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Este es un recuerdo muy antiguo. Es de los pocos recuerdos antiguos de los que dispongo que posee tres actos o, al menos, una acción con sentido, que permite que el recuerdo posea lógica y pueda ser explicado. Recuerdo que, durante una época, mi madre aportó yogur a nuestra dieta. Ignoro por qué. Aquella apuesta, en todo caso, duró poco. Durante semanas o meses, sea como sea, comimos yogur. Uno por día y para cada niño de la casa. Aunque me cueste creerlo hasta a mí, un yogur era un objeto extraordinariamente frágil y caduco. Duraba 24 horas. Incluso menos. Por lo que un camión lo traía a diario a una tienda cercana, por encargo, y al límite de su caducidad. El camión llevaba la leche que abastecería a medio barrio a la mañana siguiente, y nuestros dos yogures. Ni más, ni menos. No era un gran cargamento, supongo. Llegaba por la tarde, más tarde que pronto. Cada tarde, por lo tanto, mi abuelo nos llevaba a esa tienda, cogidos de la mano. Nos recuerdo a los tres, avanzando cogidos de la mano, sintiendo, en el caso de los niños, las manos encallecidas del adulto. Mi abuelo siempre vestía con un mono azul y una boina, como muchas otras personas ancianas que vivían en mi pueblo. Me copa de emoción el volvernos a visualizar, de repente, a los tres en movimiento, de nuevo resucitados y vivos. Tal vez porque, de aquellas tres personas, no existimos ya ninguna. Era común hacer varios viajes por la tarde, cogidos de la mano, hasta aquella tienda, pues el camión casi siempre se retrasaba. Recuerdo una tarde en la que fuimos muchas veces, sin resultado. En la última, la tienda ya estaba cerrada. El camión no había venido. Volvimos tristes, sin yogur. Y, en mi caso, con un velo más triste en el alma, formado al intuir, con otras palabras, que vivíamos en ningún sitio. Al que no llegaba un camión, que sólo traía un par de yogures. Vivíamos en un fin de trayecto. Un sitio molesto y evitable. Sentí, de alguna manera, que ese sitio no era un lugar, sino nosotros.
La infancia es inabarcable porque son todas las épocas del mundo. Un niño, en fin, también es el primero en descubrir el fuego, las herramientas de piedra, los arcos, los neumáticos. Pero la infancia también abarca, confundiéndola con otras épocas anteriores, la época singular e innegociable que a cada niño le ha tocado vivir. No la reconoce ni diferencia de las otras épocas que vive, también por primera vez, en sincronía y cegado por el resplandor incomprensible de la vida. Hasta hace poco, así, pensé que ese recuerdo de un yogur que nunca llegaba, era una región del pasado, que no era mía, sino un fósil de una época anterior, tan grande y húmedo que había calado un poco mi época, durante tan solo una tarde. Era una visita fugaz a las vidas de mis padres y de mis abuelos. A un país triste y desabastecido. Ahora me recuerdo a los tres, sentados en un peldaño, frente a La Bodega –el pequeño bar en el que vendían también leche y dos yogures–, hablando y riendo mientras esperábamos un camión que no vendría nunca. Y comprendo, con una tristeza y resignación parecida a aquella, tan lejana, que esa imagen recordada, aquella espera infundada y no confirmada, no era un eco de una época anterior. Era un indicio de mi propia época. Una muestra de su sabor y de sus rutinas. Una época en la que somos sitios molestos y evitables, que no tardarán en ser olvidados por los camiones.
Este es un recuerdo muy antiguo. Es de los pocos recuerdos antiguos de los que dispongo que posee tres actos o, al menos, una acción con sentido, que permite que el recuerdo posea lógica y pueda ser explicado. Recuerdo que, durante una época, mi madre aportó yogur a nuestra dieta. Ignoro por qué. Aquella apuesta,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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