COMO LOS GRIEGOS (VI)
Arengada
Una sardina rancia, una vez preparada, supone una pareja, va de dos en dos. Son dos lomos de lo mismo, que siempre y eternamente van juntos, ‘apatrullando’ la gastronomía
Guillem Martínez 4/09/2021
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CASI NADA ES LO QUE PARECE. Se trata de una sardina salada y presionada en un barril durante un tiempo, hasta que le cambia el carácter, momento en el que deja de ser un pescado para pasar a ser otro objeto. Antiguo, milenario y, ya me dirán, próximo al sabor del mamut. El tipo que abre el barril, una vez el producto ha culminado su fermentación, se queda rubio, zas, por el tufo desprendido en ese trance. Un tsunami invisible. Tras el susto, cuando los cuerpos de sardina se serenan y acceden a la luz y a su nueva realidad, se puede observar que poseen un plateado brillante, metálico, asombroso, solo replicable en una joya cegadora que pende de un cuello frágil. Después de ese segundo de máximo esplendor, las sardinas se van amarilleando. Cada nueva tonalidad de amarillo suponía, en tiempos, una rebaja en su precio. Cuando eran ya de un amarillo Van Gogh, se las daban a los gatos. Que salían pitando. Hacia otra especie. Hubo gatos que se hicieron académicos de la RAE solo para librarse de una sardina amarilla-patito. Hoy no existen/no suelen existir esos barriles mágicos en las tiendas de ultramarinos. Por lo mismo que ya no hay ultramarinos. Para un joven cool y del tiempo, ultramarinos debe de ser un conjunto de oficiales y mandos de la Armada que departen en un chat de wasap. Encuentras esas sardinas, por tanto, en lugares sorprendentes, sin lógica alguna, en grupos de una, dos, o tres unidades, envasadas al vacío. Y un tanto amarillentas. Son una sombra de lo que fueron. Pero como una supernova, una sombra de una estrella que lo fue, no cesan de brillar con una intensidad sobrecogedora. Lo que habla de su genio. Según vayas al norte o al sur, o independientemente de que vayas o no a ninguna parte, a ese tipo de sardina se les denomina sardina rancia, sardina salada, sardina de bota, sardina de barril, arenque, arengada, o guardias civiles. Esto último no es por el hecho de que la sardina rancia conforme un cuerpo muy salao –algo que, definitivamente, separa ese cuerpo de ese otro Cuerpo–, sino por el hecho de hacer su aparición en cualquier plato bajo la forma de dualidad. Una sardina rancia, una vez preparada, supone una pareja, va de dos en dos. Son dos lomos de lo mismo, que siempre y eternamente van juntos, apatrullando la gastronomía. Una aparición de esa pareja de lomos, como sucede con una aparición de una pareja de la Betemérica en un poema de Lorca, o en un bar navarro, siempre resulta determinante, rotunda, inapelable. Y jamás es anecdótica. Dos lomos de lo mismo, por ejemplo, se llevaron a mi abuelo en torno al 26 de enero de 1939. En mi país una sardina rancia se llama arengada. Los países, contrariamente a lo que creen los países, son muy pequeños. El mío, que ya no existe, era una cocina diminuta, pintada de color verde, y presidido por mi madre. La bandera de ese país, bellísima, era el delantal de mamá. Hola. Esto es Como los griegos, donde se habla de cocinar con las manos, para hablar y reír con lo que luego servimos en postcocinas postverdes.
NOS HIZO FALTA TIEMPO / NOS COMIMOS AL TIEMPO. El día que mi madre, cuando los ABBA, hacía arengades –a partir de ahora, A– era un día raruno. Solo las hacía para ella y para mi padre. Ni se molestaba en intentarlo con nosotros. Era una ceremonia privada. Como todas las ceremonias, poseía un vocabulario propio. Así, mi padre preguntaba por el precio de la arengada. Mi madre se lo decía, escandalizada y animando el paso siguiente. El paso siguiente era mi padre jurando en arameo. Algo se medía en A. Y ese algo era caro. Luego empezaba algo, a su vez, turbador. La vida privada de los padres siempre es turbadora para los niños. Y eso es lo que pasaba. En silencio comían la A. Era un festival hermético. Era para ellos. Era suyo. Eran ellos. De hecho, nunca comprendí si comer aquello –que les remitía a su infancia, cuando se conocieron; les remitía a un tipo de unión, a un compromiso por encima del infortunio y la pobreza, que tal vez ya no exista– les trasladaba a la postguerra y a la derrota más absoluta. O a una suerte de victoria. No sabía si aquello era revisitar la miseria y el viento. O acceder a un diminuto Proust del triunfo, a un momento de felicidad densa y, por lo tanto, proscrita en la Gran Derrota, aquella era del castigo eterno e intenso. No sabía, en fin, si la A era una maldición o una bendición, esas cosas que se parecen en que jamás te las puedes sacar de encima. En general, nadie sabe nada de sus padres. Yo tampoco. Mi padre fue castigado sin familia. Su primo y mejor amigo, su compinche, el último en irse, fue extraído, por los pelos, por la CNT, tras la Libération, burlando a cientos de pares de lomos de lo mismo, colmillos sangrantes y amenazantes entre la nieve. La historia de mi madre es literalmente y desmesuradamente inexplicable, en tanto que de aquello de lo que no se puede hablar hay que callar. En general, los padres saben que, salvo para cuidarnos, no sirven de nada vivos. Hasta yo sé ahora que seré un padre formulado solo con la muerte. Todo lo que transmiten –es decir, todo– sucede, adquiere su forma y sentido y volumen, demasiado tarde, en la desaparición. Tras su muerte, se abre un barril. Hay un tsunami de tristeza. Y luego, la plata deslumbrante. El tesoro. Les recuerdo así en su plata, plateados, brillantes, comiendo A en silencio. En ese silencio ocurría el tesoro. El tesoro: ese silencio, sea lo que fuere, nos protegía. De la brutalidad. No suponía olvido o desconocimiento, sino la elipsis en los detalles, no revelados, de un infierno cuyo fuego no fue, por tanto, transmitido ni vuelto a tatuar. Mi felicidad, mi boca, mis dedos, mi hambre de vida innata, inaudita, abultada, que ahora mismo me copa, parte de aquel silencio y tesoro. Silencio y tesoro en torno a una A que no solo no era una A, sino que nunca sabré lo que era. Nunca agradeceré lo suficiente la alta cultura y la riqueza recibida en torno a una A. Mi país fue fantástico. Solo le faltaban palmeras, hawaianas y ukeleles.
LA FELICIDAD ES DE QUIEN LA COMPARTE. Por todo ello, y por sí mismas, las A son pura felicidad. Les explico no solo cómo prepararlas, sino cómo prepararlas ahora, en septiembre, cuando las viñas se desparraman. Se necesita a) una A por bigote –salen a euro y pico; juren en arameo; o no–, b) un diario en su edición papel –si no saben lo que es, pregunten a Google; es posible que les explote el ordenador; de la risa–, c) una puerta –una puerta, un techo, o un beso en la nuca nunca deben faltar en toda cocina moderna–, d) un racimo de uvas –blancas o tintas; jamás fosforito–. Se coge la A, se envuelve en medio diario, como si fuera un regalo. Lo es. En materia de prensa libre, mi madre era taxativa. Para las cosas de cocinar –no sé, tapar el arroz cuando salía del fuego, o preparar las A–, defendía las prestaciones de La Vanguardia frente a las de El País, fieramente y en modalidad dónde-vas-a-parar. La Larousse Gastronomique, en todo caso, recomienda evitar el ABC, ya que puede volver majara a una sardina, incluso después de muerta. El paquete formado por un cacho de La Vanguardia y una A se pone en el quicio de una puerta, justo en el punto, próximo a la bisagra, en el que nos pillábamos los dedos cuando éramos niños. Y, luego, cuando fuimos adultos. Se cierra la puerta. Sin piedad. El paquete se aplasta. Se extrae. Se despliega La Vanguardia sobre una superficie formada por átomos. Si es un ejemplar de 2014, se aprovecha para leer el titular “De rey a rey”. Si han optado por El País de la misma fecha, se leerá el titular: “El rey abdica para facilitar las reformas que España necesita”. Se utilizará ese momento vivencial, en todo caso, para iniciar un breve ejercicio espiritual, repitiendo como un mantra el aforismo sic transit gloria mundi. Posteriormente se acabará de arrancar la corteza –la palabra es esa; su piel es durísima– de la A, con las manos –y, como máximo, con un cuchillo–, una vez ha sido ferozmente atacada y desencajada con la puerta. Se desprecian la cabeza y las entrañas. Se convierte la A en dos lomos de lo mismo. Monos, apetecibles. Se ponen los dos lomos de lo mismo sobre una rebanada de pan redondo, previamente frotada con un tomate maduro, y rociada con aceite de oliva de la marca Acme. En el mismo plato se pone media docena, por decir algo, de granos de uva. Yo los pelo y deshueso, que la vida ya es muy complicada. Se come mezclando –aleatoriamente, como casi todo en la vida– el sabor salado de la A con el dulce de la uva, junto al sabor neolítico y precolombino del pan con tomate. No es necesario comer todo ello en silencio, porque otros lo guardaron por nosotros. Demasiado. De manera que podemos y debemos hablar de todo. Del recibo de la luz. De la Guardia Civil. Del rey. De los ultras marinos, terrestres, judiciales. Hablen incluso de lo que nos costaría la expulsión de una universidad USA. O, me temo, de por aquí abajo. O del Capitolio de Texas. O, me temo, del de por aquí abajo. La libertad es dulce, salada, arriesgada. Un atrevimiento. Una gamberrada. Un no parar. Una juerga. La libertad no es lo que te dicen en los espacios electorales de la tele. Es lo que dices. Muchos murieron o perdieron su infancia, se les mutiló la infancia, por ella. Pásense tres pueblos en su honor. Siempre.
SOBRE EL SAPIENS. La semana próxima no les hablaré de un plato milenario, sino lo siguiente. Un alimento anterior al Sapiens –ese bocazas que precisa formular la libertad con la boca–, y con el que sellamos nuestro destino de especie. Además, tira de espaldas. Y se hace con las manos. Y, no se puede pedir más aventura a un plato, puede resultar mortal. No se lo pierdan.
CASI NADA ES LO QUE PARECE. Se trata de una sardina salada y presionada en un barril durante un tiempo, hasta que le cambia el carácter, momento en el que deja de ser un pescado para pasar a ser otro objeto. Antiguo, milenario y, ya me dirán, próximo al sabor del mamut. El tipo que abre el...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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