Ludwig Wittgenstein, en 1930.
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Una vez asistí a una autopsia. Descubrí, o así me lo dijeron, que el cuerpo humano, cuando se abre, está repleto de tumores. Nacieron, nos iban a matar, pero por sí solos se redujeron. Quedaron convertidos en fósiles de un tumor. Podrían haber sido importantes, definitivos. Pero no lo fueron. Por otra parte, sólo se accede a su conocimiento demasiado tarde. En una autopsia. Tras la muerte. Cuando ya no importa su importancia.
En La Viena de Wittgenstein, de Allan Janik, se explica el paso de la Viena Imperial/Belle Époque a un mundo moderno, descomunal, violento, en el que se formula el nazismo, el estructuralismo, el psicoanálisis, el sionismo, el funcionalismo. El siglo XX, vamos. El autor quería hacer una biografía de Wittgenstein, pero le salió una biografía del siglo XX, y de una ciudad extraña, que existió durante muy poco tiempo, en la que dotó al mundo de parte de su paisaje para un siglo. Viena, entonces, era un mundo que desaparecía mientras, en su seno, aparecía otro mundo. Lo que es una buena descripción del mundo. El mundo es una locura, en el que todo acaba y empieza sincrónicamente. Nunca sabes lo que está acabando y lo que está empezando, nunca sabes la importancia de lo que empieza o acaba hasta cuando eso es irrelevante. Al mundo, en fin, le pasa lo que a los tumores. Anyway. En el libro, para ver el carácter asfixiante del mundo encorsetado que acababa, se describe una vivienda acomodada. Era inhabitable. Oscura y repleta de trastos de otra época aún más lejana. Por una extraña moda, que duraba hacía años, se utilizaban objetos para otras funciones no previstas. Recuerdo que la metáfora de todo eso era el cuchillo de la mantequilla. Para extender la mantequilla sobre la tostada --una operación de riesgo que, de por sí, casi nunca sale bien--, se utilizaba usualmente un objeto que se consideraba pintoresco: una bayoneta del siglo XIX.
El infierno consiste en objetos que no funcionan. Objetos que se utilizan para una función no prevista, o que han perdido su función. Una bayoneta como cuchillo de mantequilla es el infierno. También puede serlo una cuerda, si no se utiliza para lo que fue creada. En esa misma época, por ejemplo, en Barcelona se vivía una crisis de la vivienda inaudita. Proliferaron, para solucionarla, una cosa que se llamaba Casas de Dormir. Eran una habitación con una cuerda extendida de pared a pared. El obrero sin vivienda que acudía a ella para dormir pagaba para poner sus dos sobacos colgados de la cuerda, junto a otros cuerpos apilados. Y dormía durante su turno de dormir. Lo dicho, el infierno. Quien crea que una bayoneta o una cuerda no son el infierno no puede evaluar que existen los infiernos. No puede evaluar que los objetos, cuando carecen de su función primigenia --no sé; un partido, un parlamento, una Constitución; la UE--, son el infierno.
En, esta vez sí, una biografía de Wittgenstein --Ludwig Wittgenstein, de Ray Monk--, se explica cómo Wittgenstein odiaba ese mundo carente de funcionalidad. Acababa de volver de la Guerra, de un campo de concentración italiano. Vestía, siempre, con su uniforme de soldado austriaco. Ya había escrito el Tractatus --lo escribió en las trincheras, de noche; se pasó las noches de trinchera haciendo de centinela, escribiendo y masturbándose--, y se lo había enviado a los 200 humanos que podían entenderlo. Estaba esperando que lo hicieran. Su familia estaba preocupada por ese hombre vestido de soldado, apático, que no hacía nada y que, aparentemente, no había hecho nada en la vida. Para sacarle del hoyo, su hermana le hizo un encargo. Se iba a casar --su retrato de boda lo hizo, toma ya, Klimt--. El encargo consistió en construir su casa. Una casa funcionalista. Lo contrario a una bayoneta o a una cuerda. Wittgenstein se aplicó al 100%. Lo dio todo. Diseñó la vivienda. Y sus detalles. Pomos, pestillos. Todo. El resultado fue, a su vez, un infierno. Escaleras atravesando ventanas, zonas funcionales que no respetaban la funcionalidad cálida de la vida. La casa resultó inhabitable. Su hermana vivió poco allá. Los Wittgenstein eran conversos, y no tardó mucho en exiliarse a los EE. UU. La casa quedó abandonada hasta que el Ejército Rojo le dio una función. Caballerizas. Posteriormente, se le endosaron tabiques y fue la oficina comercial de Bulgaria. No sé qué función tendrá ahora. No será una vivienda porque nunca lo fue. Era una bayoneta para la mantequilla. Moderna.
Wittgenstein, una de las inteligencias del siglo XX más notorias, en el trance de elaborar un objeto alejado de una bayoneta extendiendo mantequilla, hizo otro tipo de bayoneta extendiendo mantequilla. Lo nuevo, en fin, también tiene sus propias vías al infierno. Son difíciles de ver, pues necesitan una óptica aún más nueva que la suya. Como los tumores que no llegaron a serlo, solo se ven demasiado tarde.
Una vez asistí a una autopsia. Descubrí, o así me lo dijeron, que el cuerpo humano, cuando se abre, está repleto de tumores. Nacieron, nos iban a matar, pero por sí solos se redujeron. Quedaron convertidos en fósiles de un tumor. Podrían haber sido importantes, definitivos. Pero no lo fueron. Por otra...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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