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Mi abuelo nos guió por un camino escarpado, en el que el bosque, ya herido, se mezclaba con basura, restos de uralita y colchones quemados por el agua. No sabíamos a dónde nos conducía, y él aumentaba nuestra ansiedad con mentiras divertidas. Por fin, llegamos. Era, primero, un anuncio, un indicio de un paisaje singular. Luego una muralla de bosque y, finalmente, tras ella, la vista incomprensible de un grupo numeroso de árboles centenarios y gigantescos. Aquellos árboles iban en serio, de manera que los restos de plástico no se atrevían a entrar en ellos. A través de un pequeño camino, cada vez más oscuro, llegamos a una gran sala. Una suerte de catedral, edificada solo por los árboles más altos y solemnes, que habían elegido ese orden. La luz apenas penetraba, y lo hacía a través de tubos de sol, entre el ramaje, que chocaban y explotaban contra el suelo y nuestras manos, provocando con ello una intensa felicidad. Era verano, pero en aquel paraje la temperatura era fresca, en lo que era su decisión inapelable. En un límite de ese espacio creado solo con la tenacidad de las rocas, del musgo y los vegetales, había una fuente. Su sonido, el disco más antiguo, lo impregnaba todo. Estuvimos en silencio, copados por el secreto revelado. Después bebimos, jugamos y hablamos. Luego, nuestro abuelo nos guió por otro camino diferente, que conducía a otra salida de aquel país de repente descubierto, y al que me propuse ser fiel y volver en todas mis edades. Abandonamos la esencia del bosque desde otro punto, donde vimos algo, otra vez, único y fascinante. Cientos de obreros estaban construyendo una autopista. Era tan ancha como el bosque que abandonábamos en ese momento. Y, con una precisión mayor y más rápida que la de las rocas y los vegetales, se dirigía, fatalmente, hacia la fuente. La fuente, su bosque, su legado y misterio apenas transferido hacía unos minutos, desaparecería, para siempre, en pocas horas. Aquel día, en mi niñez más remota, fue el primero y el último en el que vi, en su grandeza descomunal, un locus amoenus, ese sitio inexplicable en el que pasaban cosas importantes. Supongo que aquel paisaje ya no existe, tan siquiera, en ninguna cabeza. No sé cómo ha llegado ahora a la mía. Pero lo ha hecho como llegan los cadáveres. Con dolor y recordando una fragilidad inaudita que siempre es aconsejable no frecuentar.
Desde la segunda mitad del siglo XX, el mundo, su paisaje, ha cambiado más que en todos los siglos anteriores. Ni siquiera dos guerras mundiales supusieron tanto cambio en el paisaje como todo lo que ocurrió desde los años 50 hasta ahora. En mi caso, mi mundo, el mundo de mi infancia, de mi juventud, de mi memoria adulta, ha desaparecido. Bosques, muros de piedra, acequias, fábricas, villas, una calle en la que los vecinos cenaban y reían todos juntos en verano, locos cuidados por todos, patios, parras, árboles bajo los que nos besábamos, casas abandonadas en las que hacíamos el amor, playas ocultas, no existen. Lo que es desmesurado para tan poco tiempo. Esa aceleración ha impedido a varias generaciones disponer de un paisaje. Hasta los más jóvenes de entre nosotros morirán muchos años después de la muerte de su paisaje, que ya no fue el mío. El exterminio de lo lento ha sido tan veloz que no podemos calcular las consecuencias. No sólo desconocemos el gran misterio de la vejez, la única edad para la que no hay preparación ni instrucciones, sino que desconocemos cómo será esa vejez sin el asidero del paisaje. La sensación es que hemos sido, somos, los primeros colonizadores de un planeta estéril, sin oportunidad de poder volver al nuestro, que ya no existe.
Nunca jamás, en la historia de la humanidad, se había producido tamaña y apresurada mutación. Debe de ser algo más profundo y agudo de lo imaginado, pues nosotros también somos paisaje. Lo es nuestra presencia en la calle, y nuestro reflejo en el agua o en un escaparate. A la fuerza, y hasta a los más jóvenes, nos han hecho algo irreversible. Otra autopista tuvo que pasar sobre nosotros. De manera que nosotros somos, como todo el paisaje, lo que queda. En nosotros como paisaje nos faltan paisajes –aquella explosión de árboles y sonido de fuente, que apenas conocí; un locus amoenus–, de manera que debe de haberse hundido todo lo que aguantaba esa bóveda, objetos del alma que nunca llegamos a conocer. O sospechar.
Mi abuelo nos guió por un camino escarpado, en el que el bosque, ya herido, se mezclaba con basura, restos de uralita y colchones quemados por el agua. No sabíamos a dónde nos conducía, y él aumentaba nuestra ansiedad con mentiras divertidas. Por fin, llegamos. Era, primero, un anuncio, un indicio de un paisaje...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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