Raíces
Dejar de ser de izquierdas
Cualquier política de transformación pasa por arrancar el bulbo rojo de la izquierda, que solo crece bien con la fertilización de las políticas de gobierno, para dejar espacio a los crecimientos más complejos de la autoorganización social
Emmanuel Rodríguez 6/05/2021
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La breve noticia de que Pablo Iglesias deja sus cargos políticos sirve mejor como epitafio de una época que las elecciones a la Comunidad de Madrid. En pocos días se cumplirán diez años del 15 de mayo de 2011, la fecha en la que se registró el terremoto político que sacudió al país de su largo letargo pos Transición. Poco hay en estos años que no tenga que remitirse al 15M. Ni Podemos, ni tampoco Ciudadanos, la renovación del PP y el PSOE, o los cambios de estilo y agenda en la política institucional, pueden entenderse sin mención al 15M, aunque solo sea por la renovación generacional que este impulsó.
Bajo una mirada estrecha, pero relevante a la hora de valorar la retirada de Iglesias, el final político de Podemos (que en parte se ha producido ya y en parte se seguirá en próximos meses con la recomposición de un nuevo espacio) es también el final de un periodo. Una época trufada de acontecimientos, de esperanzas y de grandes apuestas, también de decepciones y de una inevitable sensación de fraude. En este contexto es donde para bien, pero sobre todo para mal, cobra altura Pablo Iglesias. No se trata aquí tanto de juzgar (al modo de la prensa) los contenidos morales de la figura, que inevitablemente pasan por una mezcla de audacia, notable capacidad teatral, una visión de la política por momentos épica y por momentos infantil y un cierto carisma social, bien empapado todo ello por una buena ración de narcisismo y egotrip, que en ese tipo de política se convierte en paranoide: valga decir solo que Iglesias es más una vedette televisiva que un organizador. Se trata de considerar como la figura representa y moviliza un tiempo político.
Iglesias fue el principal artífice del giro electoral del 15M. Encabezó el grupo que fundó Podemos y selló una apuesta electoral que no estuvo presente en los primeros meses de la protesta. Fijó el objetivo de Podemos en el acceso al gobierno (“el asalto a los cielos”) y galvanizó en los primeros tiempos un proceso de organización masivo (los llamados círculos). Despreció después este movimiento, tendente a la creación de una nueva fuerza política desde abajo, y se concentró en una estrategia de marketing electoral con su único fundamento en las televisiones que después acabaron por demoler su figura. Jugó a la radicalidad y la crítica al PSOE, y luego a la alianza con el mismo para formar un gobierno de coalición. Llegó al gobierno, fue vicepresidente, prometió las grandes reformas de un retorno al keynesianismo y la socialdemocracia de la sociedad española, y se quedó en dos o tres medidas cosméticas. Agotado en todos los aspectos, solo, sin apenas apoyos, acometió su última campaña y se retiró, dejando un partido desecho, sin base social, pero todavía capaz de generar algunas clientelas e intereses cruzados. Esquemáticamente esa es la historia. Entre medias, una generación política formada en el 15M siguió sus pasos.
Una breve comparación sobre los momentos políticos de 2011 y 2021 vale para considerar lo mucho que se han movido las cabezas en este tiempo. En las elecciones de noviembre de 2011, después de seis meses de movilización social casi continua, el PP venció al PSOE por cuatro millones de votos y 15 puntos porcentuales sobre el total de papeletas. Es difícil encontrar en la hemeroteca digital de aquel movimiento nada que recuerde a pesadumbre, frustración o derrota. El movimiento había rechazado explícitamente su identificación con la izquierda, había condenado a IU poco más del 6 % del voto y estaba en trance de definir un proyecto que quería apuntar al conjunto de la ordenación del Estado y a un amplio proyecto de reformas sociales. El tono era de potencia, fuerza y esperanza. El marco de discusión era también amplio, real y ajustado a situación: la crisis europea, las políticas de austeridad, el gobierno de las finanzas, la corrupción del sistema de representación.
En las últimas semanas hemos asistido a un espectáculo completamente opuesto. Personalidades, figuras, organizaciones, movimientos han despachado su tiempo entre el miedo y el cierre de filas ante la inminente validación de la derechona. En un patético juego de espejos con Vox, las razones de la nueva política convertida en nueva izquierda se han reducido “a para el fascismo” (tal cual). Tanto que por momentos nos hemos convertido en la contraparte de Abascal y Monasterio, en una suerte de preludio impostado de la guerra del 36. En este ejercicio de simulacro, los episodios de las provocaciones de Vox en Vallecas, los comentarios en alguna lista de militares jubilados y los paquetes con balas han servido de elementos de credibilidad para un escándalo que solo lo ha sido para una estrecha minoría social. Han servido también, una vez más, para construir la cansina letanía de la superioridad moral de la izquierda y la movilización (curiosamente insuficiente) del voto entre sus tradicionales clientelas en barrios populares, movimientos sociales y colectivos minorizados. En definitiva, entre 2011 y 2021 hemos vuelto a ser de izquierdas. Y hemos perdido, sin paliativos, merecidamente. Hemos perdido porque durante esos diez años hemos sido incapaces de construir un espacio político consistente, hecho de instituciones, movimientos, organizaciones, y solo de una forma subordinada y no necesaria, quizás partidos y figurones como Iglesias.
La izquierda contemporánea española tiene dos raíces, una muerta y otra conservada por pura necesidad de garantizar el turnismo electoral. La primera estaba en el viejo movimiento obrero. Mientras aquel existió, supo dotarse de formas propias de organización, reivindicación y acción. Apenas hay derecho social en Occidente que no tenga su base en la capacidad de este sujeto. Dos ejemplos históricos, la CNT en el primer tercio de siglo, y CC.OO. y las asambleas de fábrica hasta la Transición. Ambas formas de organización autónomas, construidas y lideradas por la misma gente que decían “representar”; y ambas historias colectivas donde los nombres propios se multiplican por miles, y en las que la posición de los Iglesias de este mundo es solo una entre tantas.
La segunda raíz de la izquierda se ha instituido como marco de representación en forma de partidos y de distintas organizaciones sociales con igual vocación corporativa. La forma de crecimiento de este bulbo es completamente distinta al primero. Este crece a partir de la representación de los “valores”, de los “pobres”, de los “obreros”; y lo hace como propuesta de solución a sus problemas a través de las políticas públicas. En otras palabras, esta izquierda solo crece (solo puede crecer) en y dentro del Estado, en distintas formas de representación y “servicio social”. Apenas sorprende así que el plasma social que nutre a esta izquierda no sea tanto el de los desamparados, los marginados o los colectivos sociales que dice representar.
La historia política de los últimos cincuenta años se puede entender a partir de la metáfora de los dos bulbos. En los años setenta y primeros ochenta, el último movimiento obrero fue sofocado por el bulbo rosáceo de la izquierda, en forma de pacto político, responsabilidad social y la larga serie de negociaciones de la llamada “concertación social” que siguen a los Acuerdos de la Moncloa (1977). Desde entonces la primera raíz de la izquierda ha amagado con volver a crecer en forma de sindicalismo alternativo, movimientos sociales y colectivos de distinto tipo. Desde el 15M, esta raíz tuvo también dos importantes germinaciones. La primera en el movimiento de vivienda, en torno a las figuras del hipotecado y desahuciado. Aunque esta raíz todavía persiste, sus líderes proclamados fueron significativamente absorbidos por Podemos y las candidaturas municipales. La segunda se arremolinó de nuevo en el primer momento de Podemos, formó centenares de círculos y asambleas, con cierta capacidad de madurar y promover iniciativas a medio plazo. Fue Iglesias, entre otros, quien decidió cortar esa raíz, que podía convertirse en contrapeso a su figura. La cortó con las tenazas burocráticas de la competencia por los cargos del partido y por la promesa de una concejalía de pueblo. Podemos, que debió reunir por abajo a varias decenas de miles de personas, fue literalmente vaciado en poco más de año y medio. El sustituto de organización fue reducido a las consultas cesaristas presentadas por la dirección y al voto en las distintas convocatorias electorales.
Cualquier política de transformación pasa por arrancar el bulbo rojo de la izquierda, que solo crece bien con la fertilización de las políticas y las promesas de Estado y gobierno, para dejar espacio a los crecimientos más complejos y matizados de las raíces de la autoorganización social. Mientras esto no suceda seguiremos penando por elecciones perdidas de antemano y líderes ineptos a los que secretamente despreciamos pero a los que lloramos tonta y lastimeramente cuando nos dejan huérfanos.
La breve noticia de que Pablo Iglesias deja sus cargos políticos sirve mejor como epitafio de una época que las elecciones a la Comunidad de Madrid. En pocos días se cumplirán diez años del 15 de mayo de 2011, la fecha en la que se registró el terremoto político que sacudió al país de su largo letargo pos...
Autor >
Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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