REPORTAJE
Montenegro: procesiones contra la “libertad de culto”
El país se divide ante la próxima ley que refleja el enfrentamiento entre corrientes cada vez más polarizadas de la sociedad y en el que confluyen y se entremezclan religión e identidad
Marc Casals Sarajevo , 3/03/2020
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“¡Milo, ladrón, no te daremos nuestros santuarios!”, corean los fieles de la Iglesia ortodoxa serbia en las procesiones que celebran por todo Montenegro. La consigna va dirigida a Milo Djukanovic, presidente del país e impulsor de una controvertida Ley de Libertad de Culto que, según sus detractores, abre la puerta a la nacionalización de los templos de la Iglesia ortodoxa serbia. Enfurecidos por su aprobación en el Parlamento el pasado 26 de diciembre, cada jueves y domingo, los devotos afrontan los rigores del invierno para marchar tras pendones encarnados, crucifijos de madera, popes vestidos con hábitos negros e iconos de santos y vírgenes. La Ley de Libertad de Culto se enmarca en un pulso de décadas entre el Estado y la Iglesia Ortodoxa serbia, que ha excomulgado a todos los parlamentarios que votaron a favor. Sin embargo, al mismo tiempo estas procesiones evidencian el conflicto fundamental entre dos visiones opuestas de Montenegro: una soberanista y euroatlántica frente a otra proserbia y orientada hacia la Rusia de Putin.
Las procesiones de la Iglesia Ortodoxa evidencian el conflicto entre dos visiones opuestas de Montenegro: una soberanista y euroatlántica frente a otra proserbia orientada hacia Putin
Este pequeño país balcánico de unos 630.000 habitantes se convirtió en el Estado más joven de Europa cuando en 2006 declaró su independencia de forma pacífica, todo un hito en el sangriento proceso de disolución de Yugoslavia. Sin embargo, aunque la secesión de Montenegro no fue acompañada de violencia, el país está atravesado por una creciente brecha identitaria que afecta a los habitantes de tradición ortodoxa: según el último censo, realizado en el año 2011, mientras que el 45% de la población se declaraba montenegrina, hasta un 28,7% priorizaba su identidad serbia. El presidente Milo Djukanovic, artífice de la independencia, busca convertir a Montenegro en un país blindado contra las intromisiones de Serbia y Rusia, y afianzado en la OTAN y la UE. Enfrente tiene a la oposición, partidaria de mantener estrechos lazos con Serbia, y a la Iglesia ortodoxa serbia encabezada por el arzobispo Amfilohije, que considera la Ley de Libertad de Culto una treta para expulsarla de Montenegro.
En el mundo ortodoxo las iglesias son autocéfalas, es decir, cada una de ellas pastorea de forma autónoma a un colectivo nacional: ruso, griego, búlgaro y así sucesivamente. Por eso gozan de una enorme ascendencia en cuestiones identitarias. El caso de Montenegro resulta particular porque, durante la Edad Media, formó parte de las tierras regidas por el linaje serbio de los Nemanja, uno de cuyos miembros, San Sava, fundó la Iglesia ortodoxa serbia. Sin embargo, cuando el Imperio otomano conquistó los Balcanes, Montenegro quedó como el único territorio interior de la península libre del dominio turco y, por su aislamiento, desarrolló un régimen singular: una teocracia gobernada por príncipes-obispos que ejercían su autoridad de manera independiente. Con la unificación de Montenegro con Serbia en 1918 –rechazada por parte de la población– esta Iglesia Ortodoxa montenegrina quedó abolida y pasó a formar parte de su equivalente serbio hasta el desmoronamiento de Yugoslavia en los años 90.
En los estertores de la Yugoslavia socialista, que había fomentado el ateísmo como dogma oficial, la Iglesia ortodoxa serbia recuperó el arraigo popular con el nombramiento del arzobispo Amfilohije, su paladín en Montenegro durante las últimas tres décadas. Además de multiplicar el número de monasterios, vocaciones y creyentes, en los 90 Amfilohije hizo gala de un nacionalismo agresivo: se desplazó a Dubrovnik y Sarajevo para alentar a las tropas serbias que las cercaban e invitó a la formación paramilitar de Arkan –el más temido de los criminales de guerra serbios– a la sede arzobispal “para protegerla”. Según Amfilohije, montenegrinos y serbios no solo conformaban una misma nación, sino que, además, los montenegrinos constituían la versión más excelente y depurada del pueblo serbio.
Aunque el gobierno montenegrino secundaba las políticas de Slobodan Milosevic, la oposición era partidaria de la independencia respecto a Serbia y promovió el desarrollo de instituciones para la construcción nacional. En este contexto se fundó una Iglesia ortodoxa montenegrina que reivindicaba la tradición soberana de los príncipes-obispos. La nueva iglesia chocó con la oposición de Amfilohije, quien la desdeñaba como una grey de herejes y cismáticos que, además, reclamaba para sí las propiedades transferidas a la Iglesia Ortodoxa serbia en 1918 con motivo de la unificación. El antagonismo entre ambas instituciones derivó hacia la hostilidad: cada Nochebuena ortodoxa en Cetinje, la capital histórica de Montenegro, dos congregaciones rivales encendían una hoguera con una rama joven siguiendo la tradición navideña a escasos metros la una de la otra, mientras entonaban cánticos patrioteros, exhibían parafernalia nacionalista –unos serbia, otros montenegrina– y disparaban al aire para intimidar a sus oponentes.
La causa de la independencia obtuvo un respaldo inesperado en 1997 con el cisma que se produjo en el Partido de los Socialistas Democráticos, hegemónico en Montenegro. Aunque se trataba de una formación que, por encima de ideologías, buscaba acaparar el poder, el sometimiento de Montenegro a la Serbia de Milosevic y el estigma que, por sus lazos con ella, arrastraba el país en el ámbito internacional hicieron surgir dentro del partido una corriente proclive a distanciarse. Su líder era Milo Djukanovic, personaje turbio que ha estado bajo investigación como sospechoso de impulsar una red de contrabando de cigarrillos y amparar a mafiosos italianos. Sin embargo, de puertas afuera Djukanovic cultivaba una imagen prooccidental que le valió el apoyo de los Estados Unidos, por aquel entonces resueltos a debilitar a Milosevic. La pugna dentro del Partido de los Socialistas Democráticos se saldó con la victoria de Djukanovic, pero en la disputa por el poder reafloró la cuestión del vínculo de Montenegro con Serbia.
El movimiento ha sorprendido a propios y extraños por su determinación: las procesiones multitudinarias siguen adelante con temperaturas bajo cero, nieve y ventiscas
Nada más imponerse a sus rivales, Djukanovic comenzó a dotar a Montenegro de los cimientos de un Estado: adoptó el marco alemán como segunda moneda, estableció un cuerpo diplomático y robusteció a las fuerzas policiales hasta convertirlas casi en un ejército. La comunidad internacional, una vez producido el derrocamiento de Milosevic, comenzó a poner reparos a la autodeterminación de Montenegro, pero Djukanovic señaló que era imposible “volver a meter al genio dentro de la lámpara” y arrancó de Serbia el compromiso de un referéndum acordado. El “Sí” venció con un ajustado 55,53% de los votos, apenas medio punto por encima del mínimo exigido por la UE, mientras que el 44,7% de los participantes se mostró favorable a preservar la unión con Serbia. Cumplidos todos los requisitos internos y externos, el 3 de junio de 2006 Montenegro proclamó su independencia.
En el ámbito internacional, Djukanovic fijó para el Montenegro soberano el objetivo de la integración euroatlántica. No obstante, si bien existía cierto consenso en avanzar hacia la UE, la adhesión a la OTAN resultaba controvertida en un país que, en 1999, había sido bombardeado por la Alianza con motivo de la Guerra de Kosovo. Además, el arzobispo Amfilohije lamentó públicamente que Montenegro cambiase de orientación geopolítica para alejarse de “la Madre Rusia” y la propia Rusia de Putin se mostraba reacia a dejar escapar al país de su ámbito de influencia. En octubre de 2016, meses antes de la entrada de Montenegro en la OTAN, el gobierno denunció la existencia de un plan de golpe de Estado que incluía la toma del Parlamento y el asesinato de Milo Djukanovic. Por este complot, en el que habrían tomado parte Rusia y algunos miembros de la oposición proserbia, el Tribunal Supremo de Montenegro declaró culpables de terrorismo y subvertir el orden constitucional a 13 personas, incluidos dos ciudadanos rusos condenados en ausencia.
Fortalecido en su condición de Padre de la Patria, Djukanovic ahondó en la construcción nacional oficializando una “lengua montenegrina” diferenciada de la serbia y el pasado junio anunció su propósito de abordar la cuestión religiosa: “Ha llegado la hora de reparar una grave injusticia histórica. Trabajaremos para refundar la iglesia autocéfala montenegrina”. A la vez, el Parlamento ultimaba la Ley de Libertad de Culto, según la cual todos los inmuebles de organizaciones religiosas cuya antigüedad se remonte más allá de 1918 –el año de la unificación con Serbia– y para los que no se pueda aportar ningún título de propiedad pasarán a manos del Estado. La oposición y el arzobispo Amfilohije denuncian que Djukanovic trama ceder los templos a la nueva iglesia ortodoxa montenegrina, por lo que impulsaron las protestas que tienen en vilo al país. El movimiento ha sorprendido a propios y extraños por su calado –se le han unido numerosos montenegrinos descontentos con la penuria económica y la corrupción rampante–, pero, sobre todo, por su determinación: las procesiones multitudinarias siguen adelante con temperaturas bajo cero, nieve y ventiscas.
Como en tantas otras cuestiones durante los últimos 30 años, Djukanovic y Amfilohije encabezan dos bandos opuestos, papel que se refleja en lo inconciliable de sus discursos. Djukanovic invoca la potestad de Montenegro para disponer de las propiedades que, según él, fueron usurpadas después de 1918. Por su parte, Amfilohije esgrime la legitimidad que le otorgan a la Iglesia su carácter autocéfalo y su longeva historia, además de argumentar que las procesiones son actos populares y apolíticos en defensa de la libertad de culto. Donde Amfilohije exige la retirada de la Ley –a su juicio, “lo más vergonzoso que ha ocurrido nunca en Montenegro”–, Djukanovic lo descarta con el argumento de que ello significaría la capitulación del Estado ante la Iglesia y el principio del fin de la soberanía nacional. Del pulso cerrado entre estas dos figuras, que aglutinan a corrientes cada vez más polarizadas de la sociedad montenegrina, dependerá cómo salga el país del terreno, siempre pantanoso, en el que confluyen y se entremezclan la religión y la identidad.
“¡Milo, ladrón, no te daremos nuestros santuarios!”, corean los fieles de la Iglesia ortodoxa serbia en las procesiones que celebran por todo Montenegro. La consigna va dirigida a Milo Djukanovic, presidente del país e impulsor de una controvertida Ley de Libertad de Culto que, según sus detractores, abre la...
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