadores, la causa se fundamentó en un concepto base: la “sedición”. Resulta un fundamento frágil, por la ambigüedad propia de la idea, una indeterminación que en nada facilita la precisión terminológica que requiere la tradición del derecho romano, en el cual los hechos dilucidados se ajustan a la abstracción que dicta la ley.

“Sedición” tiene una fuerte presencia en el derecho anglosajón, siempre con intención represiva, desde mediados del siglo XVII, y con énfasis en la etapa de nerviosismo frente a la propagación de la revolución francesa. Son leyes explícitas, desde el Sedition Act inglés de 1661, hasta el Seditious Meeting Act de 1795 en Gran Bretaña y los Alien and Sedition Acts de 1798 en Estados Unidos. El derecho español es menos concreto, y el tema forma parte del articulado del código penal. Si miramos en los diccionarios, pongamos por caso el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, hay dos planteamientos que coinciden, sin ser lo mismo: instigar de modo directo un tumulto, una algarada callejera con implicación subversiva, o, de modo más difuso, agitar –de viva voz o por escrito– para que tengan lugar tales incidentes. 

Ahora bien, la implicación revoltosa de una asonada lleva muy pronto de la insubordinación a la sublevación, o sea, a la rebelión abierta. Así, como se puede ver, se pasa de la acción más o menos irregular en la calle a la revuelta insurreccional, junto con el llamamiento a tal salto. La idea dual de “sedición” se revela, pues, como una aceleración en la lucha callejera, un incremento de la manifestación de protesta al motín, incluso por presión a las fuerzas del orden, un avance hacia la abierta rebelión, junto con las palabras que pueden llevar del reproche público en la calle al desorden y hasta más allá.

hasta la Transición, temas ‘sediciosos’ se dirimieron en tribunales militares, que, con frecuencia, dada la suspensión de garantías constitucionales, fueron reducidos a meros consejos de guerra

Así, por un lado, “sedición” roza la revolución e incluso la alta traición (no tanto en la tradición española, donde este crimen implica ponerse al servicio de un enemigo nacional). Por el otro, cuestiona la validez de la libertad de opinión en unas determinadas circunstancias: en su formulación más clásica, ¿es lícito lanzar un grito que provoca una estampida?

Dicho de otro modo, “sedición” puede entenderse como una responsabilidad cívica grave –que se acerca al crimen político más serio– o se puede reducir a una propaganda incendiaria, una exaltación verbal que sin embargo no va más allá de la demagogia o la verborrea. Si repasamos el debate político acerca del procés catalán durante los últimos meses, constatamos que los posicionamientos son en efecto estos: o se juzga una rebelión en toda la regla, o los hechos se reducen a una enunciación teatral libre de sentimientos ideológicos que pueden disgustar a según quien, sin por ello pasar los límites de lo que tolera la libertad de expresión.

Vista en clave histórica, resulta familiar la alternativa entre sedición como revolución realizada en la vía o desde las instituciones, o como mero bullicio, agitación ideológica y ruido publicístico, sin mayor daño o maldad.

Ahora bien, la costumbre hispánica es guerracivilista, a veces con voz queda y relativa tranquilidad y otras a grito limpio y abiertas ganas de machacar a los contrincantes. En cuanto se agudiza la tensión social, política o religiosa, se rechaza con vehemencia la equidistancia y se afirma lo que se elogia como “compromiso”, el valor supremo de la adhesión inquebrantable. A partir de tal devoción –actitud común a derechas e izquierdas– el criterio es dura lex, sed lex, aplicado al contrario. Dada que la tendencia hispana es –aceptemos el tópico– apasionada e impulsiva, ha predominado, al menos hasta “el cambio” de 1976-1978, la resolución de contradicciones importantes por medios alternativos a la judicatura, en concreto mediante las fuerzas armadas. El hecho es que no hay un hábito colectivo español de “lealtad sistémica”, tan sólo la pausa que precede el jaleo (y, según cómo, después el tiroteo). Peor aún, el conjunto de “Las Españas” ha estado tradicionalmente compuesto de gentes con la lengua larga para despreciar la honra ajena y la piel muy fina ante afrentas al honor propio. Hoy en día, igual que en tiempos ya pasados cuando cundía la hidalguía, abundan los pleitos respecto a la fama, la dignidad y el pundonor. 

El liberalismo naciente de la primera mitad del siglo XIX entendió “la nación” como un todo homogéneo, excepción hecha de “los facciosos”, la “facción” opuesta a la natural unidad colectiva. Su enemigo primordial se autodefinió como resistencia “legitimista” por su amor al trono y al altar. Estos “legitimistas” consideraron a sus rivales como oponentes a la verdad tradicional y, por tanto, extranjeros malignos: en euskera, los “guiristinos” (o “cristinos”, seguidores de María Cristina, la reina gobernadora, y su hija “La niña bonita”, Isabel II) se convirtieron en “guiris”, ralea de forasteros a los que se debía matar. Más que enjuiciar al contrario, el propósito era llevar a cabo una limpieza considerada necesaria. Así, se puede entender mejor el combate que ha sido la historia contemporánea española como una pugna de élites entre abogados y militares, entre togados y fajados, entre los partidarios del verbo escrito y los defensores de la acción contundente, entre los inclinados a los límites de forma y los incondicionales de las soluciones drásticas.

Hoy en día, igual que en tiempos ya pasados cuando cundía la hidalguía, abundan los pleitos respecto a la fama, la dignidad y el pundonor

La “sedición” escrita o dibujada –insultos a la corona, a las fuerzas armadas o a los símbolos de España– fue traspasada a la justicia militar en 1906, tras el llamado “incidente de Cu-Cut!”, en el cual oficiales de la guarnición de Barcelona asaltaron las oficinas de la prensa regionalista a raíz de una campaña agresiva contra el Ejército. Ante la presión de los uniformados, el gobierno liberal cedió. A partir de entonces y hasta la Transición de 1977-1978, temas “sediciosos” –reales o imaginados– se dirimieron en tribunales militares, que, con frecuencia, dada la suspensión de garantías constitucionales, fueron reducidos a meros consejos de guerra. Con esta lógica, la revolución callejera de Barcelona del verano de 1909 (Semana Trágica, según los clericales) acabó con el proceso a su supuesto inspirador, el republicano y/o libertario Francisco Ferrer y Guardia. A la vista del desastre en la capital catalana y otros núcleos urbanos, la distinción entre las formas de “sedición” se borró y Ferrer fue condenado en juicio castrense y fusilado, pedagogo mártir para los unos y terrorista antirreligioso para los otros. Quedó el recuerdo.

La flamante Segunda República inmediatamente inició trámites en las Cortes contra el monarca destituido (condenado por alta traición en rebeldía), así como medidas judiciales contra los protagonistas del régimen dictatorial de los años veinte y de quien dirigió la transición de 1930-1931 (el caso contra el general Dámaso Berenguer fue sobreseído en febrero de 1934). Los insurrectos del “Glorioso Alzamiento Nacional” de julio de 1936 ejecutaron a las izquierdas bajo la acusación irónica de “rebelión armada” antepuesta a fecha de octubre de 1934, cuando se habían sublevado la Generalitat catalana junto con los socialistas en Madrid y Andalucía, con graves consecuencias en Asturias. En la etapa más revolucionaria de 1936-1937, en el bando republicano, las izquierdas fusilaron, frecuentemente con menos atención al papeleo legal, a quienes juzgaban rebeldes o “facciosos”. El debate sobre quién mató más y peor sigue bien vivo.

Lo que marca la característica original del procés es la insistencia en los medios pacíficos por parte digamos rebelde, al ser ésta la reiterada justificación defensiva de los independentistas, y, por parte estatal, el recurso a los cuerpos policiales y a los tribunales. Hasta 2017, este tipo de problema se había contestado siempre por el Ejército, si no daba abasto la Guardia Civil, como gendarmería militarizada. Se debe señalar que la existencia de un sistema paralelo de justicia marcial fue suprimida por la constitución republicana, que lo supeditó en 1931 al Tribunal Supremo (como Sala Sexta), paso que fue anulado en la zona nacional y consagrado por el franquismo, hasta que, en 1987, el organismo jurídico-militar se reintegró (ahora como Sala Quinta) en el ámbito del Supremo. Asimismo, el franquismo sostuvo una secuencia de instancias judiciales excepcionales para temas de violencia política: el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo (creado en 1940 y abolido en 1964), sucedido por el Tribunal de Orden Público (establecido en 1963 y suprimido en 1977), que dió paso de modo inmediato a la Audiencia Nacional, todavía activa.

Para concluir, la preocupación hispánica por dar forma legalista a las contradicciones de su compleja sociedad, dentro de la variedad de “Las Españas”, nunca ha producido satisfacción compartida, ni un sistema político sólido, satisfactorio para los bandos en lid. Por lo tanto, las sentencias son inevitablemente para unos un abuso y para otros una indulgencia.

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Enric Ucelay-Da Cal es catedrático emérito de Historia Contemporánea, Universitat Pompeu Fabra.

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