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Fotograma de la película The Brutalist.
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La arquitectura es política. En arquitectura –casi habría que decir en el ámbito del diseño– nada es neutro. Cada decisión antes, durante y después de la producción de espacios arquitectónicos tiene connotaciones sociales, ambientales, territoriales, económicas… No solo la forma, que podría ser un cómo de la arquitectura, sino fundamentalmente el quién, el cuándo, el con qué o el por qué son preguntas que podemos dirigir a cualquier producción espacial. Es entonces cuando nos damos cuenta de la cantidad de agentes, técnicas, recursos –y las incontables articulaciones que se dan entre ellos– que encierran decisiones ideológicas, cosmovisiones o imaginarios que pivotan entre lo autoritario, lo libertario, lo conservador o lo progresista de una brújula política que pocas veces es genuinamente transparente cuando nos enfrentamos a la realidad en construcción.
Que la arquitectura sea política no es ninguna novedad. La propia palabra política tiene su origen en el término griego polis, una primera concepción de lo que hoy llamaríamos ciudad. La delimitación entre lo público y lo privado, la construcción como instrumento de poder –o de control–, o la búsqueda de eficiencia en la producción postindustrial han sido elementos claves en la configuración del sistema político-económico donde la arquitectura ha jugado un papel fundamental. Karl Marx, Walter Benjamin, Henri Lefevre o Hannah Arendt desde la vertiente más intelectual; Giulio Carlo Argan, Manfredo Tafuri, Dolores Hayden o Pier Vittorio Aureli desde la posición crítica de la historiografía de la arquitectura, han apuntado las claves de este rol singular de lo arquitectónico en el contexto político. Claves que han sido a menudo invisibles –aunque presentes– en los relatos hegemónicos de medios de expresión como la literatura o el cine.
En particular, sorprende que el protagonismo de la arquitectura en las pantallas de cine suela relacionarse con la presencia sofisticada de arquitectos –casi siempre hombres– que se muestran estereotipados como personajes cultos y creativos en contextos refinados. Incluso más allá de este cliché, en la historia del cine ha brillado especialmente la figura del arquitecto como personaje heróico, principalmente cuando la trama ha planteado situaciones épicas en las que la arquitectura ha gozado de cierta presencia narrativa. Es el caso paradigmático del Howard Roark de la novela El manantial (1943) de Ayn Rand, que en la versión cinematográfica de King Vidor (1949) fue interpretado nada menos que por Gary Cooper. Sería también el caso del Doug Roberts que Paul Newman interpreta en El coloso en llamas (1974) o, por supuesto, del László Toth al que da vida Adrien Brody en The Brutalist (2024).
Dejando al margen esta tentadora atención al personaje del arquitecto, quizás podríamos ubicar mejor el protagonismo de la arquitectura en el cine preguntándonos por la naturaleza de situaciones en que la escenografía arquitectónica resulta determinante para la trama. Lo es en El manantial de Vidor, cuya reivindicación del individualismo hoy nos puede parecer ingenua, pero no menos que en Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), del mismo director, donde se desmitifica el mismo sueño americano mostrando las condiciones y contradicciones que impone el propio sistema, y que escenifica una arquitectura expresionista en los momentos dramáticos, pero monumental y fuera de escala en el retrato de una sociedad productiva deshumanizada. Es difícil de olvidar el plano inicial que asciende por un rascacielos hasta adentrarse en una inmensa oficina poblada por incontables trabajadores eficientemente distribuidos. Precisamente el mismo plano que Billy Wilder utilizará años después para presentar al C.C. Baxter que Jack Lemmon interpretó en El apartamento (1960). Esta podría ser una de aquellas películas en las que la arquitectura es protagonista silenciosa de una trama repetida: aquella en la que un sistema económico se soporta gracias a una clase trabajadora de personas solteras habitando una ciudad en condiciones precarias mientras el progreso se alcanzará mediante la formación de familias nucleares y consumidoras que colonizarán los suburbios. Por cierto, Wilder se inspiró en la magnífica Breve encuentro (1945) de David Lean para construir el personaje de Baxter, aquel que presta su vivienda para el encuentro de los protagonistas.
Arquitecturas suburbiales, aparentemente idílicas, son protagonistas inquietantes en ficciones como Eduardo Manostijeras (1990) de Tim Burton, El show de Truman (1998) de Peter Weir, o American Beauty (1999) de Sam Mendes por la artificialidad escenográfica que ofrecen a personajes que viven en una alienación constante provocada por su inadaptación al sistema. De la misma manera que el cine europeo ha presentado a menudo arquitecturas de vivienda colectiva como plató de conflictos irresolubles entre vecinos, como es el caso de la película francesa Delicatessen de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro (1991) o la española La Comunidad de Álex de la Iglesia (2000). De nuevo, aunque son ejemplos exagerados, la arquitectura no es neutra.
Arquitecturas suburbiales son protagonistas inquietantes en ficciones como Eduardo Manostijeras
El pasado año 2024 ha devuelto una cierta atención a la arquitectura del cine gracias a la mencionada The Brutalist, una película multipremiada del director Brady Corbet. En ella se narra la vida del personaje de ficción László Toth, un arquitecto judío formado en la Bauhaus y superviviente del Holocausto que emigra a Estados Unidos desde Hungría, donde intenta rehacer su vida en condiciones complejas. Ha sido comentado que la inspiración del personaje procede de aquellos arquitectos de la modernidad que hicieron el mismo viaje huyendo de la persecución nazi (R.M. Schindler, Richard Neutra, Walter Gropius, Marcel Breuer…), incluso que las formas arquitectónicas que se despliegan en el film pueden tener alguna relación con ellos –no parece tan directa, más allá del modelo de silla de tubo de acero que se muestra. De hecho, la arquitectura en sí no tiene quizás el protagonismo que uno esperaría. En parte por la ingenuidad con la que se presenta la relación entre un mecenas caprichoso y un arquitecto fuera de contexto, y en parte por la atención de la trama –aquí sí, certera– a un conflicto personal de dimensiones holísticas entre la situación vital, familiar, religiosa o profesional. Una historia de inmigración, adicciones, abusos, discriminación, contradicciones o autodestrucción. Seguramente el relato merece el metraje extraordinario de la película, aunque ello no termine de justificar su título.
El brutalismo, como estilo arquitectónico –nombrado así como derivación del concepto francés béton brut o hormigón en bruto (visto)–, hacía referencia a aquellas edificaciones que hacían uso de los materiales vistos, sin elementos decorativos que los cubriesen. Arquitecturas francesas y británicas hicieron que el nombre se popularizara a mediados de la década de 1950 gracias a su uso por parte de los arquitectos Alison & Peter Smithson y especialmente por las publicaciones del crítico de arquitectura Reyner Banham. Es cierto que buena parte de la película de Corbet muestra el proceso de construcción de una obra arquitectónica que aparentemente podría clasificarse como brutalista; sin embargo, el hormigón visto parece tener que ver más con una intencionalidad expresiva y simbólica que con la sencillez y elocuencia estructural del estilo arquitectónico que conocemos como brutalismo. Hay que reconocer, en todo caso, que la popularidad del nombre (todavía usado incluso en referencia a arquitecturas actuales) ha eclipsado al análisis de las características que contextualizaban el estilo. Y hay que tener en cuenta que el desenlace de la película puede tener algo de irónico en relación al contexto crítico arquitectónico.
Probablemente hay más protagonismo en la arquitectura de otra película reciente, en este caso española, que también ha tenido un éxito relativo en 2024. Se trata de El 47, película de Marcel Barrena que narra la historia (con ciertas licencias) de la formación del barrio autoconstruido de Torre Baró, en la periferia de Barcelona, y del personaje de Manolo Vital, el conductor de autobuses y activista que interpreta Eduard Fernández. Aquí la arquitectura fundamenta la historia en una situación equivalente a la de El techo (Il tetto, 1956) de Vittorio de Sica: la necesidad de completar la construcción de barracas con un techo antes del amanecer para evitar su derribo por parte de las autoridades. Aunque en el origen de Torre Baró las circunstancias reales no fueran exactamente las mismas, el carácter autoconstruido del barrio, sus carencias de infraestructuras y su olvido por parte de las instituciones municipales son narrados con un realismo que impacta –más allá de la calidad de la película– por el retrato de una situación arquitectónica y social no completamente resuelta a día de hoy.
Solo haciendo un breve ejercicio de memoria podemos reconocer en la filmografía relativamente reciente que la arquitectura sigue gozando, aunque suene contradictorio, de ese mismo protagonismo invisible. Es el caso de Nomadland (2020) de Chloé Zhao, ganadora del óscar a mejor película en 2021, con Frances McDormand interpretando a una nómada moderna y su vida en una furgoneta a través de los Estados Unidos; o de Minari (2020) de Lee Isaac Chung, multinominada a los óscars de 2021, que muestra las dificultades de una familia coreano-estadounidense que habita una caravana en una granja de Arkansas; o, por supuesto, de Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, óscar a mejor película en 2020, donde una familia que vive en una situación habitacional muy precaria despliega todo un catálogo de astucias para ocupar la mansión de una familia rica de la ciudad. Sin duda, el problema de la vivienda es el verdadero protagonista de estas y muchas otras producciones cinematográficas que muestran, unas veces con dramatismo, otras con ironía, la importancia de la arquitectura doméstica y su capacidad catalizadora de narrativas. No podemos olvidar que verdaderos hitos de la historia del cine incluyen en sus tramas conflictos inmobiliarios. Entre las más populares podríamos citar Superman (1978) de Richard Donner, Los Goonies (1985) del mismo director, o incluso la película de animación Up (2009) de Pete Docter.
Puede resultar paradójico que la arquitectura observada en el cine desde un protagonismo mitificado muestre a menudo una presencia sobreactuada y sensiblemente distante, como lo son las arquitecturas monumentales que escapan a nuestra escala cotidiana y navegan en el ámbito de la fascinación visual. Por el contrario, sucede con frecuencia que aquellas arquitecturas que conectan con la esencia de la sociedad y las condiciones de la vida diaria pasan desapercibidas. También en el cine, la arquitectura es política.
La arquitectura es política. En arquitectura –casi habría que decir en el ámbito del diseño– nada es neutro. Cada decisión antes, durante y después de la producción de espacios arquitectónicos tiene connotaciones sociales, ambientales, territoriales, económicas… No solo la forma, que podría ser un cómo de la...
Autor >
David H. Falagán
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