MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Antón Martín y el carajo
La plaza que rememora al bueno de Antón ni es plaza ni es nada, tan solo un ensanche de Atocha en la confluencia con otras calles
Ricardo Aguilera 10/01/2025
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Llevamos desde el siglo XV empeñados en que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, el propio Jorge Manrique ya apuntaba lo subjetivo de este sentimiento (“a nuestro parecer”). Hoy ha vuelto a ponerse de moda este revisionismo aspiracional. Son legión los mentecatos que, incluso sin haberlos vivido, afirman que en los años de la transición a ninguna parte se vivía mejor. Por lo visto había más libertad.
El 24 de enero de 1977, una jauría de perros armados irrumpió en un despacho de abogados laboralistas en plena calle Atocha. Tiros. Cinco muertos y cuatro heridos. Viva la libertad, carajo, les faltó decir. Décadas después, una de las víctimas que debían haber caído en la refriega llegó a la alcaldía de Madrid: Manuela Carmena. Se libró por los pelos. Durante su trayecto consistorial, aquella misma raza de canes, y los hijos de sus señoras esposas, no cesaron de injuriarla. Se les había escapado viva.
Un año antes de los sucesos de Atocha, Juan Genovés pintó un cuadro: El Abrazo. Acrílico sobre lienzo. 1,52 por 2,01 metros. Hoy se puede contemplar en el Museo Reina Sofía. Un contrasentido. Representa el reencuentro entre los liberados por la amnistía de 1976: libertad para presos políticos a cambio de que todo quedase atado y bien atado. Bien pensado, no hay contrasentido: una obra de Genovés en un museo con nombre de reina ultra. Pura Transición.
En 2002, la comisión de Estética del Ayuntamiento de Madrid (otro contrasentido) aprobó la iniciativa de Comisiones Obreras para levantar un monumento en recuerdo de los abogados martirizados por los bárbaros. El encargo recayó en manos de Juan Genovés, que realizó una transposición en 3D de su cuadro del abrazo. Quedó sensacional. Figuras apretadas contra sí mismas en un bronce emocionante sobre base de piedra blanca. Lo instalaron frente al lugar de los hechos, en la plaza de Antón Martín. Visítenlo.
Volvamos al siglo XV cambalache, problemático y febril. Antón Martín, que iba para militar, acabó siendo clérigo, liberado por la bondad de Juan de Dios, que se dedicaba a curar a los necesitados. A la muerte de éste, quedó al cargo de la orden de los Padres Hospitalarios y fundó en Madrid el Hospital del Amor de Dios. Su lugar lo ocupa hoy la parroquia de San Nicolás y San Salvador, una iglesia feota, restaurada sin clase ni imaginación tras arder en el 36 por estas cosas que tiene la vida. La plaza que rememora al bueno de Antón ni es plaza ni es nada, tan solo un ensanche de Atocha en la confluencia con otras calles. Pero en este espacio deslavazado bulle la vida. El mercado, para empezar, siempre da juego. Tiene muchos puestos exóticos de comestibles para la nutrida población inmigrante de la zona. Por si algo le faltara, hoy acoge la academia de flamenco Amor de Dios, que se mudó a sus dependencias para taconear entre frutas y pescados. Entre el mercado y la iglesia, el pasaje Doré, un callejón de mercaderías castizas. Recibiendo en la esquina con Atocha, los afilados productos de la cuchillería Viñas: “Por orden facultativa compre en esta casa”, reza el cartel. Al final del pasaje, el cine Doré, un primor modernista, obra de Críspulo Moro Cabeza (1912). Este cinematógrafo tuvo arranque de caballo y parada de mula. En su larga decadencia como sala de reestreno se la conocía como “el palacio de las pipas”. A punto estuvieron de tirar el cine, pero lo rescató el Ministerio de Cultura y hoy es la Filmoteca Nacional. Happy End.
Desde el diminuto triángulo que delimita la plazuela se atisban muchas cosas de interés. Allí resiste la farmacia El Globo desde 1869. Justo enfrente, quien no aguantó el tirón fue la ferretería García, donde dos ancianas ofrecían una quincalla añosa que incluía clavos de segunda mano, que ya es apurar el material. Hoy es un restaurante-coctelería para neopijos. Han respetado el rótulo metálico que anunciaba la ferretería: algo es algo. Si remontamos por la calle Magdalena, encontramos el Palacio del Marqués de Perales, obra de Pedro de Rivera (1730), con portada barroca, antigua hemeroteca y actual sede de los fondos de la Filmoteca Nacional. Y si nos dejamos caer por Atocha llegaremos a una sex-shop tipo Mercadona, donde se puede llenar el carrito de cochinerías varias. Justo enfrente estaba un comercio notable, ya desaparecido: Bombas Ideal. La de risas por lo bajini que hemos echado frente a su escaparate en los años del plomo.
Volvamos a Antón Martín. Una placa nos recuerda que en esa plazuela comenzó el Motín de Esquilache (1766), cuando los españoles de bien se negaron a modernizarse y abrazar los retazos de cultura que venían de Europa. Menudos somos. El edificio dominante de la plaza es el Teatro Monumental, obra de Teodoro Anasagasti (1922). Vanguardismo en hormigón armado, avanzado a su época. Fachada racionalista de ladrillo y pavés. Excelente acústica, 4.200 butacas y mucha historia. Allí estrenó Sergei Prokófiev su segundo concierto para violín en 1935; hay placa conmemorativa. En ese mismo año y lugar se fundó el Frente Popular. Hoy es la sede oficial de la orquesta de RTVE. Pero en la memoria quedan aquellos conciertos pioneros del rock: Santana, Canned Heat, Rory Gallagher. Luego vinieron Leonard Cohen, Labelle o Tony Bennett. Y todavía escuece el recuerdo de las porras de los grises cuando actuó Daniel Viglietti. Debía ser la libertad del carajo esa.
Llevamos desde el siglo XV empeñados en que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, el propio Jorge Manrique ya apuntaba lo subjetivo de este sentimiento (“a nuestro parecer”). Hoy ha vuelto a ponerse de moda este revisionismo aspiracional. Son legión los mentecatos que, incluso sin haberlos...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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