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Una mano robot equipada con inteligencia artificial aprende a abrochar agujetas [atar cordones] en el laboratorio de Google DeepMind. Su proceso de aprendizaje es una forma de evolución guiada en la que ha ido creando un modelo mental del mundo físico, con el cual puede distinguir las posibles diferencias entre estilos de zapatos y tipos de agujetas. Este logro aparentemente modesto es un triunfo tecnológico relevante que anuncia progresos vertiginosos en el futuro cercano en todos los dominios de la robótica donde nuestra intervención será cada vez menos necesaria, hasta dejar de ser requeridos. Así las máquinas van tomando nuestro lugar en la resolución de problemas, desde nimiedades cotidianas hasta asuntos monumentales y determinantes para la supervivencia de la especie. Al tiempo en que nuestras herramientas y aplicaciones nos hacen perder la capacidad de recordar números telefónicos u orientarnos geográficamente nos vamos también despojando de lo que realmente nos hace humanos: la dignidad, el valor, la virtud, la empatía y la solidaridad. Y estas cualidades son indispensables para inventar una realidad compartida y conformar eso que llamamos la cultura.
El más reciente libro de Juan Villoro, No soy un robot. La lectura y la sociedad digital (Anagrama, 2024), es una obra en dos partes o, siguiendo una de sus aficiones, un partido en dos tiempos, en el que el primero, “La desaparición de la realidad”, se enfoca en la técnica, y el segundo, “Formas de leer”, en la pasión. Así nos ofrece una parte dedicada a la “Lectura de la tecnología” que es una interpretación de su influencia, paradigmas, sistemas y monstruosidades, y otra a la “Tecnología de la lectura” que presenta una visión amplia del descomunal poder humanizador de la literatura. Con su habitual humor, mordacidad y agudeza, Villoro se vale de esa dualidad para mostrar elementos complementarios, antagónicos y en tensión en este momento de nuestra cultura híbrida analógico-tecnológica. El autor de la novela La tierra de la gran promesa (2022) presenta aquí un panorama del estado actual de la red, la “sociedad de control” con su régimen frenético de juicios instantáneos, su capacidad de cautivar la atención obsesivamente, su poder de espiar y su compulsiva mercantilización de las experiencias de los usuarios. El recuento va de la anécdota a la reflexión profunda y hace un recorrido vertiginoso de las modas, euforias, celebridades, catástrofes y ridículos que nos han acompañado en las últimas décadas, en que se ha consolidado una sociedad digital opresiva, narcisista, consumista y permanentemente insatisfecha. Sin un sentido pedagógico ni nostálgico, Villoro pinta un retrato del “nuevo tipo de colonialismo” digital basado en el control de datos, tanto a nivel individual como nacional y mundial: el capitalismo de la vigilancia. Asimismo, explica cómo internet, un medio de comunicación e información no lucrativo, “fue convertido por el capitalismo postindustrial en el principal negocio del siglo XXI”.
En 1995 la empresa Amazon era una librería en línea sin paredes que resultó muy exitosa y se perfilaba para volverse una de las pocas iniciativas rentables en el ciberespacio. Parecía una fabulosa ironía que el medio que parecía destinado a aniquilar al libro resultara ser su principal promotor. Sin embargo, la voracidad de Jeff Bezos, el creador de ese servicio, lo convirtió en el mercado más vasto y variado del mundo, al tiempo que su modelo de negocio se volvía una inagotable trituradora de librerías, tiendas y toda clase de empresas en el mundo material y digital, al hacerlas redundantes e incapaces de competir, y al plagiarles cualquier iniciativa y originalidad. Asimismo Google, empresa que creó el buscador en línea más eficiente, se convirtió en otra máquina depredadora de la competencia. Lo que no podía mejorar o derrotar, lo saboteaba (esta web lleva un larguísimo obituario de iniciativas y aplicaciones que ha asesinado) o lo compraba (Google Maps, Waze, YouTube, Boston Dynamics, DoubleClick, entre muchos otros). Google también intentó digitalizar todos los libros del mundo. Ambas empresas tenían una relación con los libros que parecía esencial, sin embargo las dos parecen haber abandonado el vínculo con la escritura y la lectura para enfocarse en tareas más redituables: como vender productos higiénicos a domicilio y enseñar a robots a amarrar agujetas.
Las máquinas van tomando nuestro lugar en la resolución de problemas, desde nimiedades hasta asuntos determinantes para la supervivencia de la especie
Estos gigantes corporativos representan el tecnopolio salvaje que prevalece en el mundo digital y en el que el cibernauta nunca será realmente un ciudadano, sino que será un usuario, es decir, menos que un cliente (los clientes son las corporaciones que compran y venden información) y casi un producto en sí mismo que renuncia a sus derechos por el privilegio de usar servicios que en buena medida son supuestamente gratuitos. El poder corporativo que controla gran parte de las áreas más populares de internet amenaza más y más con imponer su influencia a la manera en que vivimos, al orden político, económico e incluso al escepticismo tan necesario para sobrevivir a la euforia digital. El universo digital se sigue extendiendo de manera elefantiásica, en un big bang de persistente inflamación informativa y distorsión de la verdad al servicio de los intereses de los oligarcas que dominan la red: Mark Zuckerberg (Meta), Elon Musk (X), Larry Page y Serguéi Brin (Alphabet-Google) y el antes mencionado Bezos. Esto se traduce en una pérdida de referencias y abandono de certezas. Villoro escribe: “La verdad no ha dejado de ser revolucionaria. El problema es que se localiza en una esfera que importa cada vez menos: la realidad”.
Villoro propone que en la era digital el criterio ha sido sustituido por el algoritmo
La segunda parte de No soy un robot se enfoca en el libro, en la biblioteca y en la importancia de los grandes relatos literarios. Pasamos así de un presente de máquinas eficientes a la nostalgia por la mortalidad de Ulises en la Odisea y al elogio de lo humano en Héctor en la Ilíada. Villoro menciona que la Odisea es una buena metáfora del océano virtual, de las tentaciones y peligros que presentan los algoritmos y que al conocernos a la perfección (por contar con nuestro historial de consumo, perfil ideológico y hasta gustos pornográficos) pueden seducirnos o “sumirnos en la fantasmagoría de lo instantáneo”. En esta parte habla del libro como objeto, como metáfora y como símbolo material y temporal. Pero su interés radica en la lectura, en los mundos de posibilidades que abren, su capacidad de detener o extender el tiempo y dar un ritmo personal al descubrimiento que ofrece la literatura. “En el presente eterno de internet y la inteligencia artificial la lectura es una forma rebelde de la memoria”. También extiende la reflexión a la biblioteca, como una especie de maqueta de la vida interior, como un Doppelgänger del imaginario y un reflejo del pensamiento de su propietario, aun cuando contiene libros no leídos que indican un interés y un campo de posibilidades.
Villoro propone que en la era digital el criterio ha sido sustituido por el algoritmo. La crítica está en decadencia y los estudios culturales están en su apogeo, con lo que han aparecido numerosos nichos de resistencia, espacios que son santuarios culturales que carecen de la popularidad que tuvieron las secciones críticas de los medios en el siglo pasado pero gozan de un prestigio académico. Si bien la crítica ya no pretende regular la opinión pública ni influenciar el consumo: se conforma con realizar una arqueología del presente al estudiar fenómenos culturales, expresiones intelectuales y creativas.
Umberto Eco se preguntaba: “¿Habría sido posible el Holocausto si hubiera existido internet?”. Hoy sabemos que la respuesta muy probablemente sea: sí
Hemos llegado muy lejos desde el tiempo en que apareció el procesador de palabras, que era un programa falible e impredecible que de vez en cuando devoraba un texto entero sin dejar huella o lo convertía en líneas de caracteres sin sentido. Ahora que hay máquinas que pueden escribir ensayos congruentes y poemas aparentemente sensibles a partir de un prompt o solicitud, debemos reconocer que es hora de reevaluar nuestra relación con las computadoras y su impacto en la condición humana. En la película Blade Runner, los cazadores de replicantes o androides aplican la prueba Voight-Kampff a los sospechosos para determinar si son o no humanos. Esta es una versión de la prueba que concibió Alan Turing para determinar si una máquina podía exhibir inteligencia similar a la humana. El equivalente contemporáneo, en numerosos sitios y aplicaciones en línea, son pruebas (de identificar imágenes o copiar palabras) que debe responder o completar el usuario para demostrar que no es un robot. Esta paradójica reducción es significativa del pobre concepto que se hace quien programa los sistemas de lo que nos diferencia de las máquinas. Lo absurdo es que ese simplismo se sigue utilizando en un momento en que programas de redes neuronales, como los modelos extensos de lenguaje –LLM, por sus siglas en inglés– al estilo de ChatGPT, pueden responder a casi cualquier pregunta compleja, son capaces de simular creatividad y tener conversaciones en lenguaje natural, repletas de sutilezas e incluso ingenio que fácilmente pueden crear la ilusión de que se está interactuando con un ser inteligente y consciente. No es raro en la mediosfera contemporánea sentir vértigo ante la posibilidad de volvernos irrelevantes.
Muy pertinente y oportunamente Villoro cita a Umberto Eco, quien se preguntaba: “¿Habría sido posible el Holocausto si hubiera existido internet?”. Hoy sabemos que la respuesta muy probablemente sea: sí. Cuando esto se escribe venimos siendo testigos de catorce meses de genocidio en la franja de Gaza cometido por el ejército israelí, genocidio que ha sido literalmente transmitido en streaming por los victimarios y las víctimas, quienes han mostrado en redes sociales y sin censura la destrucción sistemática del pueblo palestino bajo las bombas y metralla, sin que el mundo (especialmente las potencias que proveen las armas y apoyo político y diplomático al régimen de Tel Aviv) oponga resistencia. Villoro cita también a Susan Sontag, quien pensaba que la banalización del mal era provocada entre otras cosas por la abundancia de imágenes de guerra donde las víctimas han perdido el derecho a cubrirse o posar. Hoy la red, en vez de servir para impedir una hecatombe, ha normalizado sus imágenes, arrebatándoles el poder de estremecernos y robarnos el sueño.
En un tiempo de fantasmagorías y de manos robot que abrochan agujetas, No soy un robot es un llamado a rescatar la intimidad, a valorar las emociones que nos transforman y nos permiten involucrarnos emocionalmente con las tragedias y alegrías distantes y cercanas. Este es un libro importante que nos invita a rebelarnos a la degradación que impone la digitalización del todo. Es un libro que nos llama a volver a la lectura como Odiseo-Ulises regresó a casa a ser un simple mortal, un “simple” humano.
Una mano robot equipada con inteligencia artificial aprende a abrochar agujetas [atar cordones] en el laboratorio de Google DeepMind. Su proceso de aprendizaje es una forma de evolución guiada en la que ha ido creando un modelo mental del mundo físico, con el cual puede distinguir las posibles diferencias entre...
Autor >
Naief Yehya
es pornografógrafo, ensayista y narrador.
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