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Si entre seis y media y siete de la madrugada de aquel viernes encontraron el cuerpo de Alicia Pérez estrangulada, justo doce horas más tarde se desarrollaba una escena curiosa en el Faro. Un hombre de alrededor de cuarenta años había pasado una pierna por la barandilla que protege de los acantilados, y miraba alucinado las rocas allá abajo y la mar color acero, rugiente y oscura, casi negra.
--Tío, ¿te pasa algo?
Tres chavales muy jóvenes, pon que veintipocos, se le acercaron.
--Tío, si te quieres tirar, hazlo, pero no a esta hora, dijo sonriente uno de ellos. ¿Sabes? Aquí en Santander hay normas para eso de tirarse por el Faro, que es costumbre. No ahora, que hay niños jugando por aquí, mira. Oirían el golpe, tu grito, se asomarían y te verían espachurrado en las rocas….
--No, la hora es de madrugada, sobre las cinco o las seis, que no hay nadie, corrobora el otro, mientras el tercero se retira con un perdonad y el móvil en la oreja.
--No se puede traumatizar a los chavales – y señala un par de niñas que a pocos metros han parado de jugar y les miran, y un crío que va más a lo suyo. Pero que ahí está.
El hombre les mira a todos con los ojos extraviados, sin comprender. Uno de los chicos le pasa el brazo por el hombro, temiendo que se maree y caiga, y sin dejar de hablar.
--Venga, tío, te invitamos a una caña. No seas impaciente, que estas cosas pueden hacerse cuando se quiera. Tienes tiempo. Y se ríe. El otro, dócilmente, y apoyándose en él, devuelve la pierna a la zona segura, y fija la mirada como el que sale de un mal sueño.
--Tío, ¿tú no estás en la Menéndez? ¿No nos hemos visto en el comedor de abajo?
Y no han hecho más que empezar a andar hacia la terraza de la cafetería, dejando atrás el Faro-Museo Eduardo Sanz-Isabel Villar, donde se está por clausurar la exposición de Sergio Sanz, con esas piedras vivas, cántabras y con cara, cuando llega el coche de la poli.
--¿Qué está pasando aquí?, pregunta el de paisano, que parece que manda.
Y es cuando se acerca el señor mayor, que ha dejado su mesa terracera, todavía con el móvil en la mano. Qué pronto han llegado, dice. Ese, que tenía pinta de tirarse al agua.
Los demás, mudos.
--Pues ahora llega la ambulancia, así que todos quietos.
¿Que cómo me enteré? Por lo visto, el presunto suicida se había echado a llorar, dijo pasar por un infierno, dijo haber tenido una crisis, dijo estar deprimido, y, una vez le administraron un calmante, los facultativos le devolvieron a la universidad con una respetable cantidad de valium en vena. Mañana por la mañana se volvería, por unos días, a Palencia, su ciudad natal. Y luego ya a Valladolid, en cuya facultad de Medicina era profesor (suplente) de deontología. Y los chicos que le habían salvado volvieron también a la Magdalena, a preparar sus petates. Sí, hubo declaración, atestado y todo eso, total casi dos horas, con destino a ser archivado. Pero sobre todo hubo mucho comentario, que llegó al personal. Y ya ves: de la Recepción a mí. No digo por quién, que mi silencio está protegido por la Constitución.
Más o menos a esas horas, y a pocos centenares de metros, en el camping, dos niñas y tres chavales empezaban a preocuparse. No era normal que Alicia no hubiera vuelto. No era normal que su móvil estuviera “apagado o fuera de cobertura” todo el día. Y cuando Lola, su amiga de toda la vida, vio la llamada de la madre de Alicia, se le cortó la respiración. No podía mentirle, ni quería preocuparla. No supo qué decir, así que puso la cosa peor. Oyó los sollozos, y se le saltaron las lágrimas. Ahora, compartían una preocupación que crecía por momentos. No, Manolo está aquí, con nosotras, dijo Lola, él fue el primero que se fue de la fiesta. Y cantó de plano. Id a la policía, dijo la madre. Vamos a esperar a mañana, seguro que esta noche vuelve al camping, tranquila. Y eso hicieron.
¿Qué como lo he sabido? Mira, esto lo acabo de saber por mi amiga Carmen, a la que este caso altera, y mucho. ¿Y por qué tardaron tantos días en acudir realmente a la policía?, pregunto. Hay muchas disculpas, dan muchas razones…. Contesta ambiguamente. Ninguno de ellos podía imaginar un drama así. Esas cosas no nos pasan. Pero ocurren, todos los días. Ocurren. Mira las páginas de sucesos, y verás.
--Por cierto, la prensa no parece enterarse…..
--Esa es la larga mano de las autoridades académicas, querida. ¿Un asesinato en la Menéndez Pelayo? ¡Por todos los santos!
--Pues la vox del populi universitario –y perdona la corrupción de mi latinajo- le echa la culpa al novio.
--Ya, ya te leí el otro día, dice. Me parece que, o cambia el rectorado, o tú no vuelves a dar ni la hora en sus aulas…..
--Bueno, no te preocupes por eso. Lo doy por hecho.
--Y, ¿la novela rescatada hoy? A no ser que hayas decidido no rescatar ninguna…..
--Si, la tengo. Es “Las apariencias no engañan”, de Juan Madrid. Ya sabes que siempre he tenido un débil por él…. me encanta. Y si no lo sabes, te lo cuento. Esta es una historia de Antonio Carpintero, cuando todavía prefería llamarse Toni Romano, que publicó “Noguer” en 1982. Era el número 62 de la colección Esfinge, y él, el primer autor español que entraba a ese club. La novela, además, pasa en los bordes de mi barrio madrileño, que ha cambiado mucho. Cuando yo me vine a vivir a las Letras, había un burdel, con farolitos y todo, enfrente, y otro en mi misma acera. Juan me prometió invitarme a un gintonic en el de enfrente, que tenía bar a la calle, pero al final, nada. La señora rubia que lo llevaba salía los domingos, ya sabes, arreglá pero informal, y si te la cruzabas por la calle, te saludaba muy cumplida…. Creo que tenía un perrito. Y yo también. Y eso une mucho. No me acuerdo qué local era, uno chiquitín, creo, que luego ha sido tienda de ropa y ahora algo parecido.
--Es que tu barrio está cambiando mucho.
--Si, cada vez está más hipster, digo pidiendo al camarero los segundos gintonics de la tarde.
Si entre seis y media y siete de la madrugada de aquel viernes encontraron el cuerpo de Alicia Pérez estrangulada, justo doce horas más tarde se desarrollaba una escena curiosa en el Faro. Un hombre de alrededor de cuarenta años había pasado una pierna por la barandilla que protege de los acantilados,...
Autor >
Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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