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El otro día me compré la revista Viajes de National Geographic. Apenas la he ojeado; la cogí de camino a una de esas cajas de autopago del hipermercado, pensando que esta vez el escáner funcionaría bien, que no se quedaría colgado, que no tendría que avisar cuatro veces a la encargada. Uno hace estas cosas todo el rato: comprarse revistas que no lee, depositar expectativas donde no debe, pensar que las cosas van a salir bien si lo desea, reza, medita, etc., lo suficiente.
La revista lleva en portada una bonita foto de Croacia titulada “La costa adriática más esplendorosa”. Supongo que fue eso lo que me hizo cogerla, lo esplendoroso. Después de todos estos meses, en los que la vida se ha vuelto más gris y desconcertante, en los que la covid-19 no solo no nos ha hecho mejores personas sino que ha sacado a relucir lo peor de nosotros mismos, en los que la amenaza climática se ha convertido en más real que nunca, uno necesita cosas esplendorosas con las que rellenar su vida.
En 2018, mientras me alojaba en el hotel Hilton de una isla de las Bahamas –esto suena muy bien hasta que cuentas que llegaste allí montado en un ferry de mala muerte a reventar de gente, todos de camino al único pedazo de tierra rodeado de agua que nos podíamos permitir–, conocí a una americana que me confesó que hacer el Camino de Santiago le había cambiado la vida. Emocionada, hablaba de una experiencia mística que circundaba sin atinar a describirla. Ahora entiendo, por fin, que de lo que aquella mujer hablaba era de lo esplendoroso.
Como ya se sabe, hay múltiples corrientes en lo relativo a viajar. Hay quienes lo ven como un mero acto de desconexión y entretenimiento, principalmente turístico-contemplativo. Y hay quienes, por el contrario, creen que el turismo per se no tiene ningún valor, y que el meollo está en la idea del viajero: aquel que se nutre de y se mezcla con los lugares que transita. Llegados aquí, las derivaciones son infinitas: no contentos con entremezclarse, hay personas que se ven empujadas a encontrarse a sí mismas en los confines de la Tierra. Otras llevan el estandarte turístico al extremo a golpe de caminata y Diógenes fotográfico. El enfrentamiento roza lo cultural.
A mí, si me preguntan, diría que me siento más identificado con la contemplación básica del turista, y que puestos a nutrirse espiritualmente, mi actividad favorita es comer y beber como un burro; a partir de ahí, estoy abierto a abrazar cualquier tipo de misticismo. Pero esa no es la cuestión. Después de tantos años debatiéndonos sobre qué significa viajar, nos hemos dado de bruces con una realidad desagradable. Y, aunque al final ha resultado que la pandemia sí diferenciaba entre ricos y pobres, en lo respectivo a viajar las conclusiones resultan más ecuánimes.
Hoy, con aeropuertos y contagios a pleno rendimiento, corroboramos que viajar es, para unos y otros, una huida tan inexorable como esplendorosa; en cristiano: que necesitamos el viajar como el respirar. Anquilosados en vidas que contemplamos desde el móvil, el viaje –al pueblo, al campo, a la playa, a una isla, a otro país, a un lejano continente– se ha vuelto imprescindible para seguir adelante. Sea en forma de fotografía a la que mirar fijamente en busca de un relato más idílico de nuestras vidas, sea en forma de experiencia-colocón de ayahuasca con los indígenas colombianos, la fabricación mental es la misma.
Viajamos porque necesitamos dar forma a palabras tan vagas e inconcretas como esplendoroso, porque después de un año y medio de pandemia ya no nos quedan fotos que mirar ni experiencias que rememorar: necesitamos volver a huir de nuestras vidas. Y, aunque habrá quien perciba aquí una visión negativista de nuestros anhelos, a mí me resulta más bien tranquilizador. Por fin podemos relajarnos y festejar que la función del viaje –con independencia de destino, duración y desarrollo– es la misma para todos. Para muestra, los superricos: están tan hartos de sí mismos y de lo que les rodea que han puesto la vista en el espacio. ¡El esplendoroso cosmos! ¿A qué otra cosa podrían aspirar?
El otro día me compré la revista Viajes de National Geographic. Apenas la he ojeado; la cogí de camino a una de esas cajas de autopago del hipermercado, pensando que esta vez el escáner funcionaría bien, que no se quedaría colgado, que no tendría que avisar cuatro veces a la encargada. Uno hace...
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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