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En ocasiones pienso que ella no dejó de existir y, donde no hay nada, hay un espacio ocupado por su volumen. No sé conducir, ni he tenido jamás un coche, pero la veo a mi lado mientras conduzco. Es un coche que quiere ser conducido. Apenas hace ruido y su dirección es suave. La miro y en su cabello negro, como la piel de un animal desconocido, ha llegado la escarcha, pero no el invierno. Ella huele a ella y ríe como ella. En ese momento, un espectáculo que siempre espero: nacen, en torno a sus ojos, unas arrugas que no he conocido. Parece que las ha hecho Dios con una navaja que sólo él posee y que hace hipnóticos esos surcos. Me da placer ver esas arrugas, porque son el sello del paso del tiempo. De estaciones juntos, de toneladas de lluvia y de frío y de arena. En los asientos de atrás viajan dos niñas ruidosas. Se parecen a ella. Y soy feliz. Conozco esa felicidad densa, por otra parte, sin haberla vivido en ese coche que no existe. En otras ocasiones imagino que soy ciego. Voy por una calle, de la que conozco cada recodo y obstáculo. Llegado a un tramo, cuyo color y detalle nunca sabré, el olor de una persona me estremece cada día. No sé si es hombre o mujer, ni su edad. Y nunca lo sabré. Un día, en todo caso, la olí en otra ciudad. Creí que era una señal, una antesala. No lo fue. Mientras me visto y busco ropa que no encuentro, medito intermitentemente, entre la irritación ante la pérdida de objetos próximos, un plan. Simular, una mañana, un choque con esa persona. Pero, de pronto, lo encuentro indigno. Una invitación a la lástima, un chantaje. Y conozco ese abandono, sin conocer de forma alguna la ceguera. En otras ocasiones imagino que trabajo en un despacho. Relleno cosas que se denominan estadillos o balances. Invento tretas para que resulte divertido, y bromeo frente a una máquina de café. Cuando las cuentas no cuadran, por más que las repase, de noche siento una culpa que, de alguna manera, conozco, sin haber vivido esa vida. Otras veces pienso que no tomé las decisiones que he tomado y que salgo de un club deportivo, después de una dura jornada en un trabajo extraño, que consiste, precisamente, en tomar las decisiones que no tomé, para luego ir a un club deportivo. Salgo satisfecho del día gastado, en lo que es una sensación de plenitud que conozco, sin conocer ese tipo de días perdidos. Hay días que pienso que vivo en la calle, en una caja de cartón. Conozco otro tipo de frío y de calor y de suciedad, innegociables, e inspiro miedo y desconfianza a los transeúntes, a los que expongo dibujos de situaciones que, al parecer, solo yo veo. Nadie compra ningún dibujo, pero pienso que tengo suerte, que la vida puede ser aún peor. Como, en efecto, así sucede y así lo pienso cuando he apurado un límite, o he sido expulsado de él. Hay días en los que imagino que no cerré con mi mano los párpados tibios de mi padre, y que vamos a cenar a un restaurante. Pedimos platos estrambóticos y, frente al alcohol y el café, me explica, emocionado y con complicidad, un secreto que lo cambia todo. Pero siempre supe ese secreto, y nada cambió.
Ignoro el peso de las biografías. Todas están repletas de hechos fundacionales. Que han ido desapareciendo con el paso del tiempo –esto es, del olvido–. Empiezo a pensar que la biografía, esa cosa que suele esculpir y transportar una identidad, no consiste en los hechos que pasaron sobre ti, sino en ti a pesar de los hechos que, con el tiempo, pierden validez, sentido y función, hasta desaparecer. Cualquier biografía o identidad fue tan posible como, tal vez, intrascendente, en la medida en que esas vidas paralelas que invento no me aportan nada de mí que no sepa o no haya vivido, sin vivirlo, con plenitud. La biografía y la identidad es, quizás, un peso que se erosiona con el tiempo hasta quedar reducido a algo liviano e inapreciable. No molesta y no impide ningún movimiento y decisión. Esa nube sin gravidez ni entidad, sumamente humilde, eres tú, que ya puedes vivir en cualquier pasado, pues el pasado ya no importa. Tu esencia, una vez adquirida, carece de explicaciones y recorridos. Puede vivir donde sea y como sea, pues es, ya, una vida formulada. Que por fin admite y las comprende todas.
En ocasiones pienso que ella no dejó de existir y, donde no hay nada, hay un espacio ocupado por su volumen. No sé conducir, ni he tenido jamás un coche, pero la veo a mi lado mientras conduzco. Es un coche que quiere ser conducido. Apenas hace ruido y su dirección es suave. La miro y en su cabello...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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